Una historia aburrida
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Una historia aburrida

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Un viejo catedrático de Medicina de la Universidad de Moscú hace, en los meses previos a su muerte, balance de su vida, sin encontrar nada en ella que le satisfaga. Chéjov, en uno de sus mayores y más brillantes análisis de un caso de hundimiento en la melancolía.

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Información

Año
2014
ISBN
9788490650943
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
I
Vive en Rusia un profesor emérito llamado Nikolái Stepánovich de Tal y Tal, consejero privado y caballero; tiene tantas condecoraciones, rusas y extranjeras, que, cuando se ve en la tesitura de ponérselas, los estudiantes lo llaman «el iconostasio». Todos sus conocidos pertenecen a lo más granado de la aristocracia; al menos en los últimos veinticinco o treinta años no ha habido en Rusia un erudito ilustre al que no haya tratado durante algún tiempo. Ahora no tiene con quién relacionarse, pero, si echamos la vista atrás, la larga lista de sus amigos célebres incluye nombres como Pirogov, Kavelin y el poeta Nekrásov1, que lo honraron con su sincera y cálida amistad. Es miembro de todas las universidades rusas y de tres extranjeras. Etcétera, etcétera. Todo eso, y muchas cosas más que podrían decirse, constituye lo que se llama mi nombre.
Mi nombre es famoso. En Rusia lo conoce cualquier persona educada, mientras en el extranjero se le agregan los calificativos de «distinguido» y «honorable» cuando se lo menciona desde la cátedra. Es uno de los escasos nombres afortunados cuyo menosprecio o mención vana, ya sea en público o en la prensa, se considera una señal de mala educación. Y así debe ser. Pues mi nombre está íntimamente ligado al concepto de persona célebre, de grandes dotes e indudable utilidad. Soy un hombre hacendoso y perseverante, lo que es importante, y tengo talento, lo que es más importante aún. Además, dicho sea de paso, soy educado, modesto y honrado. Jamás he metido la nariz en la literatura ni en la política, no he buscado la popularidad polemizando con ignorantes, no he pronunciado discursos en banquetes o ante la tumba de mis colegas… En suma, mi nombre académico no presenta ninguna mancha ni tiene motivo de queja. Es afortunado.
El portador de tal nombre, es decir, yo mismo, es un hombre de sesenta y dos años, calvo, con dentadura postiza y un tic incurable. Mi persona es tan anodina y poco agraciada como brillante y luminoso mi nombre. Mi cabeza y mis manos tiemblan de debilidad; mi cuello, como el de una heroína de Turguénev, se parece al mango de un contrabajo; tengo el pecho hundido y soy estrecho de hombros. Cuando hablo o dicto una lección, mi boca se tuerce hacia un lado; cuando sonrío, todo mi rostro se recubre de inertes arrugas seniles. No hay nada imponente en mi lamentable figura; sólo cuando me viene el tic mi cara adquiere una expresión peculiar, que debe despertar en cualquiera que me mire esta grave y dramática consideración: «Por lo visto, este hombre está a un paso de la tumba».
Mis conferencias siguen siendo interesantes; como antaño, soy capaz de concitar la atención del auditorio por espacio de dos horas. Mi fervor, mi dominio del lenguaje y mi sentido del humor llegan a enmascarar casi por entero los defectos de mi voz, seca, estridente y melodiosa como la de una santurrona. En cambio, escribo mal. Esa pequeña parte de mi cerebro que preside la facultad de escribir se niega a cumplir su función. Mi memoria se ha debilitado, mis pensamientos adolecen de cierta incoherencia y, cuando trato de fijarlos en el papel, siempre tengo la impresión de haber perdido el sentido de su vínculo orgánico, y la construcción resulta monótona y las frases, torpes y esquemáticas. A menudo no escribo lo que quiero; cuando llego al final, ya no me acuerdo del principio. A menudo olvido palabras corrientes, y siempre que redacto una carta me veo obligado a gastar muchas energías para evitar frases superfluas e incisos innecesarios, detalles ambos que testimonian una franca decadencia de mi capacidad intelectual. Lo curioso es que, cuanto más sencilla es la carta, más tortuoso es el esfuerzo que tengo que hacer para escribirla. Me siento mucho más cómodo y ágil redactando un artículo científico que pergeñando una carta de felicitación o una memoria. Y una cosa más: me resulta más fácil escribir en alemán o en inglés que en ruso.
