Villa Vitoria
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«Se hablaba con más libertad sabiendo que, a esas horas, había que estar en la cama y durmiendo.» D. E. Stevenson

Cerca de Wandlebury, el pueblo en torno al cual gira la saga de la señorita Buncle y Las cuatro Gracias, hay otro pueblecito, Ashbridge, donde la gente «tiene algo isabelino» y es «sencilla y valiente». En las afueras se alza Villa Vitoria, que un capitán mandó construir «después de luchar en la batalla de Vitoria y contribuir a la expulsión de José Bonaparte de España». Ahora esta romántica casa de campo es famosa por su jardín florido y por la hospitalidad y buen humor de su residente, Caroline Dering, viuda de un hombre a quien solo se recuerda por su antipatía y fatalismo, y madre de tres hijos. Corren los tiempos de la inmediata posguerra: las heridas de la Segunda Guerra Mundial aún no han cicatrizado, el racionamiento limita la vida e impone el ingenio o la resignación, y el pueblo sirve de refugio a seres atormentados por la reciente experiencia, como el señor Shepperton, que se instala en la posada del pueblo con un trágico y misterioso pasado a cuestas. El señor Shepperton hace buenas migas enseguida con la señora Dering … pero ésta no cuenta con que la llegada de su hermana Harriet, célebre actriz de los escenarios londinenses, pueda complicar las cosas.

En Villa Vitoria (1949) volvemos a encontrar el gusto de D. E. Stevenson por la comedia campestre y por las «dificultades» de pequeños personajes que «se parecían mucho a las del ancho mundo, pero vistas desde el otro lado del telescopio».

