Apéndices
Un capítulo sobre los sueños6
ROBERT LOUIS STEVENSON
El pasado tiene la misma textura, ya sea inventado o vivido, tanto si se escenifica en tres dimensiones como si únicamente se presencia en ese teatrillo del cerebro donde las luces siguen encendidas toda la noche después de que la diversión haya concluido, cuando la oscuridad y el sueño reinan, imperturbables, en el resto del cuerpo. Nuestra experiencia no establece distinciones: una es en verdad intensa y la otra es tenue; una es grata y otra angustiosa para nuestro recuerdo. Pero nada en absoluto demuestra cuál de ellas es lo que llamamos verdad y cuál es un sueño. El pasado se asienta sobre endebles cimientos. Basta con adentrarnos un poco en el terreno de la metafísica para vernos privados de él. Apenas existe una sola familia que pueda contar más de cuatro generaciones y no reclame sin embargo algún título latente, algún castillo o alguna finca; una reclamación que no prosperaría ante ningún tribunal de justicia, pero que complace a la imaginación y procura un gran alivio en las horas ociosas. Aún menos válida es la reclamación que un hombre hace de su propio pasado. Un papel podría aparecer (como sucede en los cuentos) en el cajón secreto de un viejo escritorio de ébano para devolver a la familia sus antiguos honores además de la propiedad de una mina en cierto islote de las Antillas (no lejos de San Cristóbal, tal como susurraba en mis jóvenes oídos una querida tradición) que en otro tiempo fue nuestra y hoy pertenece injustamente a otro, si bien es cierto que, a la vista de cómo está el mercado del azúcar, de nada vale para nadie. No digo yo que estas revoluciones sean probables, pero nadie puede negar que son posibles, en cuyo caso el pasado se pierde para siempre: nuestros días y nuestras obras, y también los que éramos entonces, y hasta el propio mundo en que se representaban estas escenas, todo se vuelve leve como el residuo que deja el sueño de la noche anterior, todo se reduce a unas pocas imágenes deshilvanadas y a un eco en los rincones de la conciencia. Ni una hora, ni un estado de ánimo, ni una mirada nos es posible derogar: todo se ha esfumado, todo es evocación de un tiempo pretérito. Y, sin embargo, nos basta con imaginarnos privados de este pasado, con imaginar que el hilo de la memoria que vamos dejando atrás se ha roto, para sentirnos del todo desvalidos y desnudos. Y es que solo nos guiamos y solo nos conocemos gracias a estas imágenes del pasado, pintadas en el aire.
Por esta razón hay entre nosotros quienes afirman haber vivido más y con mayor riqueza que sus vecinos. Aseguran que cuando duermen siguen activos y, entre los tesoros de la memoria que todas las personas evocan por entretenimiento, la cosecha de sus sueños no ocupa un segundo lugar. Es uno de estos casos el que me viene ahora al recuerdo y que quizá, por lo insólito, merezca relatarse. Le ocurrió a un niño que tenía sueños inquietantes y tumultuosos. De noche, cuando la fiebre le subía unas décimas, la habitación se dilataba y se encogía, y su ropa, colgada de una percha, tan pronto cobraba el tamaño de una catedral como se perdía en una distancia infinita y aterradora, y se empequeñecía infinitamente. El pobrecillo sabía muy bien lo que le esperaba, y luchaba con todas sus fuerzas contra aquel sopor que era el preludio de todos sus males. Pero su lucha era en vano, pues más pronto o más tarde la hechicera de la noche lo agarraba de la garganta y el niño despertaba entre gritos y jadeos. Sus sueños eran a veces muy corrientes, a veces muy extraños, a veces casi informes: se obsesionaba, por ejemplo, con algo tan inconcreto como cierta tonalidad de color marrón a la que no prestaba la menor atención estando despierto pero temía y detestaba cuando estaba dormido. Otras veces se deleitaba en los detalles de las circunstancias, como en cierta ocasión en que supuestamente tenía que tragarse el mundo, con todos sus habitantes, y se despertó aullando de horror. Las dos principales preocupaciones de su muy limitada existencia –la preocupación práctica y cotidiana de sus tareas escolares y la etérea y primordial del infierno y el día del Juicio Final– a menudo se confundían en una pesadilla pavorosa. Se encontraba ante el Gran Trono Blanco. Lo instaban, pobre de él, a recitar cierta fórmula de la que dependía su destino. No podía mover la lengua, su memoria se quedaba en blanco, y las puertas del infierno se abrían para él. Y se despertó, aferrado al poste de la cama, con el mentón apoyado en las rodillas.
