Artículos periodísticos
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«Si ese periódico capitalista de Nueva York lo hubiera tratado mejor, si Marx hubiera seguido siendo solo un corresponsal de prensa extranjero, la historia habría podido ser diferente.» J. F. Kennedy

Los artículos periodísticos de Marx constituyen un testimonio clave para comprender el curso social, político y económico del siglo XIX y su legado histórico.
Estos escritos son también fundamentales para aproximarse al pensamiento del filósofo alemán y al paisaje vivo de su época de un modo más didáctico y rítmico, apoyado en la inmediatez de la noticia, la sátira y la crítica más que en la gravedad del tratado. No obstante, los artículos de Marx, por su talento como historiador y economista, distan mucho de ser piezas al uso de un periodista corriente: su conocido rigor y voluntad revolucionaria están siempre presentes.
Es en los periódicos, y no en sus tratados filosóficos, donde Marx se enfrenta de manera directa al presente, a la desigualdad, la violencia y la explotación, y lo hace con inigualable destreza.

Karl Heinrich Marx, (Tréveris, reino de Prusia, 1818 – Londres, reino Unido, 1883), filósofo, intelectual y militante comunista alemán de origen judío. En su vasta e influyente obra, se adentró en los campos de la filosofía, la historia, la ciencia política, la sociología y la economía; aunque no limitó su trabajo solamente al área intelectual, pues además trabajó en el campo del periodismo y la política proponiendo en su pensamiento la unión de la teoría y la práctica. Junto a Friedrich Engels, es el padre del socialismo científico, del comunismo moderno y del marxismo.
Sus escritos más conocidos son el Manifiesto del Partido Comunista (en coautoría con Engels) y El Capital.

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Información

Año
2016
ISBN
9788484288510
Colonialismo, esclavitud y guerras de emancipación
El dominio británico de la India
Londres, viernes 10 de junio de 1853
Despachos telegráficos de Viena anuncian que la solución pacífica a los problemas turco, sardo y suizo se da allí por segura.
Anoche proseguía, con el mismo aburrimiento de siempre, el debate sobre la India en la Cámara de los Comunes. El señor Blackett denunció que los comentarios de sir Charles Wood y sir J. Hogg llevaban el sello del falso optimismo. Muchos defensores del Ministerio y de su política rechazaron la acusación como pudieron y el inevitable señor Hume recapituló sobre el asunto y pidió a los ministros que retirasen la ley. Debate pospuesto.
El Indostán es una Italia de proporciones asiáticas: el Himalaya son los Alpes; las llanuras de Bengala, Lombardía; la meseta del Decán, los Apeninos; y la isla de Ceilán, Sicilia. Su suelo da productos tan variados como el italiano, y el mapa político adolece del mismo desmembramiento. Igual que, a veces, Italia ha sido escindida por la espada del conquistador en varios bloques nacionales, cuando no se ha visto bajo la presión del mahometano, el mogol o el británico, el Indostán se ha disuelto en tantos estados independientes y enfrentados como ciudades y hasta pueblos tiene. Y, sin embargo, desde un punto de vista social, el Indostán no es la Italia sino la Irlanda de Oriente. Pero esta extraña combinación de Italia y de Irlanda, de un mundo lleno de voluptuosidad y aflicción, la anticipaban ya las antiguas tradiciones religiosas de la zona, porque la religión del Indostán se caracteriza al mismo tiempo por una exuberancia sensual y por un autolacerante ascetismo; es la religión del Lingam y del monstruo divino[1], del monje y de la bayadera.
No comparto la opinión de los que creen en la edad dorada del Indostán, sin pese a ello recurrir para confirmar mi punto de vista, como hace sir Charles Wood, a la autoridad de Quli-Jan[2]. Pero fijémonos, por ejemplo, en la época de Aurangzeb[3], o en el siglo XVI, cuando aparecieron los mogoles por el norte y los portugueses por el sur, o en la invasión mahometana del siglo XIV y en la heptarquía del sur de la India[4], o, si lo prefieren, remontémonos a la Antigüedad, a la cronología mítica del mismo Brahmán, que sitúa el comienzo de la pobreza de la India en una época aún más remota que la creación cristiana del mundo.
