Nota al texto
Las alas de la paloma se publicó en 1902 simultáneamente en Londres (Archibald Constable and Co.) y Nueva York (Charles Scribner’s Sons), y en 1909 se reeditó, revisada por el autor, en los volúmenes XIX y XX de la llamada Edición de Nueva York. En esta edición, James llegó a alterar sustancialmente muchos de sus relatos y novelas, pero en el caso de Las alas de la paloma, escrita ya en una fecha que él mismo consideraba dentro de su «último estilo», los cambios y correcciones fueron mucho menores. De tal manera que, si en otras obras las modernas ediciones prefieren recuperar los textos tal como se publicaron por primera vez, antes de las intervenciones posteriores que tanto los modificaron, en esta novela se suele respetar el criterio último de su autor. Nuestra traducción, por tanto, ha seguido el texto fijado por la Edición de Nueva York.
Volumen I
Libro I
I
Aguardaba, Kate Croy, a que entrara su padre, pero la estaba haciendo esperar sin la menor consideración, y a veces veía, reflejado en el espejo de la chimenea, un rostro decididamente pálido por el enfado que la había llevado casi al punto de marcharse sin verle. No obstante, fue precisamente al llegar a ese punto cuando decidió quedarse; se cambió de sitio y fue del sofá raído hasta el sillón con brillos en la tapicería que solo con tocarla producía –lo había comprobado– una sensación pegajosa y resbaladiza. Había contemplado las estampas amarillentas de las paredes y la revista solitaria de hacía más de un año, que contribuía, junto con la lamparita de pantalla coloreada y un tapete blanco no demasiado limpio, a exagerar el efecto del mantel púrpura que había sobre la mesa; sobre todo había salido de vez en cuando al balconcillo al que daban acceso dos altas cristaleras. Desde esa perspectiva, aquel callejón vulgar ofrecía un parco consuelo a la salita no menos vulgar; su principal función era recordarle que las estrechas y ennegrecidas fachadas principales, ajustadas a unos esquemas que habrían parecido poca cosa incluso en la parte de atrás de un edificio, constituían la cara pública presagiada por tales intimidades. Uno las intuía en aquel cuarto exactamente igual que intuía otras cien salitas iguales o peores desde la calle. Cada vez que volvía a entrar, cada vez que, llevada por su impaciencia, estaba a punto de marcharse, era para sumirse en un abismo más profundo, mientras saboreaba la vaga e insulsa emanación de las cosas, el fracaso de la fortuna y el honor. En realidad, si seguía esperando era, en cierto sentido, para no añadir, a todas las demás vergüenzas, la vergüenza del miedo, del fracaso individual y personal. Sentir la calle, sentir la salita, sentir el mantel y el tapete y la lámpara, le permitía tener al menos la leve y saludable sensación de no estar mintiendo ni escurriendo el bulto. Esta visión de conjunto era no obstante lo peor de todo, pues incluía en particular la conversación para la que se había preparado, y ¿para qué había ido sino para lo peor? Intentó estar triste para no enfadarse, pero le enfadaba no poder estar triste. Y, sin embargo, ¿qué mayor tristeza, una tristeza demasiado baqueteada para poderle reprochar nada, y marcada con tiza por el destino igual que un lote en una subasta, que la de esos indicios indiscutibles de unos sentimientos rancios y mezquinos?