En lo que respecta a mi modo actual de vida, ante todo debo mencionar el insomnio que padezco en los últimos tiempos. Si alguien me preguntase cuál es en estos momentos el rasgo principal y fundamental de mi existencia, respondería que el insomnio. Siguiendo una vieja costumbre, sigo desvistiéndome y acostándome a las doce en punto, como antaño. No tardo en dormirme, pero después de la una me despierto con la sensación de no haber dormido nada. Me veo obligado a levantarme de la cama y a encender la lámpara. Durante una hora o dos recorro la habitación de un extremo al otro, contemplando unos cuadros y fotografías que conozco ya al detalle. Cuando me canso de andar, me siento a mi escritorio y me quedó allí inmóvil, sin pensar en nada, sin albergar ningún deseo; si hay un libro sobre la mesa, lo acerco maquinalmente y lo leo sin ningún interés. De ese modo, no hace mucho, me leí en una sola noche una novela entera que tenía este extraño título: Lo que cantaba la golondrina. O bien, para ocuparme en algo, me fuerzo a contar hasta mil, o me imagino la cara de alguno de mis colegas y trato de recordar en qué año y en qué circunstancias inició su actividad docente. Me gusta prestar oídos a los sonidos. A veces, dos habitaciones más allá, mi hija, Liza, pronuncia unas palabras en sueños, o mi mujer atraviesa la sala con una vela encendida, y sin falta se le cae la caja de cerillas, o chirría la puerta de un armario agrietado, o de pronto chisporrotea el quemador de la lamparilla, y todos esos rumores por alguna razón me intranquilizan.
No dormir por la noche significa darse cuenta a cada instante de la propia anormalidad; por eso espero con impaciencia la mañana y el día, cuando tengo derecho a no dormir. Pero pasan muchas horas angustiosas antes de que el gallo cante en el patio. Es el primero en anunciarme la buena nueva. Tan pronto como cacarea, sé que al cabo de una hora el portero se despertará abajo y subirá por la escalera, enfadado y sin dejar de toser. Luego, más allá de las ventanas, el aire empezará poco a poco a aclararse, se oirán voces en la calle…
La jornada comienza con la llegada de mi mujer. Aparece en enaguas, despeinada, pero ya lavada, oliendo a agua de colonia, con aire de haber entrado por casualidad, y todos los días me dice lo mismo:
–Perdona, es sólo un momento… ¿Tampoco has dormido esta noche?
Luego apaga la lamparilla, se sienta junto al escritorio y empieza a hablar. Aunque no soy profeta, sé por anticipado de qué asunto va a ocuparse. Cada mañana la misma historia. Por lo común, después de preguntar inquieta por mi salud, menciona de pronto a nuestro hijo, oficial destinado en Varsovia. Después del 20 de cada mes, le enviamos cincuenta rublos: tal es el tema principal de nuestra conversación.
–Desde luego es una carga para nosotros –comenta mi mujer con un suspiro–, pero, mientras no tenga una posición firme, nuestra obligación es ayudarlo. El muchacho está en un país extranjero, el sueldo es bajo… En cualquier caso, si quieres, el mes que viene le enviaremos cuarenta rublos en vez de cincuenta. ¿Qué te parece?
La experiencia diaria debería haberla convencido de que los gastos no disminuyen por el solo hecho de hablar a menudo de ellos, pero mi mujer no tiene en cuenta la experiencia y cada mañana me habla con pelos y señales de nuestro oficial, de que el pan, gracias a Dios, ha bajado de precio, mientras el azúcar se ha encarecido dos kopeks, y todo eso con el aire de estarme comunicando una novedad.
Yo la escucho, asiento maquinalmente, y, acaso por no haber dormido en toda la noche, se apoderan de mí unos pensamientos extraños e inútiles. Me la quedo mirando, presa de un asombro infantil. Y me pregunto perplejo: ¿es posible que esa anciana tan gorda y desgarbada, con esa obtusa expresión de preocupación por cuestiones menudas y de temor por un mendrugo de pan, con la mirada velada por incesantes pensamientos de deudas y apuros, que sólo sabe hablar de gastos y sólo sonríe cuando bajan los precios, es posible que esa mujer sea la esbelta Varia de antaño, de la que me enamoré apasionadamente por su despierta y clara inteligencia, su pureza de alma, su hermosura y, como en el caso de Otelo y Desdémona, porque «se compadecía» de mis conocimientos? ¿Es posible que sea esa misma Varia que una vez me dio un hijo?
Contemplo de hito en hito el rostro de esa anciana gruesa y desmañada, buscando a mi Varia, pero lo único que queda de la mujer de antaño es su preocupación por mi salud y la costumbre de referirse a mi sueldo como «nuestro sueldo», a mi gorra como «nuestra gorra». Me da pena mirarla y, para consolarla un poco, le permito que diga cuanto se le antoje, y hasta guardo silencio cuando expresa opiniones injustas sobre la gente o me reprocha que no dé clases particulares ni publique manuales.
Nuestra conversación termina siempre de la misma manera. Mi mujer se da cuenta de pronto de que todavía no he bebido mi taza de té y se asusta.
–Pero ¿qué hago aquí sentada? –dice, poniéndose en pie–. Hace tiempo que el samovar está sobre la mesa y yo sigo aquí charla que te charla. ¡Señor, que desmemoriada me he vuelto!
Se dirige con premura a la puerta y se detiene allí para decirme:
–Debemos cinco meses a Yegor. ¿Lo sabes? ¡Cuántas veces te he dicho que no hay que olvidarse de pagar a la servidumbre! ¡Es mucho más fácil desembolsar diez rublos al mes que cincuenta cada cinco meses!
Una vez traspasado el umbral, se detiene de nuevo y añade:
–Nadie me da tanta pena como nuestra pobre Liza. La muchacha estudia en el conservatorio, frecuenta a la buena sociedad y va vestida Dios sabe cómo. Lleva un abrigo con el que da vergüenza hasta salir a la calle. No tendría importancia si fuera hija de otra persona, pero ¡todo el mundo sabe que su padre es un famoso profesor, un consejero privado!
Y, después de haberme reprochado mi rango y mi posición, desaparece de una vez. Así comienza mi jornada. Y la continuación no es mejor.
Mientras bebo el té, viene a verme Liza, con el abrigo puesto, el gorrito y las partituras, ya preparada para ir al conservatorio. Tiene veintidós años, aunque no los aparenta; es bonita y se parece algo a mi mujer cuando era joven. Me besa con ternura en la sien y en la mano y dice:
–Buenos días, papá. ¿Te encuentras bien?
De niña le gustaba mucho el helado y tenía que llevarla a menudo a la confitería. En su caso, el helado era la medida de todo lo bueno. Si quería halagarme, me decía: «Papá, eres un helado de nata». Uno de sus dedos se llamaba «pistacho», otro «nata», un tercero «frambuesa», etc. Por lo común, cuando venía a saludarme por la mañana, la sentaba en mis rodillas y, besando sus dedos, decía:
–Nata… pistacho… limón…
Y también ahora, en recuerdo de aquellos tiempos, le beso los dedos a Liza y murmuro: «Pistacho… frambuesa… limón», pero mi actitud es muy distinta. Me muestro frío como un helado y me avergüenzo. Cuando mi hija entra en la habitación y me roza la sien con sus labios, me estremezco como si me hubiera picado una abeja, sonrío forzado y vuelvo la cara. Desde que padezco insomnio, no dejo de darle vueltas a una cuestión: mi hija ve a menudo que yo, viejo y famoso, me sonrojo violentamente porque debo dinero a mi criado; ve cuán a menudo las preocupaciones por deudas menudas me obligan a dejar de lado mi trabajo y a recorrer la habitación de un rincón al otro durante horas, sumido en reflexiones. ¿Por qué en tales casos no ha venido nunca a verme, a espaldas de su madre, y me ha susurrado: «Papá, aquí tienes mi reloj, mis brazaletes, mis pendientes, mis vestidos… Cógelo todo, necesitas dinero…»? ¿Por qué, aun viendo cómo su madre y yo, sometiéndonos a convenciones falsas, tratamos de ocultar nuestra pobreza, no renuncia al costoso placer de estudiar música? No aceptaría su reloj ni sus brazaletes ni ningún otro sacrificio, Dios es testigo: no es eso lo que quiero.
Todo esto me trae a la cabeza a mi hijo, oficial destinado en Varsovia. Es un hombre inteligente, honrado y sobrio. Pero eso no basta para mí. Tengo la impresión de que, si yo tuviese un padre anciano y supiese que en ciertos momentos se avergüenza de su pobreza, dejaría mi puesto de oficial a cualquier otro y me ganaría la vida como un obrero. Tales pensamientos sobre mis hijos envenenan mi existencia. ¿Qué sentido tienen? Sólo un hombre estrecho de miras o amargado puede albergar rencor por personas normales por la simple razón de que no son héroes. Pero dejémoslo.
A las diez menos cuarto debo ir a dictar una lección ante mis queridos alumnos. Me visto y recorro una calle que conozco desde hace ya treinta años y que tiene, para mí, su propia historia. Ahí está el enorme edificio gris que alberga la farmacia; allí se alzaba en otros tiempos una casita con una cervecería donde más de una vez reflexioné sobre mi tesis y escribí mi primera carta de amor a Varia. La escribí a lápiz, en una hoja con el siguiente encabezamiento: Historia morbi2. Ahí está la tiendecita de ultramarinos; antes era propiedad de un judío que me vendía cigarrillos a crédito, luego la adquirió una mujer gruesa que quería a los estudiantes porque «todos tienen una madre»; ahora la regenta un comerciante pelirrojo, un hombre bastante indiferente a cuanto le rodea, que bebe té de una tetera de cobre. Y ya nos encontramos ante las sombrías puertas de la universidad, que llevan mucho tiempo sin remozarse; un portero de aire aburrido, embutido en una pelliza de piel de cordero, una escoba, montones de nieve… A un muchacho recién llegado de la provincia, que se imagina que el templo de la ciencia es un templo de verdad, esas puertas no pueden causarle una buena impresión. En general, la vetustez de los edificios universitarios, la oscuridad de los pasillos, el hollín de las paredes, la iluminación insuficiente, el aire sombrío de las escaleras, las perchas y los bancos desempeñan, en la historia del pesimismo ruso...

Índice

  1. Cubierta
  2. Nota al texto
  3. Una historia aburrida
  4. Notas
  5. Biografía
  6. Créditos
  7. Alba