Que nadie dude, sin embargo, que la miseria que los británicos han infligido al Indostán es esencialmente distinta e infinitamente más acusada que la que la región pueda haber padecido anteriormente. No me refiero al despotismo de los europeos a través de la Compañía Británica de las Indias Orientales, que se ha sumado al despotismo asiático formando una combinación más monstruosa que cualquiera de las bestias divinas que nos asustan en el templo de la isla de Salsete. El dominio colonial británico no tiene rasgos distintivos, no es más que una imitación del holandés, y lo es hasta tal punto que, para definir la obra de la Compañía Británica en la India basta con repetir literalmente lo que sir Stamford Raffles, gobernador inglés de Java, dijo de la antigua Compañía Holandesa de las Indias Orientales:
La Compañía Holandesa, movida únicamente por el espíritu del beneficio y teniendo por sus súbditos [de Java] menos respeto o consideración que un plantador de la India occidental por la cuadrilla que se ocupa de su hacienda, porque éste ha comprado con dinero sus propiedades humanas y la otra no, ha empleado toda la despótica maquinaria de que dispone para exprimir a la gente y sacarle hasta la última gota de esfuerzo, hasta los últimos posos de trabajo, agravando por tanto los males causados por un gobierno caprichoso y semibárbaro, y haciéndolo con todo el acendrado ingenio de los políticos y todo el egoísmo monopolizador de los mercaderes.
Por extrañamente complejas, rotundas y destructivas que todas las invasiones, revoluciones, guerras civiles, conquistas y hambrunas que se han sucedido en el Indostán nos puedan parecer, no tuvieron más que efectos superficiales. Inglaterra, en cambio, ha destruido completamente la estructura de la sociedad india sin que se vislumbre síntoma alguno de reconstrucción. Haber perdido el mundo en que vivían sin haber obtenido otro nuevo imprime una melancolía muy particular a la actual miseria de los indios y separa al Indostán, gobernado por Gran Bretaña, de todas sus antiguas tradiciones y del conjunto de su historia.
En líneas generales, la gestión de Asia se ha dividido desde tiempos inmemoriales en tres grandes áreas de gobierno: las Finanzas, o saqueo del interior; la Guerra, o saqueo del exterior; y las Obras Públicas. El clima y la orografía, en especial los grandes desiertos que se extienden desde el Sáhara a través de Arabia, Persia, la India y Tartaria hasta las altiplanicies asiáticas, han determinado que el riego artificial mediante canales y obras hidrográficas haya sido la base de la agricultura oriental. Como en Egipto y la India, se aprovechan las inundaciones para fertilizar los suelos en Persia, Mesopotamia, etcétera, y se utilizan los desniveles del terreno para construir canales de irrigación. Que el uso del agua resulte económico y sea compartido es una necesidad básica que en Occidente dio pie a que los particulares se asociaran voluntariamente, como en Italia y Flandes, y en Oriente, menos civilizado y demasiado extenso para facilitar la asociación voluntaria, motivó la injerencia del poder centralizado. De ahí la función económica que desarrollan todos los gobiernos asiáticos, la función de hacer obras públicas. La fertilización artificial del suelo, dependiente de un gobierno central y en inmediata decadencia tras el descuido del riego y los drenajes, explica el de otro modo extraño hecho de que hoy encontremos amplios territorios yermos y desiertos donde antes hubo ricos cultivos, como sucede en Palmira, Petra, las ruinas del Yemen y grandes provincias de Egipto, Persia y el Indostán; y explica también cómo una sola guerra de devastación ha sido capaz de despoblar un país durante siglos y de despojarlo de todos sus rasgos civilizados.