Eran estas experiencias en general muy desagradables y, en aquel momento de su vida, de muy buen grado se habría despojado mi soñador de esta intensidad de sus sueños. Sucedió sin embargo que, conforme crecía, los gritos y las convulsiones físicas fueron quedando atrás, al parecer para siempre. Sus visiones seguían siendo en su mayoría muy tétricas, pero las soportaba mejor y despertaba sin síntomas peores que el pulso acelerado, la cabeza helada, sudores fríos y ese miedo nocturno que nos hace enmudecer. También, como corresponde a un intelecto mejor abastecido, sus sueños pasaron a depender más de las circunstancias y a parecerse más a la vida y a su continuidad. A medida que la observación del mundo iba acaparando crecientemente su atención, la escenografía pasó a ocupar un papel protagonista, tanto en sus sueños como en sus pensamientos cuando estaba despierto, y así, acostado en la cama, emprendía apacibles viajes y transitaba por extrañas y hermosas ciudades. Fue significativa su singular afición por la indumentaria del período georgiano y los relatos ambientados en esta etapa de la historia de Inglaterra, pues con el tiempo vino a dominar los rasgos de sus sueños de tal suerte que, entre la hora de acostarse y la de desayunar, se ponía un sombrero de tres picos y se transformaba en comprometido miembro de la conspiración jacobita. Más o menos por esta misma época empezó a leer en sueños: relatos, en su mayor parte, y en su mayor parte a semejanza de los de G. P. R. James7, pero infinitamente más vivos y emocionantes que cualquier libro impreso, de ahí que en lo sucesivo la literatura le dejara siempre descontento.
Todavía en sus tiempos de estudiante, vivió una aventura que no desea repetir. Sus sueños cobraron continuidad y de este modo empezó a llevar una doble vida: una de día, otra de noche. Sobraban razones para creer que una era verdadera a la vez que no había forma de demostrar que la otra era falsa. Debería haber mencionado que este joven estudió, o fingía estudiar, en la Universidad de Edimburgo, y así (como quizá haya supuesto el lector) fue como yo lo conocí. Pues bien, en esa vida de sus sueños pasó un día entero en el aula de anatomía, contemplando monstruosas malformaciones y la abominable destreza de los cirujanos. En una tarde de lluvia y de niebla, cruzaba el South Bridge, subía por High Street y entraba en un edificio alto, en cuyo último piso creía vivir. Con la ropa empapada, estaba toda la noche subiendo las escaleras, tramo tras tramo, en una secuencia interminable, y cada dos tramos encontraba una lámpara encendida. No paraba de cruzarse a lo largo de la noche con personas que bajaban y lo rozaban al pasar: mujeres que mendigaban en las calles y obreros corpulentos, cansados y cubiertos de barro; pobres diablos con pinta de espantajos y tristes imitaciones de mujeres; todos adormilados y exhaustos como él, y todos solos. Por fin, desde una ventana orientada al norte, veía que el amanecer comenzaba a teñir de blanco el estuario, y entonces desistía de seguir subiendo, daba media vuelta para bajar y, al instante se encontraba de nuevo en la calle, húmeda y desolada, para encaminarse, calado hasta los huesos, a un nuevo día de monstruosidades y operaciones quirúrgicas. El tiempo pasaba más deprisa en el mundo de los sueños, donde siete horas (eso se figuraba aproximadamente) equivalían a una. Era también más intenso, de manera que la luz crepuscular de estas experiencias imaginarias nublaba el día, y no se había sacudido el soñador sus sombras de encima cuando ya volvía a ser hora de acostarse y empezar de nuevo. No sé decir cuánto tiempo soportó el estudiante esta disciplina, pero duró lo suficiente para dejar una gran mancha negra en su memoria, lo suficiente para llevarlo, temiendo por su razón, hasta las puertas de cierto doctor que, con un sencillo brebaje, lo devolvió al mundo de la gente común.
