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El amor, en cuanto sentimiento de complejas implicaciones, tanto anímicas como sociales, habría de tener en la literatura victoriana una conflictiva relevancia en una sociedad firmemente volcada en el utilitarismo, como ya habían reflejado en el período anterior las grandes novelas de jóvenes casaderas y tácticas de rentabilidad de Jane Austen. Cuentos de amor victorianos recoge una amplia, sorprendente y magnífica selección de historias de amor que cubre todo el espectro de un sentimiento tan arraigado en el corazón como determinante para la confrontación de diferentes estamentos sociales. La época victoriana fue, además, la edad de florecimiento del cuento, género en que esta temática parecío encontrar un molde idóneo. Desde ángulos y tratamientos muy diversos, veintidós autores -de Mary Shelley a D. H. Lawrence, pasando por Dickens, Stevenson, Conrad o Kipling, además de algunos infelizmente inéditos en nuestra lengua- ofrecen en este volumen un riquísimo panorama de los padecimientos y de los intrincados laberintos de las relaciones amorosas, esa experiencia insólita y común, todavía hoy de incalculables consecuencias.

Autores de esta antología:

Mary Shelley (1797-1851).

Elisabeth Gaskell (1810-1865).

William Makepeace Thackeray (1811-1863).

Charles Dickens (1812-1863).

Anthony Trollope (1815-1882).

Wilkie Collins (1824-1889).

Thomas Hardy (1840-1928).

Henry James (1843-1916).

Robert Louis Stevenson (1850-1894).

Oscar Wilde (1854-1900).

George Gissing (1857-1903).

Joseph Conrad (1857-1924).

E. Nesbit (1858-1924).

Arthur Conan Doyle (1859-1930).

Henry Harland (1861-1905).

Rudyard Kipling (1865-1936).

H.G. Wells (1866-1946).

Ernest Dowson (1867-1900).

John Galsworthy (1867-1933).

Charlotte Mew (1869-1928).

Hubert Crackanthorpe (1800-1900).

D.H. Lawrence (1885-1930).

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Información

Año
2011
ISBN
9788484286530
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Índice
Cubierta
Nota a la selección
La prueba de amor: Mary Shelley
Por fin se hace justicia: Elizabeth Gaskell
La mujer de Dennis Haggarty: William M. Thackeray
El auxiliar de la parroquia: Charles Dickens
La cueva de Malachi: Anthony Trollope
¿Quién mató a Zebedee?: Wilkie Collins
El veto del hijo: Thomas Hardy
Un día único: Henry James
La puerta del señor de Malétroit: Robert Louis Stevenson
La esfinge sin secreto: Oscar Wilde
El padre escrupuloso: George Gissing
Amy Foster: Joseph Conrad
La boda de John Charrington: E. Nesbit
El matrimonio del brigadier: Arthur Conan Doyle
La flor del membrillo: Henry Harland
Georgie Porgie: Rudyard Kipling
El corazón de la señorita Winchelsea: H. G. Wells
El estatuto de las limitaciones: Ernest Dowson
Un asunto de otro tiempo: John Galsworthy
Algunas formas de amar: Charlotte Mew
El cortejo de Anthony Garstin: Hubert Crackanthorpe
La hija del tratante de caballos: D.H. Lawrence
Notas
Créditos
Alba Editorial
portadilla