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Información

Año
2016
ISBN
9788490651834
D. E. Stevenson




Villa Vitoria




Traducción
Concha Cardeñoso Sáenz de Miera









rara avis
ALBA
Nota al texto
Villa Vitoria se publicó por primera vez en 1949 (Collins, Londres).
Primera parte
I
Villa Vitoria siempre había sido de los Dering. Cuando el capitán Mark Dering se retiró del ejército –con un brazo menos– después de luchar en la batalla de Vitoria y contribuir a la expulsión de José Bonaparte de España, adquirió unos terrenos cerca del pueblo de Ashbridge y construyó una casa. Naturalmente, esto sucedía durante el periodo de la Regencia y la arquitectura barroca hacía furor; por eso la casa se adornó con torrecillas y otros aderezos curiosos del agrado de su propietario. El capitán Mark tuvo un hijo que, a su vez, tuvo varios; fue una época en la que muchos Dering disfrutaban de los encantos de Villa Vitoria. Pasó el tiempo, las modas cambiaron y, hacia finales del siglo XIX, cuando la propiedad pasó a manos de John Dering, éste llamó a un albañil y le encargó que echara abajo las torrecillas.
–Haga tabla rasa –dijo el señor Dering con un descriptivo movimiento de mano–. No me gustan esas ridículas excrecencias.
–La casa quedará como desnuda, señor –objetó el señor Coney–, créame. Precisamente son las excreciencias lo que le dan personalidad. Si le quitamos las torrecillas no será lo mismo.
–¿Puede echarlas abajo o no? –preguntó el señor Dering.
–Poder, poder, se puede, señor.
–Pues hágalo –dijo el señor Dering.
Cercenada la ornamentación superflua, Villa Vitoria quedó reducida a un edificio alargado sin elementos distintivos, pero bonito… y un espécimen verdaderamente magnífico de enredadera de Virginia fue cubriendo poco a poco su desnudez.
El señor John Dering vivió allí muchos años y, como era un soltero muy dado a la comodidad y tenía dinero a espuertas, emprendió algunas reformas más. Tiró un tabique e hizo un salón que iba desde la fachada hasta la parte trasera de la casa, con ventanas en ambas paredes: una estancia elegante y acogedora con espacio más que suficiente para lucir su elegante mobiliario antiguo. Justo al lado estaba el comedor, y mandó abrir en la pared un gran hueco que se cerraba con puertas plegables y así, cuando invitaba a sus amigos a cenar, podían pasar cómodamente de una estancia a la otra. También mandó hacer dos cuartos de baño e instalar luz eléctrica, además de modernizar la cocina y reformar el jardín; finalmente murió cargado de años y dejó la casa en herencia a su sobrino, el señor Arnold Dering.
El señor Arnold era el polo opuesto de su tío; había viajado por todo el mundo y sabía mucho de historia y arquitectura; por eso Villa Vitoria no le gustaba. Lamentaba que hubieran eliminado las torrecillas; nunca las había visto, naturalmente, porque, cuando las quitaron, él era un niño de pecho, pero le habría encantado tener una auténtica casa de estilo Regencia. Incluso llegó a hablar con el señor Coney para preguntarle si podría rehacerlas tal como eran.
Afortunadamente el señor Coney era consciente de sus limitaciones.
–Verá, señor –le dijo dubitativamente–. Verá usted, no quiero decir que no se pueda hacer, pero no se haría bien… No sé si me entiende. ¿Quién se acuerda de cómo iban aquellas excreciencias?
–Querrá decir que usted no se acuerda –respondió, molesto, el señor Dering.
–No, la verdad sea dicha –reconoció el señor Coney–, y, si no me acuerdo yo, no se acuerda naide. Además, sería una obra muy cara.
El señor Arnold Dering, francamente irritado, cerró la casa y se fue. No volvió a Ashbridge para vivir en Villa Vitoria hasta que se casó. Se instaló en la casa obligado por las circunstancias, pero el prejuicio de la primera impresión, tan desfavorable, le impedía ser feliz allí. Es posible que no hubiera sido feliz en ninguna parte porque era una persona descontenta por naturaleza. Le gustaba viajar; en el fondo era un trotamundos, pero no se podía recorrer países con mujer e hijos, y se quedó allí, firmemente anclado en la absurda casa que no era ni chicha ni limonada.
–Ni es villa ni es Vitoria –decía el señor Arnold a todo el que, sin saber, se le ocurría alabarla–. Han destruido sin ningún miramiento lo más característico del periodo de la Regencia y la han alargado y ensanchado tanto en todas direcciones, sin la menor consideración por la simetría, que ya no se puede decir propiamente que sea una villa –se lamentaba con amargura.
Los descontentos nunca gozan de grandes simpatías entre sus vecinos y el señor Arnold Dering no era la excepción que confirma la regla. Tenía mala fama entre sus iguales: lo consideraban antipático y engreído; y, entre la gente del pueblo, peor aún. Los viejos del lugar se acordaban muy bien del anterior señor Dering. «Era todo un caballero –decía el anciano señor Mumper–. Un auténtico caballero donde los haya; siempre tenía una palabra para todo el mundo; alto y bien parecido… daba gusto verlo pasar por la calle en su gran yegua gris.» Y el viejo señor Coney soltaba una risita y contaba que el antiguo señor Dering le había encargado la demolición de las excreciencias; y el abuelo Podbury, con conocimiento de causa, decía: «¡Ay! ¡Ya no quedan caballeros como él! Ahora son de otra manera. El señor Arnold no se parece a su tío en nada: da pena verlo, tan delicado de salud. No disfruta de la vida».
Ni disfrutaba de la vida ni dejaba disfrutar a los demás, por lo que ningún vecino de Ashbridge lamentó mucho su muerte. La señora Dering y sus tres hijos se quedaron a vivir en Villa Vitoria; a ella le gustaba la casa y no lamentaba que faltaran las torrecillas. Le gustaban la paz y el silencio del campo. Villa Vitoria era un remanso de paz.
La carretera que llevaba a la cantera y al pozo romano describía una curva al pasar frente a la casa. Había muy poco tráfico en esa carretera. De vez en cuando pasaba una carreta que iba a cargar grava y, en los meses de estío, los veraneantes de Ashbridge iban de excursión al pozo romano. Estos veraneantes solían pararse en Villa Vitoria a contemplar el sendero empedrado de la entrada y los alegres macizos de flores que la flanqueaban. Medraban allí toda clase de flores silvestres, desde altas malvarrosas, girasoles y lupinos de colores hasta tupidos lechos de pequeñas lobelias. A Caroline Dering le gustaba que la gente admirase sus flores; a veces, si por casualidad estaba trabajando en el jardín cuando se paraba alguien, recogía un ramillete y se lo daba por encima de la cancela verde.
En general, la gente que venía de fuera a vivir en el pueblo –aunque se tratara de otro...

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