Nuestro caballero no ha vuelto a verse aquejado desde entonces por trastornos parecidos. Lo cierto es que por algún tiempo sus noches fueron como las de cualquiera, unas veces vacías, otras veces salpicadas de sueños, y, en este último caso, unas veces deliciosas y otras veces aterradoras, pero nunca extraordinarias, salvo contadas ocasiones de intensidad excepcional. A una de ellas me referiré sucintamente antes de ocuparme de lo que en verdad convierte a este soñador en un personaje interesante. Le pareció que estaba en la primera planta de una granja de montaña. La habitación daba cuenta de sus torpes aspiraciones de refinamiento con una alfombra en el suelo y un piano, creo, contra la pared. Sin embargo, no tenía el soñador la menor duda de encontrarse en un páramo, entre gente de campo, rodeado de brezales a muchos kilómetros a la redonda. Desde la ventana contempló un patio que parecía llevar mucho tiempo abandonado. Una extraña quietud se había posado sobre el mundo. No se apreciaba rastro alguno de ocupación en la granja: no había en ella ni personas, ni ganado; nada más que un perro cobrador de pelaje rizado y marrón que, sentado junto a la fachada de la casa, parecía adormecido. Había en este animal algo que intranquilizó al hombre. Era difícil describir la sensación, ya que se trataba de un perro normal y corriente: lo cierto es que por lo viejo, lo apagado, lo sucio y lo cansado que se le veía, el pobrecillo más bien debería haber despertado su compasión. No obstante, asaltó al hombre la idea, y cobró visos de certeza, de que aquello no era un perro sino un ser diabólico. Zumbaban en el patio de la granja docenas de moscas adormiladas, y el perro, sin previo aviso, lanzó una de sus patas delanteras, atrapó una mosca entre las almohadillas, se la llevó a la boca como un simio y, mirando al hombre que se encontraba en la ventana, le guiñó un ojo. No nos interesa aquí cómo continuó este sueño. Fue un buen sueño como tal. Y en eso precisamente reside, a mi entender, lo interesante del caso: en que, a partir de este incidente tan singular, mi imperfecto soñador fuera incapaz de llevar el relato a buen término, recurriendo en cambio a ruidos indescriptibles y horrores indiscriminados. Ahora sería distinto, porque conoce mejor su oficio.
En cuanto a esto último, digamos que nuestro honrado amigo tenía la antigua costumbre de dormirse siempre con algún cuento, y que lo mismo había hecho su padre antes que él, pero eran sus invenciones apresuradas, contadas para solaz del narrador, sin las miras puestas en el público grosero o el crítico frustrado: narraciones que le permitían abandonar una trama o sustituir una aventura por otra a la menor sugerencia de la fantasía. Lo cierto es que esos duendecillos que operan en el teatro interior del ser humano aún no habían recibido una formación demasiado rigurosa, y jugaban en escena como niños que hubiesen entrado a hurtadillas en una casa vacía, antes que como actores instruidos que interpretan una obra en una sala abarrotada de rostros. Sucedió que un buen día mi soñador empezó a sacar provecho (como se suele decir) de lo que hasta entonces había sido el divertimento de contar historias, con lo que quiero decir que comenzó a escribir y a vender sus relatos. Ahí estaban él y aquellos duendecillos que hacían su parte de la tarea, en una situación completamente desconocida. Había llegado el momento de recortar, abreviar y atacar las historias por los cuatro costados; de dotarlas de un principio y un final y de encajarlas (en cierta manera) en las leyes de la vida. Dicho de otro modo, el placer se había convertido en profesión, y no solo para el soñador sino también para los duendecillos de su teatro imaginario, que comprendieron el cambio a la perfección. Cuando el joven se acostaba y se preparaba para dormir, ya no buscaba expresamente diversión sino relatos publicables y lucrativos; y, mientras dormitaba en su palco, los duendecillos proseguían su actividad con los mismos propósitos mercantiles. Todas las demás modalidades del sueño, menos dos, abandonaron a nuestro amigo: a veces, en sus sueños, todavía sigue leyendo los libros más deliciosos y visitando los lugares más deliciosos. Y tal vez sea digno de mención que a estos lugares, y a uno en particular, regresa cada tantos meses o años y en ellos descubre nuevas sendas, visita a nuevos vecinos y contempla determinado valle feliz bajo nuevos efectos de la luz al mediodía y al alba y al ocaso. Pero a todos los demás miembros de la familia de las visiones los ha perdido definitivamente: la burda y mutilada versión de los acontecimientos del día anterior, la pesadilla de un cráneo abierto y unos huesos ensangrentados, consecuencia de una cena copiosa, según se rumorea, se han ido para siempre. Y la mayor parte de su tiempo, tanto dormido como despierto, ahora la dedica –como sus duendecillos– a la elaboración consciente de historias para vender en el mercado. Este soñador (como tantas otras personas) se ha topado con pequeñas vicisitudes pecuniarias. Cuando empiezan a llegar cartas del banco y se ve al carnicero merodear por la puerta de atrás, el soñador se devana los sesos en busca de una historia, porque es la manera más directa de ganar dinero. Y, ¡tate!, al momento también los duendecillos se devanan los sesos en la misma búsqueda, trabajando toda la noche sin descanso para ofrecerle fragmentos de relatos en su escenario iluminado. No hay temor a que ahora se asuste; el pulso acelerado y los sudores fríos son cosa de otros tiempos. Ahora hay aplauso, aplauso creciente, interés creciente y alegría creciente por su propia inteligencia (pues él se lleva todos los méritos); y, como colofón, un salto jubiloso a la vigilia, con este grito en los labios: «¡Ya lo...