Los británicos de la India oriental aceptaron de sus predecesores la gestión de las finanzas y la guerra, pero rechazaron tajantemente la de las obras públicas. De ahí el deterioro de una agricultura que no es capaz de funcionar de acuerdo con el principio británico de la libre competencia, del laissez faire y laissez aller. Pero estamos muy acostumbrados a ver en los imperios asiáticos la ruina agrícola con un gobierno y la recuperación con el siguiente. Allí las cosechas se corresponden con buenos o malos gobiernos, mientras que en Europa dependen del discurrir de las estaciones. Por tanto, la opresión y el descuido de la agricultura, por dañinos que sean, no se podrían considerar el golpe definitivo a la sociedad india por parte del intruso británico si no se hubieran visto acompañados de un factor de importancia muy distinta, novedad en los anales del mundo asiático. Por cambiante que pueda parecer el pasado político de la India, sus circunstancias sociales no se modificaron desde la más remota Antigüedad hasta el primer decenio del siglo XIX. El telar de mano y la rueca, que permitían la existencia de una miríada de hilanderas y tejedoras, constituían los pilares de la estructura de aquella sociedad. Europa recibía desde tiempos inmemoriales los admirables tejidos confeccionados en la India y a cambio le enviaba sus metales preciosos, que eran el material de trabajo del orfebre, ese elemento indispensable de la sociedad india cuyo amor por la delicadeza es tan grande que hasta los miembros de la clase más baja, que viven casi desnudos, tienen por lo común un par de pendientes y algún colgante de oro. Las mujeres y los niños lucen con frecuencia pulseras y ajorcas de oro o de plata y en las casas siempre se topa uno con la estatuilla de alguna divinidad tallada en estos metales. Fue el intruso británico quien rompió el telar de mano indio y destruyó las ruecas. Inglaterra empezó por desterrar los algodones indios del mercado europeo, introdujo a continuación el torzal en el Indostán y, por último, inundó de tejidos de algodón la madre patria del algodón. Entre 1818 y 1836 la exportación de torzal de Gran Bretaña a la India ascendió en una proporción de 1 a 5.200. En 1824, las exportaciones de muselinas a la India apenas llegaban al millón de metros, en 1837 superaban los 64 millones. Al mismo tiempo, la despoblación de Daca pasaba de 150.000 habitantes a 20.000. El declive de las ciudades indias, tan celebradas por sus tejidos, no fue en modo alguno lo peor. La ciencia y el vapor británicos acabaron en todo el Indostán con la unión entre la agricultura y la industria manufacturera.
Dos circunstancias –que los hindúes por un lado, como todos los pueblos orientales, dejaran en manos del gobierno central el cuidado de las grandes obras públicas, columna vertebral de su agricultura y comercio, y que por otro se encontrasen dispersos por toda la superficie del país y aglomerados en pequeños centros por la unión doméstica de las actividades agrícolas y las manufacturas– cristalizaron desde los tiempos más remotos en una organización social de características particulares: el llamado sistema de aldeas, que permitía que estas pequeñas poblaciones llevaran una vida singular con una gestión independiente. Podemos juzgar el peculiar carácter de este sistema a partir de la siguiente descripción, que aparece en un informe oficial sobre la India de la Cámara de los Comunes británica:
Desde el punto de vista geográfico, una aldea es una parcela de tierra cultivable y baldía de varios centenares de hectáreas; desde el punto de vista político, recuerda a una corporación o a un municipio. Está regida por unos funcionarios o servidores públicos que se estructuran como sigue: el potail o habitante principal, que generalmente tiene en sus manos la superintendencia de los asuntos de la aldea, resuelve las disputas entre lugareños, gestiona la policía y tiene la obligación de recaudar impuestos dentro de la aldea, obligación que cumple porque, gracias a su ascendencia personal y a su escrupulosa familiaridad con las circunstancias y problemas de los ciudadanos, es el más capacitado para hacerlo. El kurnum lleva la contabilidad de los cultivos y registra todo lo relacionado con ella. Luego están el tallier y el totie; el primero tiene la tarea […] de recabar información sobre delitos y ofensas, y de escoltar y proteger a las personas que viajan de una aldea a otra; los deberes del segundo tienen más que ver con la vida inmediata de la aldea y consisten, entre otros, en custodiar las cosechas y cuidar de su medida. El hombre-frontera, que vigila los lindes de la aldea u ofrece pruebas de que se respetan en caso de disputa. El superintendente de depósitos y canales distribuye el agua […] de la agricultura. El brahmín se ocupa del culto religioso. El maestro, a quien se puede ver enseñando a los niños de la aldea a leer y escribir en la arena. El brahmín del calendario, o astrólogo, etcétera. Estos funcionarios y empleados públicos son normalmente los rectores de la aldea, pero en algunas zonas del país su número es menor y algunas de las ta­reas que hemos citado se concentran en la misma persona; en otras, sin embargo, los funcionarios son más de los que hemos citado. […] Con esta forma tan simple de administración municipal han vivido los habitantes del país desde tiempos inmemoriales. Los lindes de las aldeas han podido variar, pero poco, y aunque muchas aldeas han sufrido daños, e incluso han sido asoladas por la guerra, el hambre o las enfermedades, el nombre, la demarcación, los mismos intereses y hasta las mismas familias se han conservado a lo largo de los años. Los habitantes no se preocupan mucho por las divisiones y disputas entre los reinos; mientras la aldea siga como siempre no les importa en manos de quién esté o qué soberano la herede o la reciba; su economía interna, por lo demás, no cambia. El potail sigue siendo el ciudadano más eminente, el que hace las veces de pequeño juez o magistrado, de recaudador o arrendatario.