Nota a la selección

Hasta finales del siglo XVIII, sólo las clases acomodadas tenían acceso a los libros y a la educación. Con la llegada del nuevo siglo y de la primera revolución industrial, gracias al desarrollo y al abaratamiento de las técnicas de impresión, un número mayor de personas empezó a disfrutar de la lectura. Los libros seguían siendo prohibitivos para las clases medias y medias bajas (cuando se publicó Jane Eyre, por ejemplo, en 1847, su precio era de una libra y once chelines, más de la mitad del sueldo mensual de una criada), pero en seguida proliferaron periódicos y revistas, cuyo precio era asequible para un amplio sector de la población. Especialmente en Gran Bretaña, publicaciones como Ainsworth Magazine, Household Words (fundada por Charles Dickens), Tinsley Magazine, Harper’s New Weekly Review, The Idler, Pearson’s Weekly Magazine, The Cornhill Magazine (editada por William M.Thackeray), The Strand Magazine, etc., llevaron la literatura, el arte, la política y la ciencia a todos los hogares, reduciendo las distancias entre las clases sociales, y entre el campo y la ciudad, con igual o mayor ímpetu que el nuevo ferrocarril.
Muchas de las grandes novelas inglesas de la segunda mitad del siglo XIX, antes de ser libros de tapa dura y cuidada edición, se publicaron por entregas en esas magazines populares. Pero las nuevas revistas, además de novelas y artículos, necesitaban pequeñas narraciones para llenar sus páginas. No podían imaginar sus editores el importante papel que desempeñarían en el nacimiento de la edad de oro del relato breve, que duraría hasta bien entrado el siglo XX.
La mayoría de los cuentos de esta antología aparecieron publicados por primera vez en esas revistas y, a pesar de haber sido escritos para el gran público, son modélicos en su género. Todos giran en torno al amor, un tema muy recurrente en la literatura victoriana: el amor como fuente de alegría y de dolor; el amor como misterio, conquista, sacrificio, oportunidad perdida; el amor que florece a cualquier edad y adopta las formas más imprevisibles. Los editores de la época recomendaban los finales felices, pero la enorme riqueza y variedad de la literatura de este período produjo historias asombrosamente dispares. Esta selección se ha establecido siguiendo un criterio sometido a dicha disparidad, sin restringir la complejidad del tema a ninguna consideración previa. De hecho, hay varios autores muy refractarios a las divisiones temporales, poco o nada victorianos, aunque todos ellos, en algún momento de sus vidas, fueron contemporáneos de la reina Victoria, que accedió al trono en 1837, con sólo dieciocho años, y rigió el destino del país hasta su muerte en 1901.
El volumen se ha ordenado cronológicamente, a partir de la fecha de nacimiento de los autores. Se inicia con un cuento de Mary Shelley, la conocida autora de Frankenstein, a fin de enlazar el romanticismo y la novela gótica con la literatura victoriana. Elizabeth Gaskell, William M. Thackeray, Charles Dickens, Anthony Trollope, Wilkie Collins y Thomas Hardy escribieron relatos breves tan intensos y exquisitos como sus extensísmas novelas. Se ha incluido un relato del norteamericano Henry James, que prefirió vivir y escribir en Gran Bretaña, ya que es habitual encontrar su nombre asociado al período victoriano. Otro «extranjero» adoptado por la Inglaterra de la época fue el polaco Joseph Conrad, a quien la sutileza y sofisticación de su prosa han convertido en un autor increíblemente moderno. Robert Louis Stevenson vivió frecuentemente lejos de Gran Bretaña, pero sus libros deben mucho a su tiempo; aunque acaso menos que la obra de Oscar Wilde, víctima célebre de la hipocresía victoriana. La inclusión de autores poco o mal conocidos en nuestro país como George Gissing, E. Nesbit, Henry Harland, John Galsworthy, Ernest Dowson, Charlotte Mew y Hubert Crackanthorpe –considerado el Maupassant inglés, que murió misteriosamente a los veintiséis años–, enmarca y enriquece el período atravesado por los nombres de Arthur Conan Doyle, H. G. Wells y Rudyard Kipling; en este último la sensibilidad victoriana expandió su moralidad hasta las colonias del Imperio Británico. La obra de D. H. Lawrence comienza ya a salirse de este marco temporal; mantiene aún ciertas formalidades victorianas, pero la intensa sensualidad de sus personajes expresa sensaciones y emociones que son de otra época. Con este paso a una nueva moralidad se cierra esta antología, del mismo modo que se abría con un pie en una época anterior.
MARTA SALÍS

