VII: Visitas: sobrenaturales y de las otras
Cuando el señor Abbott fue a ver la casa que había elegido su mujer se quedó completamente horrorizado. La veía tal como era, no como podía ser. Se dio la desafortunada coincidencia de que el día estaba húmedo, muy oscuro y frío, para esa época del año. La lluvia golpeaba las altas ventanas sin cortinas. La tirillas despegadas de papel pintado se agitaban desoladoramente contra las paredes. Había humedad en el ambiente y todas las habitaciones olían a rancio; se veían telarañas en todas partes, las paredes tenían desconchones y caían finos copos grises de yeso del techo. La verdad es que Barbara habría acertado dejando la visita de Arthur a la Casa del Arco para un día más soleado y seco, pero ni siquiera se le pasó por la cabeza. Estaba tan entusiasmada con la casa que no tenía la menor duda respecto a la reacción de su marido.
Barbara le había contado tales maravillas de la casa que no estaba preparado para lo que veía, y por eso le decepcionó indeciblemente, mejor dicho, le horrorizó tanto que no hay palabras para describirlo. Se había imaginado una casa cómoda y acogedora, pero solo veía ruinas. Desconsolado, pensó que su mujer debía de estar loca. Y lo corroboró cuando ella abrió la puerta de un cuartito oscuro y lleno de polvo que había al lado de la sala de estar y le presentó su estudio.
–Aquí puedes poner todos tus libros… quedará muy acogedor, ¿verdad? –le dijo, mirando la desolada estancia con una expresión emocionada en los ojos–. Siempre has querido tener tu propio estudio, ¿a que sí?
–Es bastante… oscuro –replicó él con debilidad.
–Es por el árbol que hay enfrente de la ventana –dijo ella–. Lo talaremos, no te preocupes. Las araucarias son horrendas, así que no se pierde gran cosa.
–No sé si no habrá ratas –dijo el señor Abbott con la esperanza de asustarla.
–¡Es que las hay! –dijo ella con desenfado–. Hay ratas. Me lo dijo el señor Tyler cuando volví a su despacho. Pero es fácil deshacerse de ellas: se las envenena y se acabó.
En honor a la verdad, hay que decir que Barbara no se daba cuenta de que a Arthur no le gustaba la casa. Estaba tan encantada que no se le había ocurrido que alguien pudiera opinar otra cosa. Y Arthur no se atrevía a decirlo; todavía se acordaba de la reacción tan extraña que había tenido Barbara cuando insinuó que podían quedarse en Sunnydene. Se había alarmado bastante, mucho, en realidad. En lo más hondo de sus pensamientos tenía un temor, un temor sin palabras, casi inconsciente: el temor de que, si no le gustaba esa casa (que, evidentemente, a Barbara la había hechizado), se la compraría ella por su cuenta, con los beneficios de sus libros, y a él lo dejaría en Sunnydene para siempre. Por ese motivo protestaba tan débilmente… hasta el punto de que Barbara no llegó a darse cuenta.
Lo paseó por toda la casa enseñándole los encantos de cada parte con entusiasmo y orgullo, y después lo arrastró hasta el despacho de los abogados. El señor Abbott la siguió abatido. Veía que su mujer tenía intención de comprar la casa a toda costa. Solo le quedaba la esperanza de que no lo demostrase mucho durante las negociaciones. Pero en ese aspecto podía respirar tranquilo, porque Barbara no era tonta. Quería adquirir la Casa del Arco, pero sería absurdo pagar un precio exorbitante por ella y, cuanto menos pagaran, más les quedaría para invertir en arreglarla.
Evidentemente, el señor Tupper se había recuperado de su indisposición; fue él quien recibió a los Abbott y se encargó de la negociación. Barbara supo ocultar el interés que tenía con un control admirable; señaló que sería preciso invertir mucho dinero en reparaciones para dejar la Casa del Arco en condiciones habitables y, como eso era evidente, el señor Tupper tuvo que darle la razón.
