Cuentos góticos
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Cuentos góticos

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Desapariciones misteriosas, fantasmas vengativos, caballeros y aristócratas con una doble vida de asesinos y bandidos, maldiciones que se vuelven contra los descendientes de quien las pronunció, encierros en castillos, persecuciones implacables y penosas huidas… Los clásicos elementos del género gótico que atrayeron a Elizabeth Gaskell, una de las mayores novelistas del realismo victoriano, podría pensarse que se impusieron, como una evasión fantástica, al carácter cotidiano y a la proyección social de sus temas habituales. Sin embargo, cabe recordar que una de las imágenes clave del género es el hallazgo de un esqueleto en el armario de un pulcro interior doméstico; los secretos que se revuelven, y que regresan con su poder atormentador, afligen a familias corrientes y especialmente a heroínas muy marcadas por su dependiente condición de mujeres.

Estos Cuentos góticos, lejos de escapar al realismo, constituyen de hecho una inteligente y a veces patética exploración del género en busca de sus fundamentos reales. A este respecto, «La bruja Lois», crónica de la celebre caza de brujas de Salem en 1692, es un ejemplo impecable. Y, por su parte, «Curioso, de ser cierto», donde un forastero perdido en un bosque asiste a una extraña reunión de personajes de cuentos de hadas, esboza con humor el futuro probable de las fantasías cuando dejan de serlo.

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Información

Año
2016
ISBN
9788484289531
Categoría
Literature
Categoría
Classics
LA BRUJA LOIS
I
En el año 1691, Lois Barclay intentaba recuperar el equilibrio en un pequeño desembarcadero de madera, del mismo modo que lo había intentado ocho o nueve semanas antes en la cubierta del balanceante barco que la había llevado de la Vieja a la Nueva Inglaterra. Resultaba tan extraño estar en tierra firme ahora como verse mecida por el mar día y noche no hacía mucho; y la misma tierra ofrecía un aspecto igual de extraño. Los bosques que se veían por todas partes y que, en realidad, no quedaban muy lejos de las casas de madera que formaban la ciudad de Boston, eran de diferentes tonos de verde, y diferentes, también, por la forma del contorno, de los que Lois Barclay conocía bien de su antiguo hogar en el condado de Warwick. Se sentía un poco abatida allí sola, esperando al capitán del Redemption, el amable y rudo veterano que era su único amigo en aquel continente ignoto. Pero el capitán Holdernesse estaba ocupado y tardaría bastante en poder atenderla, al parecer; así que Lois se sentó en un barril de los que había tirados, se cerró más el abrigo gris y se bajó la capucha resguardándose mejor del viento cortante que parecía seguir a quienes había tiranizado en el mar, con obstinado afán de seguir torturándolos en tierra. Lois esperó con paciencia allí sentada, aunque estaba cansada y tiritaba de frío; pues hacía un día crudo para el mes de mayo, y el Redemption, cargado de pertrechos y suministros necesarios y útiles para los colonos puritanos de Nueva Inglaterra, era el primer barco que se había aventurado a cruzar los mares.