La vida de su padre, la de su hermana, la suya, la de sus dos hermanos desaparecidos… la historia de su familia causaba el mismo efecto que una frase elegante, florida y ampulosa, incluso musical, que primero se expresara con palabras, luego con notas sin sentido y por fin quedase inacabada sin notas ni palabras. ¿Por qué iba un grupo de personas así a ponerse en marcha con tantos aspavientos, como si estuviesen equipadas para un viaje provechoso, para luego fracasar sin haber sufrido ningún accidente y tenderse sin motivo en el polvo de la cuneta? La respuesta a estas preguntas no se encontraba en Chirk Street, pero las preguntas sí se planteaban allí, y las repetidas paradas de la joven delante del espejo y la chimenea bien podían haber representado lo más parecido a un intento de escapar de ellas. ¿Acaso no era de hecho una escapatoria parcial de lo peor cerciorarse de que era atractiva? Se contemplaba con demasiada intensidad en el espejo empañado para estar admirando solo su belleza. Corrigió el ángulo del sombrero negro de plumas, retocó por debajo la espesa mata de cabello oscuro y continuó mirando de soslayo, tanto de frente como de perfil, el bello óvalo de su rostro. Iba vestida de negro de pies a cabeza y eso proporcionaba, por contraste, un tono más uniforme a su tez clara y mayor armonía a su cabello negro. Fuera, en el balcón, sus ojos eran azules; dentro, reflejados en el espejo, parecían casi negros. Era guapa, pero la suya era una belleza que no necesitaba de afeites ni cosméticos, circunstancia que por otro lado influía casi siempre en la impresión que producía. Dicha impresión era duradera, sin que pudiera decirse que el total fuese la suma de las causas. Tenía estatura sin ser alta, gracia sin necesidad de moverse, presencia sin ser corpulenta. Sencilla y esbelta, a menudo callada, estaba en cierto modo siempre a la vista: contribuía singularmente a satisfacer ese sentido. Más «vestida», a menudo, con menos accesorios que otras mujeres, o menos vestida, si la ocasión lo requería, con más, probablemente ni ella misma habría sabido explicar la clave de semejantes aciertos. Eran misterios de los que sus amigos eran conscientes, esos amigos cuya mejor explicación consistía en afirmar que era inteligente, sin que quedase muy claro si creían que era la causa o el efecto de su encanto. Si hubiese visto algo más aparte de su hermoso rostro en el turbio espejo de casa de su padre, habría reparado en que, al fin y al cabo, ella no formaba parte del derrumbe. No se tenía por vulgar y no contribuía a la miseria. Personalmente, al menos, no estaba marcada con tiza para la subasta. Todavía no se había rendido y la frase interrumpida, si ella era la última palabra, acabaría teniendo algún significado. Hubo un minuto en el que, aunque sus ojos siguieron pendientes del espejo, se quedó visiblemente ensimismada, pensando en el modo en que podría haber cambiado las cosas de haber nacido hombre. Ante todo se habría hecho cargo del apellido, el precioso apellido que tanto le gustaba y para el que, a pesar del daño infligido por su desdichado padre, todavía quedaban esperanzas. De hecho, lo quería aún con más ternura por culpa de esa herida sangrante. Pero ¿qué podía hacer una joven sin un penique sino dejar que se perdiera?
Cuando por fin apareció su padre ella comprendió enseguida, como de costumbre, la futilidad de cualquier intento de obligarle a nada. Le había escrito diciéndole que estaba enfermo, demasiado enfermo para salir de su cuarto, y que debía verla cuanto antes; y si, como parecía probable, se trataba de un plan premeditado, había descuidado con total indiferencia hasta el elemental acabado que exige cualquier engaño. Estaba claro que, debido a las perversidades que él llamaba razones, había querido verla, igual que ella se había preparado para tener una conversación; pero Kate volvió a sentir, en la inevitabilidad de la desenvoltura que mostraba con ella, el viejo dolor, idéntico al que había sentido su madre, que su padre causaba siempre aunque te rozara apenas un instante. Ninguna relación con él podía ser tan breve o superficial que no resultara dolorosa; y, por raro que pareciese, no era porque él así lo deseara, pues por fuerza debía intuir a menudo sus desventajas, sino porque era incapaz de pasar por alto hasta el menor malentendido o de dejar a un lado tus limitaciones sin subrayarlas. Podría haberla esperado en el sofá de su saloncito, o haberse quedado en cama y haberla recibido allí. Kate se alegró de haberse ahorrado la visión de semejante penetralia, aunque eso no habría puesto tan en evidencia su falta de sinceridad. De ahí lo fatigoso de cada nuevo encuentro: repartía mentiras como si fuesen cartas de la grasienta baraja del juego de la diplomacia que te sentabas a disputar con él. El inconveniente –como sucede siempre en esos casos– no era que lo falso te incomodara, sino que echabas en falta lo verdadero. Tal vez estuviese enfermo, y quisieras darte por enterado, pero ningún contacto con él por ese motivo sería nunca lo bastante sincero. Incluso podía estar muriéndose, pero Kate se preguntaba justamente qué pruebas tendría que aportar él en tal caso para que ella lo creyera.
En esta ocasión no venía de su dormitorio, que ella sabía que se hallaba justo encima de la salita donde estaban: llegaba de la calle, aunque, si se lo hubiese reprochado, él lo habría negado o utilizado como prueba de su alarmante estado. No obstante, a estas alturas, ya había dejado de reprocharle nada; no solo porque en cualquier enfrentamiento con él hasta la más vana irritación acababa desvaneciéndose, sino porque contaminaba de tal modo la conciencia trágica que al cabo de un momento no quedaba nada de ella. Y lo malo era que contaminaba del mismo modo la conciencia cómica: Kate...