Como es lógico, quien llevaba el peso de la conversación era Arthur. Barbara estaba callada en el sillón viejo y solo decía algo de vez en cuando. Prestaba atención a cuanto se hablaba con mucho interés. En realidad era asombroso, pensaba, que comprar una casa fuera tan fácil como comprar un sombrero… o casi. ¡Era de lo más extraordinario! Lamentó la ausencia del señor Tyler, le agradaba ese hombrecito. Sus modales pomposos le intrigaban, sobre todo porque había visto más allá de la superficie, y también debajo, y había llegado al fondo –bastante conmovedor–, del ser humano que era. El señor Tupper no era tan agradable, era seco y muy formal, un abogado, nada más. En esa ocasión no hubo recibimiento con todos los honores y fue muy fácil rechazar la copa de jerez que le ofrecieron: el señor Tyler no se lo habría tomado con tanta ligereza e indiferencia. «Claro que el señor Tyler creía que yo era otra persona –pensó Barbara, que estaba al lado de la ventana mirando el gusto con que Arthur se tomaba la copa de jerez– y supongo que por eso me trató tan bien. Creía que yo era esa tal Matilda… lady Nosequé Cobbe», porque el recuerdo del incidente ya se le empezaba a borrar de la memoria, aunque lo recuperaría más adelante.
–¡Hay ratas! –dijo, interrumpiendo la conversación de repente y por sorpresa–. Comprenderá que no podemos pagar tanto por una casa en la que hay ratas.
–Ratas… ¡Ah, no, no creo! –dijo el señor Tupper con una sonrisa indulgente, como si despreciara esa idea–. No creo que haya ratas. A veces, las señoras…
–Sin embargo, las hay –se reafirmó Barbara con aplomo–. Me lo dijo el señor Tyler en persona el primer día que vine aquí.
El abogado, sorprendido, enarcó las cejas. Empezó a decir algo, pero después cambió de opinión.
–El señor Tyler ha debido de perder el juicio… En fin, creo que se ha equivocado –se corrigió con el ceño fruncido.
De todos modos, bajó un poco el precio. Era posible que hubiera ratas en la Casa del Arco, muy posible, y él tenía instrucciones de venderla a cualquier precio. Llevaba muchos años sin habitar y el propietario necesitaba mucho el dinero.
Poco a poco, el precio fue bajando hasta llegar a una cifra que incluso a Arthur le parecía una ganga. Era un precio ridículo. La compró y, a continuación, en un gesto magnífico, se la regaló a su mujer.
Barbara estaba encantada. ¡Qué marido! ¡Qué casa! Era el regalo más maravilloso que le habían hecho en la vida. Y lo agradeció de una manera que cohibió bastante a Arthur, hasta el punto de incomodarlo un poco. Hacía tiempo que habían acordado que él compraría la casa y ella se encargaría de «arreglarla». Arthur había cumplido su parte con mucha facilidad –comprar una ruina por la mitad de nada–, pero Barbara se iba a gastar una pequeña fortuna en cumplir la suya. Sencillamente, al señor Abbott le parecía justo que la casa en la que Barbara iba a invertir mucho más que él fuera de su propiedad cuando estuviera terminada. Intentó explicárselo en el camino de vuelta a Sunnydene, pero ella solo veía lo que quería: la generosidad ilimitada de su marido y la belleza superlativa de la casa.
Tan pronto como fue suya, Barbara la llenó de fontaneros, carpinteros, electricistas e interioristas. Los martillazos, las voces de los obreros y el ruido de pisadas fuertes en el parquet rompieron la paz de las luminosas habitaciones. El polvo de los rincones olvidados se levantaba formando nubes densas y volvía a posarse sobre todas las cosas en una espesa capa gris. Las mujeres de la limpieza, cargadas con cubos de agua sucia, atestaban las escaleras y se arrastraban pacientemente por los suelos librando una batalla inacabable contra la suciedad. Aquello era un infierno y Barbara dirigía a sus huestes como un torbellino. Adulaba a los capataces e intimidaba a los peones de la noche a la mañana… A veces, si, debido a las circunstancias, parecía necesario, lo hacía al contrario. La señora Abbott aterrorizaba a todos los obreros, era la señora más impaciente que habían conocido.