¿Cómo podía evitar Lois pensar en el pasado y especular sobre el futuro, allí en el muelle de Boston, en este intervalo de su vida? En la tenue bruma que contemplaba con ojos doloridos (que se le llenaban de lágrimas de vez en cuando, contra su voluntad) se alzaba la pequeña parroquia de Barford (aún puede verse a menos de tres millas de Warwick) donde había predicado siempre su padre desde 1661, mucho antes de que ella naciera. Él y su madre reposaban ahora en el camposanto de Barford, y la vieja iglesia baja y gris no podía aparecérsele sin que viera también la vieja vicaría, la casita cubierta de rosales austriacos y jazmines amarillos en la que había nacido, hija única de padres que habían pasado hacía tiempo la flor de la juventud. Veía el sendero, que no llegaría a las cien yardas, desde la casa parroquial hasta la puerta de la sacristía: el camino que su padre recorría a diario; porque la sacristía era su estudio y el refugio en el que se concentraba en los libros de los Padres y comparaba sus preceptos con los de las autoridades de la Iglesia anglicana de la época, la de los últimos Estuardo; pues la vicaría de Barford apenas superaba entonces en tamaño y dignidad a las casitas que la rodeaban: sólo tenía dos plantas, y sólo tres habitaciones por planta. En la planta baja estaban el salón, la cocina y la contracocina o cocina de trabajo; arriba, la habitación del señor y la señora Barclay, la de Lois y la de la sirvienta. Si tenían invitados, Lois dejaba su cámara y compartía la cama de la anciana Clemence. Pero aquellos días habían pasado. Lois no volvería a ver a su padre ni a su madre en este mundo; ambos dormían el sueño de los justos en el cementerio de Barford, ajenos a lo que fuese de su hija huérfana y a las manifestaciones terrenales de amor y cuidado que pudiera recibir. Y allí reposaba también Clemence, rodeada en su lecho herboso de ramitas de zarzarrosa, que Lois había depositado sobre las tres preciosas tumbas antes de dejar Inglaterra para siempre.
Había alguien que deseaba que uno hubiese partido; alguien que juró sincera y solemnemente al Señor que la buscaría antes o después mientras estuviera en la tierra. Pero era el rico heredero y único hijo del molinero Lucy, cuyo molino se alzaba en las vegas de Barford a la orilla del Avon; y su padre aspiraba a algo mejor para él que la pobre hija del clérigo Barclay (¡en tan poco se tenía entonces a los clérigos!). Y fue precisamente la sospecha del interés de Hugh Lucy por Lois Barclay lo que indujo a sus padres a juzgar más prudente no ofrecer a la huérfana un hogar, pese a que ningún otro feligrés tenía medios para acogerla, aun en el caso de que hubiese querido hacerlo.
Así que Lois se había tragado las lágrimas hasta que llegase el momento de llorar, ateniéndose a las palabras de su madre:
–Lois, tu padre ha muerto de esta fiebre terrible, y yo me estoy muriendo también. No, así es; aunque me vea libre del dolor estas pocas horas, ¡alabado sea el Señor! Los crueles hombres de la Commonwealth te han dejado sin amigos. El único hermano de tu padre murió en Edgehill24. También yo tengo un hermano, del que nunca te he hablado porque era disidente; y tu padre y yo tuvimos unas palabras y él se marchó a ese nuevo país allende los mares sin despedirse siquiera. Pero Ralph era un buen muchacho hasta que aceptó esas nuevas ideas; y, por los tiempos pasados, te acogerá y te amará como a una hija y te dará un sitio entre sus hijos. Porque la sangre es más fuerte que nada. Escríbele en cuanto yo muera, porque me estoy muriendo, Lois, y alabado sea el Señor que me permite reunirme con mi marido tan pronto –tan grande era el egoísmo del amor conyugal; ¡en tan poco tenía la madre la desolación de Lois comparada con su júbilo por la pronta reunión con el marido difunto!–. Escribe a tu tío, Ralph Hickson, Salem, Nueva Inglaterra (anótalo en tus tablillas, hija), y dile que yo, Henrietta Barclay, le encomiendo, por cuanto ame en el cielo y en la tierra, por su salvación tanto como por el antiguo hogar de Lester Bridge, por el padre y la madre que nos dieron el ser y por los seis hijos pequeños que murieron entre él y yo, que te acoja en su hogar como si fueses de su propia sangre, pues lo eres. Tiene esposa e hijos propios, y nadie ha de temer tenerte en su familia, Lois mía, cariño, mi niña. ¡Ay, Lois, ojalá murieses conmigo! ¡Pensar en ti me vuelve dolorosa la muerte!
