XIII. El coronel Weatherhead y la señora Bold
Lo primero que hizo la señora Featherstone Hogg al volver a Silverstream fue llamar al coronel Weatherhead. Simmons contestó al teléfono y la informó de que el coronel estaba ausente.
–¿Cuándo vuelve? –preguntó la señora Featherstone Hogg.
–No tengo la menor idea, señora.
–¿Dónde ha ido? ¿A Londres?
–No, no, señora… creo que está en casa de la señora Bold.
La señora Featherstone Hogg colgó. ¡Qué fastidio! Ese hombre nunca estaba en casa cuando lo necesitaba. Imaginó que habría ido a hablar del asunto con la señora Bold. Parecía natural, pero ¿no era al mismo tiempo un tanto… bueno… una falta de tacto? En El perturbador de la paz, el comandante Waterfoot se declaraba a la señora Mildmay, aunque, según algunos, la seducía; era un detalle que seguramente colocaba a los prototipos en una posición muy delicada. Habría sido preferible que se evitaran el uno al otro, al menos hasta que pasara la primera tirantez; es lo que habría hecho cualquiera en su lugar. De todos modos, siempre había gente rara y no todo el mundo era tan susceptible como ella en estos particulares; en cualquier caso, si querían aclarar algo entre ellos, que se las compusieran solos, no tenía por qué afectarla a ella. Se le ocurrió hacer una visita a Dorothea y encontrarse allí con el coronel; lo hablarían entre los tres y decidirían lo que había que hacer.
Ordenó que fuera el coche a recogerla inmediatamente después del almuerzo. Acababan de llegar de Londres y el chófer había empezado a limpiarlo, pero a la señora Featherstone Hogg le dio exactamente igual. Los coches existían para prestar un servicio y los chóferes estaban para llevarla cuando quisiera y donde quisiera. Empezó a llover y al chófer no le hizo ninguna gracia.
Nótese que la señora Featherstone Hogg no había renunciado, ni muchísimo menos, a la campaña contra John Smith. La denuncia por difamación no era viable, definitivamente; Edwin se había puesto muy terco. Cuando salieron del despacho del señor Spark, nada más subir al coche le dijo que no quería oír una palabra más del asunto, y ella acató la decisión de su marido. No le quedó más remedio, prefirió ceder, después de la extraña y repentina actitud que había adoptado con respecto al testamento. A ella le convenía que el testamento siguiera exactamente como estaba: sería heredera universal, sin ninguna clase de restricción, ¿por qué alterarlo, entonces?
Agatha no deseaba perder a Edwin: por lo general era muy dócil y no molestaba nada, nunca se inmiscuía en sus cosas y le daba una asignación generosa; pero todos tenemos que morir algún día, Edwin era veinte años mayor que ella y además padecía del corazón. Era lógico suponer que se iría al otro mundo antes que ella, pero se sobrepondría a la pérdida con más entereza si contaba con el consuelo del capital íntegro de Edwin, hasta el último penique, sin restricciones estúpidas sobre segundas nupcias ni ninguna otra cosa…
Después de recapacitar a fondo, le pareció que era más conveniente no insistir en la querella por difamación. Era poco probable que Edwin tomara medidas verdaderamente drásticas, pero cabía alguna posibilidad: no parecía el mismo desde la tempestuosa entrevista con el señor Spark. Bien, no pondría la denuncia, pero no por eso iban a quedar impunes los delitos de ese John Smith. Había que pensar en otra cosa, era necesario resolver como fuera el misterio de la autoría del libro y castigar al escritor.
Antes de ir a ver a Dorothea Bold, llamó por teléfono al señor Bulmer y hablaron largo y tendido de El perturbador de la paz. El señor Bulmer le dijo que estaba solo en casa porque había mandado a Margaret y a los niños a pasar una temporada en Devonshire, en casa de la familia de su mujer. Añadió que le parecía lo más sensato. La señora Featherstone Hogg alabó su sentido de la previsión. Ninguno de los dos dijo por qué le parecía sensato exiliar a Margaret de Silverstream en ese momento, pero ambos sabían que era porque el señor Bulmer no deseaba que su mujer leyera El perturbador de la paz ni que oyera hablar de la novela a los vecinos del pueblo. La señora Featherstone Hogg pensó que tendría que haber alejado a Edwin antes de que lo hubiera contaminado el libro y soltó un suspiro profundo.
–Entonces ¿qué va a hacer? –preguntó el señor Bulmer–. ¿Va a ponerle una querella por difamación?
La señora Featherstone Hogg contestó que definitivamente no, porque las leyes de Inglaterra se hallaban en un estado de decadencia tal que una debía tomarse la justicia por propia mano, pero que había pensado convocar una reunión en su casa con todos los afectados por El perturbador de la paz, y le preguntó si le parecía un buen plan.
Al señor Bulmer le pareció un buen plan.
La señora Featherstone Hogg dijo que seguramente dilucidarían entre todos el misterio de John Smith: uno sabría un detalle, otro descubriría una pista y entre todos desenmascararían al impostor.
El señor Bulmer creía que era posible.
La señora Featherstone Hogg siguió diciendo que le comunicaría la fecha, aunque probablemente sería el jueves, así le daría tiempo a convocar a todo el mundo. Además ese día la gente trabajaba solo media jornada en Silverstream y, por lo tanto, la señora Goldsmith también podría asistir. Tenía entendido que a ella también le había irritado mucho El perturbador de la paz.
A estas alturas, el señor Bulmer estaba harto de la conversación, contestó brevemente que el jueves por la tarde le parecía bien y colgó.
