XLII
En la víspera Liza le había escrito a Lavretski que fuera por la tarde, pero él, antes de ir, pasó por su piso. No encontró allí ni a su mujer ni a su hija: supo por los criados que habían salido hacia casa de los Kalitin. Esta noticia lo dejó estupefacto y lo enfureció. «Está claro que Varvara Pávlovna ha decidido amargarme la vida», pensó con el corazón lleno de cólera. Empezó a pasear arriba y abajo, empujando violentamente con pies y manos los juguetes, libros y accesorios femeninos que encontraba a su paso. Llamó a Justine y le mandó recoger toda aquella «porquería». «Oui, monsieur», dijo ella con una mueca, y se puso a arreglar la habitación, agachándose graciosamente y dando a entender con cada uno de sus movimientos que consideraba a Lavretski un oso ordinario. Él miró con odio su rostro burlón parisino, ajado aunque todavía «picante», sus cubremangas blancas, su delantal de seda y su pequeña y ligera cofia. Finalmente, le dijo que se retirara y, tras prolongadas vacilaciones (Varvara Pávlovna seguía sin volver), decidió ir a casa de los Kalitin, pero no para ver a Maria Dmítrevna (por nada del mundo habría entrado en el salón donde se encontraba su mujer), sino a Marfa Timoféievna. Se acordó de que la escalera trasera que había en la entrada de servicio daba directamente a su habitación. Así lo hizo y el azar lo ayudó: se encontró a Shúrochka en el patio, y lo condujo hasta Marfa Timoféievna. La encontró sola, en contra de su costumbre. Estaba sentada en un rincón, con el cabello descubierto, encorvada y con los brazos cruzados sobre el pecho. Al ver a Lavretski, la anciana se sobresaltó, se levantó rápidamente y empezó a dar vueltas, como si buscara su cofia.
–Ah, eres tú –dijo ella moviéndose nerviosamente y evitando su mirada–: buenas tardes. Bueno, ¿y qué? ¿Qué vamos a hacer? ¿Dónde estuviste ayer? Ella ha venido, sí. Bien, tenemos que... De una manera u otra...
Lavretski se dejó caer sobre la silla.
–Pero siéntate, siéntate –continuó la anciana–. ¿Has subido directamente? Sí, por supuesto. ¿Y qué? ¿Has venido a verme? Gracias.
La anciana guardó silencio. Lavretski no sabía qué decirle, pero ella le entendía perfectamente.
–Liza... sí, Liza estaba aquí hace un momento –prosiguió Marfa Timoféievna atando y desatando los cordones de su ridículo–. No se encuentra muy bien. Shúrochka, ¿dónde estás? Ven aquí, hija mía, ¿es que no te puedes estar sentada? También a mí me duele la cabeza. Debe ser por todos esos cantos y esa música.
–¿De qué cantos habla, tía?
–¡Cómo! Pues que se han dedicado a hacer... ¿cómo lo llamáis...? ¡Duetos! Y todo el tiempo en italiano: que si chi-chi, que si cha-cha, ¡parecían gritos de urraca! Venga a cantar y a cantar hasta arrancarte el alma. ¡El Panshin ese y tu mujer! Qué rápido lo han arreglado todo, como si fueran parientes, sin cumplidos ni ceremonias. Pero, como se suele decir, hasta un perro busca refugio, y si no lo echan a patadas...
–Debo reconocer, sin embargo, que no me esperaba algo así –dijo Lavretski–. Se necesita mucho atrevimiento.
–No es atrevimiento, querido, es cálculo. ¡Que Dios la perdone! Dicen que la mandas a Lávriki, ¿es cierto?
–Sí, he cedido a Varvara Pávlovna esa hacienda.
–Y ¿te ha pedido dinero?
–Aún no.
–Bueno, no tardará en hacerlo. Ahora que te miro... ¿te encuentras bien?
–Sí, estoy bien.
–¡Shúrochka! –exclamó de pronto Marfa Timoféievna–, ve a decirle a Lizaveta Mijáilovna... Bueno, no: pregúntale... Está abajo, ¿verdad?
–Sí, señora.
–Bien. Pues pregúntale que dónde ha metido mi libro. Ella lo sabe.
–De acuerdo, señora.
La anciana empezó de nuevo a moverse nerviosamente y a abrir los cajones de la cómoda. Lavretski seguía en la silla, inmóvil.
De repente se oyeron unos pasos suaves por la escalera y Liza entró en la habitación.
Lavretski se puso de pie y la saludó con una inclinación. Liza se detuvo en la puerta.
–Liza, Lízochka –dijo Marfa Timoféievna con aire preocupado–, ¿dónde has puesto mi libro? ¿Dónde está?
–¿Qué libro, tía?
–¡Pues aquel libro, por Dios! Por otra parte, no te he llamado para... Bueno, da igual. ¿Qué hacéis abajo? Ha venido Fiódor Iványch. ¿Cómo llevas el dolor de cabeza?
–No es nada.
–Siempre dices que no es nada. ¿Qué hacéis allí abajo? ¿Música de nuevo?
–No, están jugando a las cartas.
–A ésta todo se le da bien. Shúrochka, veo que tienes ganas de correr por el jardín. Anda, ve.
–Marfa Timoféievna, yo no...
–No discutas, por favor. Andando. Nastasia Kárpovna está sola en el jardín: ve a hacerle compañía. Sé más considerada con los mayores. –Shúrochka salió–. Pero ¿dónde tengo la cofia? ¿Dónde la he metido, será posible?
–Permítame buscarla –profirió Liza.
–Quédate sentada, quédate: aún me funcionan las piernas. Debe de estar en el dormitorio.
Y, mirando de reojo a Lavretski, M...