Grandeza y decadencia de César Birotteau
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Grandeza y decadencia de César Birotteau

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Grandeza y decadencia de César Birotteau

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Grandeza y decadencia de César Biroteau, perfumista (1837) es una de las novelas más emblemáticas de La comedia humana. En ella quiso Balzac elevar a rango de héroe novelesco al propietario de una perfumería, al que los honores que recibe tras una vida de «probidad comercial» empujan al deseo de hacerse «un lugar en la sociedad elegante» y de aumentar su fortuna mediante una operación de «comercio abstracto», es decir, una de las que permiten llevarse «lo más sustancioso de las ganancias antes de que haya ganancias». Se embarca, en fin, en una especulación de terrenos... sin percatarse de que detrás de ella acecha la venganza de un antiguo empleado suyo, ahora banquero y arribista sin escrúpulos. «Ojalá esta historia –dice su narrador- sea el poema de las vicisitudes burguesas de las que ninguna voz se acordó, porque parecían totalmente desprovistas de grandeza, mientras que, por eso mismo, son desmedidas».

Balzac decía que César Birotteau era «la cara de una medalla que circulará por todas las categorías sociales. La cruz es La Casa Nucingen. Son historias que nacieron gemelas». En este volumen se incluye, pues, también La Casa de Nucingen (1837), una excepcional nouvelle sobre el origen de las grandes fortunas financieras y «ciertamente –como ha señalado la crítica- el texto más venenoso de La comedia humana ». Juntas, componen un fresco del poder económico en el París de la Restauración tan minucioso y representativo que, casi dos siglos después, ilustra asombrosamente los mecanismos de nuestras propias sociedades capitalistas.

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Información

Año
2013
ISBN
9788484288145
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Grandeza y decadencia de
César Birotteau, perfumista,

teniente de alcalde del distrito segundo de París,
caballero de la Legión de Honor, etc.
Prefacio a la primera edición
(1838)
Este libro es la cara de una medalla que pasará por todas las categorías sociales. La cruz es La Casa Nucingen. Son historias que nacieron gemelas. Quien lea César Birotteau deberá leer, pues, La Casa Nucingen si es que quiere conocer la obra completa.
Toda obra cómica tiene forzosamente dos polos. Es obligación del escritor, sumo reseñador de procesos, situar a los adversarios frente a frente.
Por más que Alceste sea meridiano, la forma de entenderlo de verdad nos la da Philinte1:
Si tanta licet, componere parvis.
Al señor Alphonse de Lamartine
su admirador
DE BALZAC
I