La pobre Lois consoló a su madre sin pensar en sí misma, prometiendo cumplir sus últimos deseos al pie de la letra, y expresando una confianza en la bondad de su tío que no se atrevía a sentir.
–Prométeme que te irás en seguida –añadió la moribunda, respirando cada vez con más dificultad–. El dinero de nuestros bienes te ayudará… la carta que tu padre escribió al capitán Holdernesse, su antiguo condiscípulo… sabes todo lo que podría decirte, querida Lois, ¡Dios te bendiga!
Lois hizo promesa solemne y cumplió su palabra estrictamente. Todo fue más fácil porque Hugh Lucy fue a verla y le confesó en una gran explosión de amor su ardiente compromiso, las acaloradas disputas con su padre, su impotencia en el presente, sus esperanzas y sus propósitos para el futuro. Y, mezcladas con todo esto, formuló amenazas tan atroces y expresiones de vehemencia tan descontrolada que Lois creyó que si seguía en Barford sería un motivo de discordia entre padre e hijo, mientras que su ausencia podría calmar las cosas hasta que el rico molinero transigiese o (le oprimía el corazón pensar en la otra posibilidad)… o el amor de Hugh se enfriara y el amado compañero de juegos de su infancia aprendiese a olvidar. De lo contrario, si podía confiarse en que Hugh fuese fiel a lo que decía, Dios le permitiría cumplir su propósito de ir a buscarla antes de que transcurriesen muchos años. Todo estaba en manos de Dios; y era lo mejor, pensó Lois Barclay.
La sacó del trance de recuerdos el capitán Holdernesse, el cual, habiendo dado las órdenes e instrucciones necesarias a su segundo de a bordo, se acercó a ella y, tras elogiarla por su serena paciencia, le dijo que la llevaría ya a casa de la viuda Smith, un lugar decente donde él y muchos otros marineros de categoría solían alojarse en su estancia en la costa de Nueva Inglaterra. Le contó que la viuda Smith tenía una sala para sus hijas y para ella, en la que Lois podría acomodarse mientras él atendía los asuntos que, como ya le había dicho, le retendrían en Boston un par de días, antes de que pudiese acompañarla a Salem a casa de su tío. Todo esto ya lo habían hablado en el barco; pero, a falta de otros temas de conversación, el capitán Holdernesse se lo repitió en el camino. Era su forma de demostrar que comprendía la emoción que le llenó sus ojos grises de lágrimas cuando la joven se levantó en el muelle al oírle. En su fuero interno se decía: «¡Pobre muchacha! ¡Pobre muchacha! Es una tierra extraña para ella y no conoce a nadie y, lo admito, tiene que sentirse desolada. Procuraré animarla». Así que le habló de los problemas de la vida que le aguardaba hasta que llegaron a la posada de la viuda Smith; y tal vez Lois se animase más con aquella conversación y las ideas nuevas que le planteaba que con la más tierna simpatía femenina.
–Son gente extraña, estos habitantes de Nueva Inglaterra –dijo el capitán Holdernesse–. Son raros con la oración, se pasan la vida de rodillas. No están tan ocupados en un nuevo país, de lo contrario tendrían que rezar como yo, con un «¡Levar anclas!» entre plegaria y plegaria y un cabo cortándome como fuego la mano. El práctico quería que nos reuniéramos todos a dar gracias por haber tenido un buen viaje y habernos salvado felizmente de los piratas; pero le dije que yo siempre doy gracias en tierra firme, después de fondear el barco. Los colonos franceses, además, han jurado venganza por la expedición contra Canadá y aquí andan todos rugiendo como infieles por la pérdida de su Carta25, al menos todo lo que puede rugir la gente piadosa. Éstas son las noticias que me ha contado el práctico; pues, a pesar de lo mucho que quería que diéramos las gracias en vez de fondear, está muy abatido por la situación del país. ¡Ya hemos llegado! ¡Ahora anímate y demuestra a los piadosos lo que es una preciosa muchacha risueña del condado de Warwick!