Todos sus esfuerzos por convertir la Casa del Arco en una residencia digna de héroes se veían entorpecidos y obstaculizados por «el fantasma». Ella no lo había visto en realidad, pero, al parecer, era la única. Las mujeres de la limpieza de la localidad se negaban a ir a trabajar a la casa encantada y las que encontraban en otros distritos, tan pronto como oían hablar de la aparición, se esfumaban misteriosamente dejando el trabajo a medio hacer. Ninguna quería quedarse en la casa cuando se iban los obreros, y eso era un gran inconveniente, porque el mejor momento para hacer la limpieza era cuando ellos ya no estaban por el medio. Era un fantasma de lo más irritante: algo parecido a un Poltergeist, la encarnación de la malicia. Por lo visto, lo que más le gustaba era entorpecer la marcha de la obra. Los cubos, las escobas y las herramientas de los obreros desaparecían de su sitio y aparecían horas después en cualquier otra parte de la casa. Barbara se hartó de él enseguida, y en grado sumo, pero siguió adelante valientemente con los planes: no había fantasma en el mundo que pudiera obligarla a hacer ningún cambio. Trabajaba como una condenada y veía que los demás también. Y, a todo esto, el fantasma seguía haciendo de las suyas sin parar. Se aparecía a las mujeres de la limpieza y las ponía histéricas, se aparecía a los obreros y los estorbaba. Unos decían que era alto y que iba vestido con telas blancas, que se retorcía las manos y tosía con desánimo; otros decían que no tenía cabeza y que hacía ruido de cadenas al moverse.
Fueron pasando las semanas; poco a poco, el orden emergió del caos y la Casa del Arco empezó a parecerse a un lugar habitable. La preocupación de Barbara iba en aumento a medida que se acercaba el momento de amueblarla. Era muy consciente de sus limitaciones en lo tocante al buen gusto y su mayor deseo era que todo estuviera perfecto, saber elegir los muebles que más pudieran complacer a la casa. Nada –o muy poco– de lo que estaba bien para Sunnydene o la Casita de Tanglewood encajaría en la Casa del Arco. En eso estaban los dos de acuerdo, y Barbara podría amueblar a su gusto. Por supuesto, le apetecía muchísimo, pero también le parecía complicado. Pasaba muchas horas pensando en ello y preguntándose qué tenía que hacer. «No quiero muebles de época –pensaba–, seguro que elegiría fatal y la casa parecería absurda. Solo quiero muebles normales, sencillos –bastante grandes, porque las habitaciones son espaciosas y tienen el techo alto–, muebles sencillos, prácticos… y no muchos.»
Todo eso era sensato y estaba bien en general, pero todavía le preocupaban los detalles. Era fácil decir «muebles sencillos y prácticos», pero decidir cuáles concretamente le parecía lo más difícil del mundo. ¿Cuál de los ciento y pico tresillos Chesterfield le gustaría más a la casa? Ésa era la cuestión. ¿Y cómo quedarían el sofá y los sillones cuando los apartaran de sus compañeros y se quedaran solos en la sala de estar de la Casa del Arco?
–No puedo decidirlo ahora –le dijo al amable joven que había pasado la tarde enseñándole las existencias–. Me es imposible decidirlo en este momento. Tengo que pensarlo.
El amable joven la habría abofeteado en ese mismo instante, pero se sobrepuso al impulso y dijo con hastío:
–Como guste, señoooora.
Barbara pasó el día siguiente en la Casa del Arco atosigando a los electricistas, que se habían relajado un poco en su inevitable ausencia. Fue como un día de guerra, pero, cuando los electricistas se fueron, la paz descendió sobre la casa y envolvió las vacías estancias en sus alas resplandecientes. Barbara se puso a recorrerla disfrutando de su tesoro. Iba de puntillas por las habitaciones silenciosas. ¡Qué silencio, sin los obreros, qué cómodo y refrescante! Tenía la sensación de formar parte del silencio. La casa la acogía con gusto y por eso ella se encontraba tan bien allí, tan en su propio hogar. Poco a poco empezó a percibir presencias invisibles en las habitaciones vacías: el aura de los que habían vivido en la casa y la habían amado. Y esas presencias invisibles la trataban con cordialidad, agradecían su llegada y –de eso estaba segura– no le harían ningún daño. Esa aura no era una cosa fantasmagórica ni sobrenatural, no daba miedo; era más bien algo semejante a un ambiente acogedor, agradable al espíritu, como el calor de un buen fuego es agradable para al cuerpo. «¡Qué gracia me haría ver al fantasma! –pensó–. La verdad es que es muy curioso que no lo haya visto ya.» Y entonces se dijo que no era solo curioso, porque, evidentemente, el fantasma no la trataba con mucha cordialidad (la estorbaba y se entrometía en todo lo que podía). Era un espíritu hostil y, sin embargo, el ambiente de la casa era acogedor… ¿cómo podía ser eso?
Entró en lo que sería la sal...