César en pleno apogeo

Durante las noches de invierno no cesa el ruido en la calle de Saint-Honoré sino por un momento; los hortelanos prolongan por ella, según van al Mercado Central, el ajetreo de los coches que vuelven de los espectáculos o los bailes. En medio de ese calderón que, en la gran sinfonía del barullo parisino, aparece a eso de la una de la madrugada, a la mujer del señor César Birotteau, perfumista con comercio cerca de la plaza de Vendôme, la despertó sobresaltada un sueño espantoso. La perfumista se vio por partida doble: se contempló cubierta de andrajos, girando con mano consumida el picaporte de su propia tienda, en la que se hallaba, al tiempo, en el umbral de la puerta y sentada en su sillón junto al mostrador; pedía limosna, se oía hablar a sí misma desde la puerta y en el mostrador. Quiso agarrar a su marido y puso la mano en un sitio frío. Tan intenso miedo sintió entonces que no pudo mover el cuello, pues se le quedó petrificado; se le pegaron las paredes de la garganta y le falló la voz; se quedó sentada, clavada en la cama, con los ojos dilatados y la mirada fija, el pelo dolorosamente sensible, los oídos repletos de ruidos raros y el corazón encogido, pero palpitante; en resumen, empapada en sudor y helada en medio de una alcoba que tenía abiertas ambas hojas de la puerta.
El miedo es un sentimiento morbífico a medias; oprime de forma tal la maquinaria humana que o las facultades alcanzan súbitamente el grado máximo de fuerza o caen hasta el último grado de desorganización. A la fisiología la sorprendió durante mucho tiempo ese fenómeno, que desbarata sus sistemas y da al traste con sus conjeturas, aunque no por ello deje de ser sencillamente un rayo que le cae por dentro a la persona, aunque, como todos los accidentes eléctricos, sea peculiar y caprichoso en sus formas. Esta explicación se tornará vulgar el día en que los estudiosos admitan el gigantesco papel que desempeña la electricidad en el pensamiento humano.
La señora Birotteau pasó entonces por algunos de los padecimientos, luminosos hasta cierto punto, que proceden de esas terribles descargas de la voluntad que un mecanismo desconocido desparrama o concentra. Así fue como, durante un espacio de tiempo cortísimo, si lo medimos con nuestros relojes, pero inconmensurable desde el punto de vista de sus veloces impresiones, aquella infeliz tuvo el monstruoso poder de emitir más ideas, de sacar a flote más recuerdos que, en el estado ordinario de sus facultades, habría concebido en un día entero. La dolorosa historia de aquel monólogo puede resumirse en unas cuantas palabras absurdas, contradictorias y desprovistas de sentido, pues tal fue el monólogo.
«¡No hay razón que pueda sacar a Birotteau de mi cama! ¿Habrá cenado tanta ternera que se encuentre indispuesto? Pero, si se hubiera puesto malo, me habría despertado. ¡En los diecinueve años que llevamos durmiendo juntos en esta cama, en esta misma casa, nunca se ha levantado sin decírmelo, el pobre corderito! Sólo faltó de esta cama para pasar la noche en el cuerpo de guardia2. ¿Se metió conmigo esta noche en la cama? ¡Pues claro que se metió! ¡Dios mío, seré tonta!»
Volvió la mirada hacia el lecho y vio el gorro de dormir de su marido que conservaba la forma casi cónica de la cabeza.
«Pues entonces es que se ha muerto. ¿Se habrá matado? ¿Por qué? –siguió pensando–. Desde que lo hicieron teniente de alcalde hace dos años, está muy como no sé cómo. ¿Meterlo en cargos públicos no es, a fe de mujer cabal, algo lastimoso? Los negocios le van bien, me ha regalado un chal. ¿O será que le van mal? Bah, me habría enterado. ¿Puede saber alguien lo que tiene por dentro un hombre? Ni tampoco lo que tiene una mujer. Y no está mal que no se sepa. ¡Pero si hoy ha habido ventas por valor de cinco mil francos! Además un teniente de alcalde no puede decidir darse la muerte por su mano, está demasiado al tanto de las leyes. ¿Dónde se habrá metido?»
No podía ni girar el cuello, ni adelantar la mano para tirar del cordón de una campanilla que habría puesto en movimiento a una cocinera, tres dependientes y un mozo de almacén. Presa de la pesadilla, que se prolongaba en estado de vigilia, no se acordaba de su hija, que dormía apaciblemente en un cuarto contiguo al suyo cuya puerta se abría a los pies de su cama. Por fin gritó: «¡Birotteau!» y no recibió respuesta alguna. Creía que había voceado el nombre, pero sólo lo había pronunciado in mente.