Estas pequeñas formas estereotípicas de organización social se han ido disolviendo y están desapareciendo no tanto por la brutal injerencia del soldado y el recaudador de impuestos británicos como por la acción de los barcos de vapor y el libre comercio, también británicos. Las comunidades familiares de que venimos hablando estaban basadas en la industria doméstica, en esa peculiar combinación de tejidos y agricultura artesanales que permitía la autonomía. La injerencia de los ingleses, que implantaron las hiladoras en Lancashire y las máquinas tejedoras en Bengala, o acabaron con las hilanderas y las tejedoras hindúes, disolvieron esas pequeñas comunidades semibárbaras y semicivilizadas reventando su base económica y dieron lugar a la mayor, o, siendo sinceros, a la única revolución social que se haya producido nunca en Asia.
Ahora bien, aunque repugne al sentimiento humano contemplar la disgregación de los miles de industriosas e inofensivas organizaciones sociales y ver cómo se escinden en las unidades que las componen y se ven arrastradas a un mar de aflicciones, y ver también cómo los individuos que las constituyen pierden al mismo tiempo su antigua forma de civilización y los medios de subsistencia que habían heredado, no debemos olvidar que, por inofensivas que puedan parecer, esas idílicas comunidades rurales siempre fueron la sólida base del despotismo oriental y coaccionaron la mente humana hasta reducirla a los límites de la brújula más pequeña posible y convertirla en sumisa herramienta de superstición, esclavizarla bajo el peso de las tradiciones y privarla de grandeza y energía históricas. No debemos olvidar tampoco el bárbaro egocentrismo de esas al­deas, que, concentradas en su miserable parcela de tierra, han visto sin inmutarse la ruina de los imperios, la perpetración de atrocidades incalificables, la masacre de las poblaciones de grandes ciudades, sin conmoverse más que si se hubiera tratado de fenómenos naturales, presas indefensas ellas mismas de cualquier agresor que se dignara prestarles atención. No debemos olvidar que este tipo de existencia pasiva, que esta vida estancada, vegetativa y sin dignidad dio pie, como contrapartida, a que se desataran unas fuerzas de destrucción salvajes, ilimitadas y sin sentido que hicieron que en el Indostán el asesinato se haya convertido en rito religioso. No debemos olvidar que esas pequeñas comunidades estaban contaminadas por las distinciones de casta y por la esclavitud, que el hombre estaba en ellas sojuzgado a las vicisitudes externas en lugar de ser un soberano capaz de imponerse a las circunstancias, que transformaron un estado social independiente y en desarrollo por un destino natural inmutable, y que, por tanto, trajeron un culto embrutecedor de la naturaleza que manifestaba su degradación en el hecho de que el hombre, el soberano de la naturaleza, se hincara de rodillas para adorar a Kanumán, el mono, y a Sabbala, la vaca.
Al causar una revolución social en el Indostán, Inglaterra ha actuado, hay que reconocerlo, guiada únicamente por los más viles intereses y los ha impuesto por la fuerza de la manera más estúpida. Pero ésa no es la cuestión. La cuestión es: ¿puede la humanidad cumplir su destino sin una revolución fundamental en la situació...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Introducción
  4. Karl Marx: un periodista en la historia
  5. Política y sociedad
  6. Revoluciones y revueltas
  7. Comercio, finanzas y crisis
  8. Colonialismo, esclavitud y guerras de emancipación
  9. Notas
  10. Créditos
  11. ALBA