Cualquiera hubiese sonreído ante el recibimiento de la viuda Smith. Era una mujer guapa y maternal, y vestía a la última moda inglesa de hacía veinte años entre la clase a la que pertenecía. Pero su rostro agradable desmentía de algún modo su atuendo; aunque fuese tan pardo y de colorido sobrio como el que más, la gente lo recordaba brillante y vistoso porque formaba parte de la viuda Smith.
Besó a la joven desconocida en ambas mejillas antes de saber exactamente quién era, sólo porque era forastera y parecía triste y desamparada; y luego volvió a besarla porque el capitán Holdernesse la confió a sus buenos oficios. Y así, tomó a Lois de la mano y la hizo pasar a la rústica y sólida casa de troncos por la puerta de la que colgaba una gran rama, a modo de letrero de posada para viajeros. Pero la viuda Smith no recibía a todos los hombres. Era muy fría y reservada con algunos, sorda a todos los requerimientos menos a uno: en qué otro sitio podrían encontrar alojamiento. A éste daba pronta respuesta, despidiendo rápidamente al huésped inoportuno. Y se guiaba en estos asuntos por el instinto: le bastaba mirar al individuo a la cara para saber si debía aceptarlo o no como huésped en la misma casa que sus hijas; y su pronta decisión en tales cuestiones le confería cierta autoridad que nadie osaba desobedecer, máxime teniendo como tenía vecinos fieles que la respaldaban si la sordera en primer lugar y la voz y el gesto en segundo no bastaban para despedir al presunto huésped. La viuda Smith elegía a sus clientes por su aspecto físico, no por la apariencia de sus circunstancias materiales. Quienes se alojaban una vez en su posada, volvían siempre; pues poseía el don de que todos se sintieran como en casa bajo su techo. Sus hijas Prudence y Hester tenían algunos de los dones de su madre, aunque no en el mismo grado de perfección. Ellas razonaban un poco sobre el aspecto del desconocido, en vez de reconocer al momento si les gustaba o no; atendían a las indicaciones de calidad y corte del atuendo como referentes de su posición social. Eran más reservadas que su madre, vacilaban más, carecían de su pronta autoridad, de su poder feliz. No hacían el pan tan ligero, se les dormía a veces la nata cuando tendría que convertirse en mantequilla, y no siempre preparaban el jamón «igual que los del viejo país», como decían que lo hacía su madre; pero eran jóvenes bondadosas, disciplinadas y amables, y se levantaron para saludar a Lois con un cordial apretón de manos cuando entró su madre con la joven, a quien rodeaba con un brazo por la cintura, en la estancia privada que ella llamaba salón. El aspecto de la habitación extrañó a la joven inglesa. Se veían los troncos de los que estaba construida la casa aquí y allá entre la argamasa, aunque delante de la argamasa y de los troncos colgaban pieles de animales raros, que habían regalado a la viuda muchos comerciantes, lo mismo que sus huéspedes marineros le llevaban otra clase de regalos (conchas, sartas de cuentas de concha, huevos de aves marinas y objetos del viejo país). La habitación más parecía un pequeño museo de historia natural de aquel entonces que un salón; despedía un olor extraño, peculiar, pero no desagradable, y atenuado en cierto grado por el humo del enorme tronco de pino que se consumía en la chimenea.