«¿Tendrá una amante? Es demasiado inocente para eso –siguió pensando– y, además, me quiere demasiado. ¿Pues no le dijo a la señora Roguin que nunca me había sido infiel, ni siquiera con el pensamiento? Si este hombre es la encarnación de la probidad en este mundo. Si alguien se merece el cielo es él. ¿Qué le puede contar a su confesor? Cositas de nada. Para ser monárquico, y sin saber por qué lo es por cierto, no le saca nada de lustre a eso de ser religioso. Pobrecito infeliz, se va a misa a las ocho, a escondidas, como si fuera a una casa de placer. Teme a Dios por el propio Dios; del infierno ni se acuerda. ¿Cómo iba a tener una amante? Se me separa tan poco de las faldas que me tiene aburrida. Me quiere más que a las niñas de sus ojos, cegaría por mí. En diecinueve años nunca ha dicho una palabra más alta que otra al hablarme. Me pone por delante de su hija. Pero ahí está Césarine… (¡Césarine! ¡Césarine!) Birotteau no ha tenido nunca un pensamiento que no me haya contado. Cuánta razón tenía cuando venía a El Marinerito y aseguraba que sólo podría conocerlo bien con el uso. ¡Y de repente ya no está!… ¡Qué cosa más extraordinaria.»
Volvió la cabeza trabajosamente y lanzó una mirada furtiva por el cuarto, colmado entonces de esos pintorescos efectos de la oscuridad que constituyen la desesperación del lenguaje y parecen corresponder sólo a los pinceles de los pintores de género. ¿Con qué palabras representar las pavorosas eses que hacen las sombras proyectadas, las fantásticas apariencias de las cortinas que el viento ahueca, los inciertos juegos de luz que lanza la mariposa hasta las arrugas del calicó rojo, las llamas procedentes de un copa cuyo centro rutilante parece el ojo de un ladrón, la aparición de un vestido arrodillado, todas las rarezas, en fin, que atemorizan a la imaginación en esos momentos en que sólo tiene fuerzas ya para notar los dolores y acrecentarlos? A la señora Birotteau le pareció ver una luz brillante en la habitación de paso para su cuarto y pensó de pronto en un incendio; pero, al ver un pañuelo rojo, que le pareció un charco de sangre vertida, no pensó ya sino en ladrones, sobre todo al querer hallar las huellas de una pelea en la forma en que estaban colocados los muebles. Al acordarse de la cantidad que había en caja, un noble temor extinguió los fríos ardores de la pesadilla y se plantó, en camisón, en medio del cuarto, para acudir en socorro de su marido, a quien suponía enzarzado con unos asesinos.
–¡Birotteau! ¡Birotteau! –gritó por fin con voz cargada de angustia.
Halló al perfumista en medio de la habitación contigua, con un alna en la mano y midiendo el aire, pero tan mal arropado en la bata de indiana verde con lunares de color chocolate que el frío le enrojecía las piernas sin que, por estar tan absorto, se percatase de ello. Cuando César se dio la vuelta para decirle a su mujer: «Bueno, Constance, ¿qué quieres?», tenía una expresión tan tremendamente pazguata, como les sucede a todos los hombres ensimismados en echar cuentas, que la señora Birotteau se echó a reír.
–¡Dios mío, César, cómo se puede ser así! –dijo–. ¿Por qué me dejas sola sin avisarme? Casi me muero de miedo, no sabía qué pensar. Pero ¿qué haces ahí expuesto a todas las corrientes? Vas a coger un catarro tremendo. ¿Me oyes, Birotteau?
–Sí, mujer. Ya voy –contestó el perfumista, volviendo al dormitorio.
–Venga, ven a calentarte y dime qué chifladura te ha entrado –añadió la señora Birotteau apartando las cenizas del fuego, que se apresuró a encender de nuevo–. Estoy helada. ¡Qué tonta! ¡Mira que levantarme en camisón! Pero es que de verdad pensé que te estaban asesinando.
El comerciante dejó la palmatoria encima de la chimenea, se envolvió en la bata y fue mecánicamente a buscarle a su mujer unas enaguas de franela.
–Toma, chatita, abrígate –dijo–. Veintidós por dieciocho –prosiguió, continuando con su monólogo–; podemos tener un salón espléndido.
–¡Pero bueno, Birotteau! ¿Te estás volviendo loco? ¿Estás soñando?
–No, mujer, estoy echando cuentas.
–Para andarte con bobadas deberías esperar por lo menos a que se hiciera de día –exclamó ella, atándose las cintas de las enaguas por debajo de la camisola antes de ir a abrir la puerta del cuarto en que dormía su hija.
–Césarine está dormida –dijo– y no nos oirá. A ver, Birotteau, habla. ¿Qué te pasa?
–Podemos dar el baile.
–¿Dar un baile nosotros? ¡A fe de mujer cabal que estás soñando, amigo mío!
