Washington Square
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«Una obra maestra donde la placidez cotidiana entierra la tensión soterrada de un duelo de voluntades y el dolor sordo de las heridas que no curan jamás.» Solodelibros«La única novela en la que un hombre ha invadido con fortuna el territorio femenino y creado una obra comparable a las de Jane Austen.»

Graham Greene

A mediados del siglo XIX, cuando las nuevas clases emergentes ya empezaban a mudarse al norte de Manhattan, un rico y prestigioso médico neoyorquino se construye una casa en Washington Square. Es una «casa bonita, moderna», con terraza y porche de mármol. A ella se traslada a vivir en compañía de su hermana, una viuda romántica y sentimental, amiga de los secretos, y de su única hija Catherine, que a los veinticinco años no ha conseguido ser, según su padre, ni hermosa ni inteligente. A Catherine le corresponde, sin embargo, una herencia considerable, y cuando en su vida aparece un joven guapo y encantador, aunque sin oficio ni beneficio, el doctor no duda de que no puede sentirse atraído por ninguna cualidad de su hija que no sea el dinero.

Henry James trazó en Washington Square (1880) un soberbio retrato de interior alrededor de una mujer que se descubrirá en posesión de algo que, rodeada de tiranía y oscuridad, ni siquiera había intuido que tenía: voluntad.

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Información

Año
2011
ISBN
9788484286288
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Índice
Cubierta
El Autor
Nota al texto
Washington Square
Notas
Créditos
Alba Editorial
portadilla
HENRY JAMES nació en Nueva York en 1843, en el seno de una rica y culta familia de origen irlandés. Recibió una educación ecléctica y cosmopolita, que se desarrolló en gran parte en Europa. En 1875 se estableció en Inglaterra, después de publicar en Estados Unidos sus primeros relatos. El conflicto entre la cultura europea y la norteamericana está en el centro de muchas de sus obras, desde sus primeras novelas, Roderick Hudson (1875) o El americano (1876-1877; ALBA CLÁSICA núm. XXXIII), hasta El Eco (1888; ALBA CLÁSICA núm. LI) o La otra casa (1896; ALBA CLÁSICA núm. LXIV) y la trilogía que culmina su carrera: Las alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) y La copa dorada (1904; ALBA CLÁSICA MAIOR núm. II). Maestro de la novela breve y el relato, algunos de sus logros más celebrados se cuentan entre este género: Washington Square (1880), Los papeles de Aspern (1888; ALBA CLÁSICA núm. CVII), Otra vuelta de tuerca (1898), En la jaula (1898; ALBA CLÁSICA núm. III), Los periódicos (1903; ALBA CLÁSICA núm. XVIII) o las narraciones reunidas en Lo más selecto (ALBA CLÁSICA MAIOR núm. XXVII). Fue asimismo un brillante crítico y teórico, como atestiguan los textos reunidos en La imaginación literaria (ALBA PENSAMIENTO/CLÁSICOS núm. 8). Nacionalizado británico, murió en Londres en 1916.
«No había nada que James hiciera como un inglés, ni tampoco como un norteamericano –ha escrito Gore Vidal–. Él mismo era su gran realidad, un nuevo mundo, una terra incognita cuyo mapa tardaría el resto de sus días en trazar para todos nosotros.»

NOTA AL TEXTO

Washington Square se publicó por primera vez por entregas en la revista inglesa Cornhill de junio a noviembre de 1880, y en la norte americana Harper’s New Monthly de julio a diciembre. En Estados Unidos se publicó en forma de libro ese mismo año (Harper and Brother’s, Nueva York) y en el Reino Unido, un año después (Macmillan and Company, Londres). En esta última edición la novela iba acompañada de otros dos relatos «The Pension Beaurepas» y «A Bundle of Letters», y sobre ella se basa la presente traducción.