La señora Featherstone Hogg se dirigió al coche, que llevaba veinte minutos esperándola en la puerta.
–A casa de la señora Bold –dijo lacónicamente.
Le agradaba la idea de la reunión. Fue una inspiración. Se le ocurrió de repente, cuando hablaba con el señor Bulmer. A menudo las grandes inspiraciones llegaban a sus afortunados receptores repentina e inesperadamente. Seguro que, juntando toda la materia gris de Silverstream, averiguarían la verdadera identidad de John Smith. Estaba completamente obsesionada con el asunto, le atacaba los nervios, no podría descansar hasta dar con el autor. En cuanto supieran quién era, podrían decidir qué hacer, según de quién se tratara. Sabrían si era un hombre al que se podría aterrorizar, marginar o fustigar. Como mínimo lo obligarían a disculparse y lo expulsarían de Silverstream. Se aplicaría un castigo a medida del criminal. Creía que la persona idónea para fustigar era el coronel Weatherhead, si es que era ése el castigo que correspondía. Tenía ciertas dudas sobre el significado exacto de «fustigar», pero seguro que el coronel Weatherhead lo conocía.
Llegó por fin a su destino. El Daimler no pudo entrar en Mi Refugio porque el sendero estaba levantado. Había un hoyo grande justamente en medio del camino de entrada a la casa de Dorothea, y alrededor unos cuantos hombres en mono de trabajo fumaban en pipa de barro y hablaban del hoyo. El único que no fumaba ni hablaba era el que estaba en el agujero, hundido hasta el pecho; éste se limitaba a oír lo que decían los demás. Había dos picos y varias palas en las inmediaciones, en el suelo o contra la verja; volvía a llover y salía un olor muy desagradable…
La señora Featherstone Hogg sacó un pañuelo y aspiró delicadamente, estaba perfumado de Rose d’Amour y sirvió eficazmente de barrera contra el otro olor, mucho más apestoso, que salía del hoyo del camino de entrada de Dorothea.
Como no paraba de llover, la señora Featherstone Hogg optó por mandar al chófer a la casa con un mensaje para Dorothea. No tenía sentido salir al barro y a la lluvia y echar a perder los zapatos si Dorothea no estaba en casa y no podía recibirla. Estaba explicándoselo al chófer cuando los hombres del hoyo entraron súbitamente en acción. Cogieron picos y palas y se pusieron a romper el suelo con fiereza. El que estaba en el hoyo dejó de escuchar, porque ya no había nada que oír, claro está, y empezó a lanzar paladas de tierra desde las profundidades de la fosa.
La señora Featherstone Hogg se preguntó a qué venía tan repentino ataque de laboriosidad; entonces vio que el coronel Weatherhead salía de la casa y se acercaba a ellos. Llevaba una gabardina Burberry muy sucia y una gorra escocesa. Se detuvo, habló con el capataz y escudriñó el hoyo. La señora Featherstone Hogg no oyó lo que decía, pero al parecer estaba dándoles instrucciones. ¿Qué pintaba allí el coronel Weatherhead? No era su casa. El desagüe, porque, desafortunadamente, no había duda de que se trataba de la tubería del desagüe, tampoco era suyo, sino de Dorothea. Pero, bueno, ¿es que no podía hacerse cargo ella sola de sus desagües?
El coronel terminó de hablar con el capataz, levantó la cabeza y vio el coche; la señora Featherstone Hogg lo saludó por la ventanilla. No le hizo ninguna gracia ver a quien vio, pero esta vez no tenía escapatoria: no tenía a mano ningún cobertizo en el que esconderse. Así pues, se acercó al coche y saludó a la ocupante con una particular falta de entusiasmo.
–¿Ha leído el libro? –preguntó la señora Featherstone Hogg con impaciencia–. Entre un momento en el coche... Hace mucho frío con la puerta abierta.
–Estoy muy mojado –objetó el coronel.
–No se preocupe. Entre. Quiero hablar con usted.
El coronel Weatherhead entró a regañadientes y la puerta se cerró.
–Bueno, ¿lo ha leído? –insistió la señora Featherstone Hogg en tono exigente–. ¿Y qué opina?
–Es delicioso –contestó el coronel–; hacía mucho tiempo que no leía algo tan entretenido.
–¿Delicioso? ¿Entretenido?
–Y real como la vida misma –añadió el coronel–. Ese sujeto, el soldado… Rivers, o algo así… es el vivo retrato de un tipo al que conocí en la India… ¡Ja, ja!… ¡Qué gracia me hizo cuando lo leí! Hacía años que no me reía tanto con un libro.
–Pero ¡si es usted! –exclamó, atónita, la señora Featherstone Hogg–. ¿Es que no ve que es usted? ¿No ve que lo calumnia, que lo deja en ridículo? ¡Es su caricatura!
–¿Mi caricatura?
–Sí, por supuesto –dijo la señora Featherstone. ¡Dios mío, qué corto era el pobre!
–Pero ¿por qué voy a ser yo? –preguntó el coronel Weatherhead–. Es decir, no conozco al autor que lo escribió…
–Aunque usted no sepa quién es, él lo conoce muy bien… ¿No se da cuenta de que todo el libro trata de Silverstream?... Es una caricatura infame de nuestro pueblo, un ataque indignante contra gente inocente.
–¡Qué bobada! –dijo el coronel.
–¿Es que no se ha dado cuenta? –insistió la señora airadamente.
–No, no me he dado cuenta. De todos modos, ¿quién es cada personaje? ¿Quién es la señora Thingumbob… la mujer con la que se compromete el soldado?
–Dorot...