En cuanto su madre les dijo que el capitán Holdernesse estaba en el recibidor, las hermanas empezaron a recoger la rueca y las agujas de punto y a preparar algo de comer. Lois las observó distraída, sin saber qué clase de comida era. Primero dejaron fermentar la masa para las tortas; luego sacaron de una rinconera (regalo de Inglaterra) una enorme botella cuadrada de un cordial llamado Golden Wasser;26 luego, un molinillo de chocolate (manjar sumamente raro en todas partes entonces); luego, un gran queso de Cheshire. Prepararon tres rodajas de venado para asar, cortaron fiambre de cerdo que rociaron con melaza, un pastel grande parecido a un bizcocho de frutos secos, pero al que las hermanas llamaban «pastel de calabaza», pescado fresco y salado a la brasa, ostras de distintas formas. Lois pensó que no iban a acabar nunca de sacar comida para agasajar a los forasteros del viejo país. Por fin lo colocaron todo en la mesa, las viandas calientes, humeantes; pero todo se había quedado frío, por no decir helado, cuando el señor Hawkins (un anciano vecino de gran prestigio, a quien la viuda Smith había invitado para que se enterara de las noticias) terminó la bendición, a la que incorporó una acción de gracias por el pasado y oraciones por la vida futura de todos los presentes, según las circunstancias de cada uno, en la medida en que el anciano podía deducirlas de su apariencia. No habría terminado tan pronto su bendición de no haber sido por el golpeteo un tanto impaciente en la mesa del mango del cuchillo con que el capitán Holdernesse acompañó la segunda parte de las palabras del anciano. Todos se habían sentado a la mesa demasiado hambrientos para hablar mucho; pero, cuando calmaron un poco el apetito, aumentó su curiosidad y todos tenían mucho que contar y mucho que oír. Lois estaba bastante al día de las noticias de Inglaterra; pero escuchó con natural atención cuanto se dijo sobre el nuevo país y las gentes nuevas entre quienes iba a vivir. Su padre había sido jacobita, que así habían empezado a llamar a los partidarios de los Estuardo. Y también había sido partidario del arzobispo Laud27, por lo que sabía poco de las costumbres y razones de los puritanos hasta entonces. El anciano Hawkins era de los más estrictos entre los estrictos, y su presencia intimidaba bastante a las dos hijas de la casa. Pero la viuda era una persona privilegiada; su reconocida bondad (cuyos efectos habían experimentado muchos) le concedía la libertad de hablar que se negaba tácitamente a otros, que se exponían a que los consideraran impíos si sobrepasaban ciertos límites convencionales. Y el capitán Holdernesse y su segundo siempre decían lo que pensaban delante de quien fuese. Así que, en este primer contacto con Nueva Inglaterra, Lois no pudo apreciar bien las peculiaridades de los puritanos, aunque sí lo suficiente para sentirse muy sola y extraña.
El primer tema de conversación fue el estado actual de la colonia (Lois reparó en ello en seguida, aunque al principio la desconcertó la frecuente alusión a topónimos que asociaba lógicamente a la vieja Inglaterra). La viuda Smith dijo:
–En el condado de Essex han ordenado a la gente formar cuatro patrullas de exploradores o compañías de milicianos; seis personas en cada una, para que hagan guardia, por los indios salvajes que andan siempre por el bosque ¡como animales furtivos que son! Yo me asusté tanto en la época de la primera cosecha después de llegar a Nueva Inglaterra que sigo soñando con los indios pintados casi veinte años después de lo de Lothrop28, con sus cabezas rapadas y sus pinturas de guerra, acechando detrás de los árboles y acercándose sigilosamente.
–Sí –dijo una de sus hijas–. ¿Y te acuerdas de lo que nos contó Hannah Benson, madre? Su marido había talado todos los árboles que había cerca de su casa en Deerbrook para que no se pudiera acercar nadie sin ser visto. Y un día, al oscurecer, estaba en vela (toda la familia se había acostado, y su marido había ido a Plymouth por negocios), y vio un tronco del bosqu...

Índice

  1. Cubierta
  2. Nota al texto
  3. Desapariciones
  4. La historia de la vieja niñera
  5. La historia del caballero
  6. La Clarisa pobre
  7. La maldición de los Griffiths
  8. La bruja Lois
  9. La rama torcida
  10. Curioso, de ser cierto
  11. La mujer gris
  12. Notas
  13. Créditos
  14. Alba Editorial