I

En la primera mitad del presente siglo, y más en concreto en sus últimos años, ejerció y prosperó en la ciudad de Nueva York un médico que acaso gozara de una cuota excepcional de esa consideración con la que, en Estados Unidos, se ha retribuido invariablemente a los miembros distinguidos del gremio. Dicho gremio, en América, se ha tenido siempre por muy honorable, y más que en ningún otro lugar ha reclamado para sí el calificativo de «liberal». En un país en el que para ocupar una posición social debe uno ganarse la vida o cuando menos hacer creer que se la gana, el arte de la curación da la impresión de haber reunido en alto grado dos reconocidas fuentes de mérito. Se inscribe en el terreno de la práctica, cosa muy estimable en Estados Unidos, y está tocado por la luz de la ciencia: un valor muy apreciado por una sociedad en la que el amor al conocimiento no siempre ha ido de la mano del ocio y la oportunidad.
Contribuyó a la reputación del doctor Sloper la circunstancia de que su ciencia y su habilidad se hallaran equilibradas a partes iguales. Era lo que podría llamarse un médico erudito, y al mismo tiempo no había en sus remedios ninguna abstracción: siempre ordenaba a sus pacientes algún remedio. Aunque pasaba por ser un hombre muy concienzudo, no se enzarzaba en teorizaciones farragosas y, si a veces se explicaba con más detalle de lo que el enfermo necesitaba, nunca llegaba al extremo (como otros galenos de los que uno ha tenido noticia) de fiarlo todo a su exposición, sino que siempre dejaba una inescrutable receta. Había médicos que recetaban sin molestarse en ofrecer explicaciones, pero él tampoco pertenecía a esta clase, que era a fin de cuentas la más vulgar. Pronto se verá que hablo aquí de un hombre inteligente, y ésa es la verdadera razón por la que el doctor Sloper se había convertido en una celebridad local.
En la época que nos incumbe tenía alrededor de cincuenta años y se hallaba en la cumbre de su popularidad. Era muy ingenioso y en la mejor sociedad de Nueva York se lo tenía por hombre de mundo, pues de cierto lo era cumplidamente. Me apresuro a añadir, en anticipación de posibles equívocos, que no era ni por asomo un charlatán. Era un hombre honrado a carta cabal: honrado hasta un extremo de cuya grandeza quizá no tuviera la ocasión de dar la medida exacta; y, aun considerando el buen talante que distinguía al círculo social en el que practicaba su oficio, donde todos presumían de contar con el médico más «brillante» del país, Sloper justificaba a diario los talentos que el sentir popular le atribuía. Era un observador, y hasta un filósofo, y ser brillante era una cualidad tan natural en él, tan fácil le resultaba (de acuerdo con el sentir popular), que jamás buscaba causar sensación ni recurría a las argucias y las pretensiones de las celebridades de segunda. Bien es verdad que la fortuna le había favorecido, de ahí que pudiera transitar cómodamente por las sendas de la prosperidad. Se había casado a los veintisiete años, por amor, con una muchacha encantadora, la señorita Catherine Harrington, de Nueva York, que aportó al matrimonio, además de sus encantos, una dote sustancial. La señora Sloper era afable, grácil, inteligente y elegante, y en 1820 figuraba entre las jóvenes hermosas de la pequeña aunque prometedora capital que, arracimada en torno a la batería de cañones, dominaba la bahía y se extendía hacia el norte hasta Canal Street, donde la hierba crecía al borde del camino. Ya a la edad de veintisiete años Austin Sloper había dejado huella suficiente para mitigar la anomalía de ser el elegido entre una docena de pretendientes por una joven de la alta sociedad, dueña de una renta de diez mil dólares anuales y de los ojos más bonitos de la isla de Manhattan. Aquellos ojos, sumados a otras cualidades, fueron por espacio de cinco años una fuente de honda satisfacción para el joven médico, que era un marido tan devoto como feliz.
Casarse con una mujer rica no alteró las pautas que se había trazado, y el doctor Sloper cultivó su profesión con un propósito tan firme como si no dispusiera de más recursos que la parte del modesto patrimonio que, a la muerte de su padre, se dividió entre los hermanos. No era su principal afán ganar dinero, sino más bien aprender algo y hacer algo en la vida. Aprender algo interesante y hacer algo útil; tal era, en líneas generales, el plan que había esbozado y cuya validez no juzgó que debiera verse en modo alguno menoscabada por la circunstancia de que su mujer gozase de una renta muy apreciable. Disfrutaba con la práctica y el ejercicio de una habilidad de la que era gratamente consciente, y tan patente resultaba que nada sino médico podía haber sido, que médico se empeñó en ser en las mejores condiciones posibles. Claro es que su holgada situación familiar le ahorró no pocos engorros, y que las relaciones de su mujer con «la mejor sociedad» le procuraron numerosos pacientes cuyos síntomas, sin ser en sí mismos más interesantes que los de las clases bajas, sí se exhibían con mayor rotundidad. Deseaba experiencia, y en un lapso de veinte años la cosechó en abundancia. Debe añadirse que dicha experiencia, al margen de cuál pudiera ser su valor intrínseco, se reveló en ocasiones todo lo contrario de agradable. Su primer hijo, un niñito sumamente prometedor conforme a la sólida opinión del padre, que era poco proclive a entusiasmos gratuitos, murió al cumplir los tres años, a despecho de los incontables recursos que la ternura materna y la ciencia paterna idearon para salvarlo. Dos años después la señora Sloper dio a luz a un segundo retoño; un pobre retoño que, en razón de su sexo, así lo entendía el doctor, no podía sustituir a su llorado primogénito, a quien el padre se había prometido convertir en un hombre admirable. La llegada de la niña supuso una decepción; pero esto no fue lo peor. Una semana después del parto, la joven madre, que hasta el momento parecía recuperarse satisfactoriamente, como reza el dicho, empezó a presentar de buenas a primeras síntomas alarmantes, y antes de que hubiese pasado una semana Austin Sloper había enviudado.
Tratándose de un hombre cuya profesión consistía en salvar vidas, ni que decir tiene que con su propia familia había fracasado estrepitosamente; y un médico brillante que en el plazo de tres años pierde a su mujer y a su hijo acaso debiera haberse preparado para ver cómo su reputación o su habilidad profesional se ponían en entredicho. Nuestro amigo, sin embargo, se libró de la crítica ajena, aunque no de la propia, que era con mucho la más autorizada y la más severa. Soportó el peso de esta íntima censura para el resto de sus días, y llevó por siempre las cicatrices del castigo que la mano más cruel que hasta la fecha había conocido le infligió la noche siguiente a la muerte de su mujer. El mundo, que, como ya se ha dicho, lo apreciaba, se compadeció demasiado de su desgracia para incurrir en ironías. Su infortunio le volvía más interesante si cabe, y hasta contribuyó a ponerlo de moda. Se señaló que ni siquiera las familias de los médicos se libraban de las enfermedades más insidiosas y, además, el doctor Sloper ya había perdido a otros pacientes antes que a los dos mencionados, lo cual constituía un honroso precedente. Le quedaba su hijita y, aunque la niña no era lo que él deseaba, se propuso hacer cuanto pudiese por ella. Disponía de una reserva de autoridad intacta, de la cual la pequeña pudo beneficiarse en abundancia en sus primeros años de vida. Se la bautizó, naturalmente, con el nombre de su pobre madre, y ni siquiera en su más tierna infancia el doctor la llamó otra cosa que no fuese Catherine. Creció fuerte y saludable, y, al mirarla, su padre se decía que, siendo así, al menos no debía temer por su pérdida. Digo «siendo así» porque, a decir verdad... Pero ésta es una verdad cuya revelación prefiero postergar.