–No sueño, cervatilla blanca. Atiende: se debe hacer siempre lo que es debido en lo tocante a la posición que se tiene. El gobierno me ha encumbrado, pertenezco al gobierno; nos vemos en la obligación de conocer bien su esencia y favorecer sus intenciones contribuyendo a su desarrollo. El duque de Richelieu acaba de conseguir que concluya la ocupación de Francia3. Según el señor de La Billardière, a los funcionarios que representan a la villa de París nos incumbe, cada cual dentro del ámbito de nuestras influencias, celebrar la liberación del territorio. Demostremos un auténtico patriotismo que haga ruborizarse a esos sedicentes liberales, a esos malditos intrigantes, ¿no te parece? ¿Piensas que no amo a mi país? ¡Quiero probar a los liberales, a esos enemigos míos, que querer al rey es querer a Francia!
–Pero, hombre, ¿así que crees que tienes enemigos?
–Sí, mujer mía, tenemos enemigos. Y la mitad de nuestros amigos del barrio son enemigos nuestros. Dicen todos: Birotteau tiene suerte, Birotteau no es nadie, pero sin embargo ahora está de teniente de alcalde, todo le sale bien. Bueno, pues van a volver a quedarse de un aire. Vas a ser la primera en enterarte de que soy caballero de la Legión de Honor: el rey firmó la disposición ayer.
–Ah, pues entonces tenemos que dar un baile, amigo mío –dijo la señora Birotteau, muy emocionada–. Pero ¿qué es lo que has hecho tan bien hecho para que te den la cruz?
–Cuando me dio ayer la noticia el señor de La Billardière –siguió diciendo Birotteau, apurado–, yo también me pregunté, igual que tú, qué méritos tenía yo para eso; pero, según volvía, acabé por caer en la cuenta y por darle la razón al gobierno. De entrada, soy monárquico y me hirieron en Saint-Roch en vendimiario. Me parece a mí que algo querrá decir eso de haber empuñado las armas en aquellos tiempos por una buena causa, ¿no? Luego, según algunos negociantes, cumplí con mis cometidos de juez mercantil de forma satisfactoria para todos. Y, para terminar, soy teniente de alcalde, y el rey concede cuatro cruces al cuerpo municipal de la villa de París. Tras pasar revista a las personas que, entre los tenientes de alcalde, podían recibir una condecoración, el prefecto me puso en la lista el primero. Y, además, el rey debe de conocerme: a Ragon tengo que agradecerle que soy proveedor suyo para esos polvos de empolvar el cabello que son los únicos que le gustan; somos los únicos que sabemos la receta de los que usaba la difunta reina, esa pobre, querida y augusta víctima. El alcalde me apoyó rabiosamente. ¿Qué quieres? Si el rey me concede la cruz sin haberle pedido yo nada, me parece que no la puedo rechazar sin caer en desconsideración. ¿Quise yo acaso ser teniente de alcalde? Así que, mujer mía, ya que vamos viento en pompa, como dice tu tío Pillerault cuando está alegre, he decidido ponerlo todo en esta casa a tono con nuestra estupenda fortuna. Si puedo llegar a algo, me arriesgaré a convertirme en lo que Dios quiera que sea, subprefecto si tal es mi destino. Mujer, cometes una grave equivocación si crees que un ciudadano está en paz con su país después de haberse pasado veinte años despachando productos de perfumería a quienes venían a comprarlos. Si el Estado requiere el concurso de nuestras luces, se lo debemos dar, de la misma forma que le debemos la tasa de fincas, la de puertas y ventanas4, etcétera. ¿Es que te apetece quedarte para siempre detrás del mostrador? Hace ya demasiado tiempo, a Dios gracias, que vives pegada a él. El baile será nuestra fiesta. Adiós a la venta al por menor; para ti se entiende. Quemo el rótulo de La Reina de las Rosas, borro del panel: «César Birotteau, maestro perfumista, sucesor de Ragon» y pongo sin más: «Perfumerías» en letras doradas grandes. Pongo en el entresuelo la oficina, la caja y un gabinete bonito para ti. Convierto en comercio la trastienda, el comedor y la cocina que tenemos ahora. Alquilo el primer piso de la casa de al lado y abro una puerta en la pared. Le doy la vuelta a la escalera, para dejar al mismo nivel las dos viviendas. Y tendremos entonces una casa grande amueblada divinamente. Sí, te remozo el dormitorio, dejo sitio para que tengas un saloncito, y le hago un cuarto bonito a Césarine. La dependiente que vas a coger, el encargado y tu doncella (sí, señora, vas a tener doncella) dormirán en el segundo. En el tercero,...

Índice

  1. Cubierta
  2. Nota al texto
  3. Grandeza y decadencia de César Birotteau, perfumista,
  4. La Casa Nucingen
  5. Notas
  6. Créditos
  7. Alba Editorial