II

Cuando la niña tenía alrededor de diez años, el doctor Sloper invitó a su hermana, la señora Penniman, a pasar una temporada con él. Dos habían sido las señoritas Sloper y ambas se habían casado jóvenes. La menor, la señora Almond, era la esposa de un próspero comerciante y madre de una floreciente familia. Ella misma se encontraba en plena floración y era una mujer guapa, tranquila y razonable, y la favorita de su inteligente hermano que, en punto a mujeres, aun cuando le uniese a ellas un estrecho parentesco, era un hombre de preferencias muy marcadas. Prefería a la señora Almond antes que a su hermana Lavinia, quien se había casado con un pobre presbítero de constitución enfermiza y ampulosa elocuencia que, a los treinta y tres años, había dejado a su mujer viuda, sin hijos y sin fortuna, sin nada más que el recuerdo de su verbo florido, cuyo aroma impregnaba vagamente la conversación de la propia viuda. Sea como fuere, el doctor le ofreció cobijo bajo su techo y Lavinia lo aceptó con la presteza de una mujer que había pasado los diez años de su vida conyugal en la pequeña localidad de Poughkeespsie. Su hermano no le había propuesto que se instalara con él indefinidamente; sólo le había sugerido que hiciera de su casa un asilo mientras encontraba una vivienda sin amueblar. No está claro que la señora Penniman llegase a emprender la búsqueda de tal vivienda: lo que es incuestionable es que nunca la encontró. Se estableció con su hermano y allí se quedó para siempre, y, al cumplir Catherine los veinte años, su tía Lavinia seguía siendo uno de los rasgos más llamativos del entourage inmediato de la muchacha. La versión de la viuda era que se había quedado para hacerse cargo de la educación de su sobrina. Al menos ésa era la razón que daba a todo el mundo, menos a su hermano, que jamás pedía explicaciones si él mismo podía imaginarlas cuando se le antojara. Además, aunque a la señora Penniman no le faltaba en absoluto cierta clase de seguridad...

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