La prueba de amor

Mary Shelley

MARY SHELLEY (1797-1851)
Hija de William Godwin, conocido filósofo radical, y de Mary Wollstonecraft, una de las pioneras del feminismo. A los 16 años huyó de Inglaterra en compañía del poeta Percy Bysshe Shelley, con quien se casó en diciembre de 1816, después de que la primera mujer de éste se suicidara. La pareja vivió casi siempre en Italia, rodeada de amigos, de libros y de apuros financieros, hasta que Shelley murió ahogado en 1822. La joven Mary regresó entonces a Inglaterra y consagró su vida a escribir y a educar a Percy Florence Shelley, el único de sus hijos que sobrevivió a la infancia. Publicó, asimismo, los Poemas póstumos y toda la obra poética de su marido. Además de su famoso Frankenstein (1818), Mary Shelley escribió seis novelas más –Valperga, The Last Man, The Fortunes of Perkin Warbech, Lodore, Falkner y Mathilda–, varios libros de viajes, dos dramas mitológicos –Proserpine y Midas–, numerosas cartas y ensayos, y más de dos docenas de relatos breves. Un hermoso ejemplo de ellos es «La prueba de amor» (The Trial of Love) publicado por primera vez en 1835 en The Keepsake, uno de los anuarios de mayor tirada de la época.

La prueba de amor

Después de conseguir el permiso de la priora para salir unas horas, Angeline, interna en el convento de Santa Anna, en la pequeña ciudad lombarda de Este, se puso en camino para hacer una visita. La joven vestía con sencillez y buen gusto; su faziola le cubría la cabeza y los hombros, y bajo ella brillaban sus grandes ojos negros, extraordinariamente hermosos. Quizá no fuera una belleza perfecta; pero su rostro era afable, noble y franco; y tenía una profusión de cabellos negros y sedosos, y una tez blanca y delicada, a pesar de ser morena. Su expresión era inteligente y reflexiva; parecía estar en paz consigo misma, y era ostensible que se sentía profundamente interesada, y a menudo feliz, con los pensamientos que ocupaban su imaginación. Era de humilde cuna: su padre había sido el administrador del conde Moncenigo, un noble veneciano; y su madre había criado a la única hija de éste. Los dos habían muerto, dejándola en una situación relativamente desahogada; y Angeline era un trofeo que buscaban conquistar todos los jóvenes que, sin ser nobles, gozaban de buena posición; pero ella vivía retirada en el convento y no alentaba a ninguno.
Llevaba muchos meses sin abandonar sus muros; y sintió algo parecido al miedo cuando se encontró en medio del camino que salía de la ciudad y ascendía por las colinas Euganei hasta Villa Moncenigo, su lugar de destino. Conocía cada palmo del camino. La condesa Moncenigo había muerto al dar a luz su segundo hijo y, desde entonces, la madre de Angeline había residido en la villa. La familia estaba formada por el conde, que, salvo algunas semanas de otoño, estaba siempre en Venecia, y sus dos hijos. Ludovico, el primogénito, había sido enviado en edad temprana a Padua para recibir una buena educación; y sólo vivía en la villa Faustina, cinco años menor que Angeline.
Faustina era la criatura más adorable del mundo: a diferencia de los italianos, tenía los ojos azules y risueños, la tez luminosa y los cabellos color caoba; su figura ágil, esbelta y nada angulosa recordaba a una sílfide; era muy bonita, vivaz y obstinada, y tenía un encanto irresistible que empujaba a todos a ceder alegremente ante ella. Angeline parecía su hermana mayor: se ocupaba de ella y le consentía todos los caprichos; una palabra o una sonrisa de Faustina lo podían todo. «La quiero demasiado –decía a veces–, pero soportaría cualquier cosa antes que ver una lágrima en sus ojos.» Era propio de Angeline no expresar sus sentimientos; los guardaba en su interior, donde crecían hasta convertirse en pasiones. Pero unos excelentes principios y la devoción más sincera impedían que la joven se viera dominada por ellas.
Angeline se había quedado huérfana tres años antes, cuando había muerto su madre, y Faustina y ella se habían trasladado al convento de Santa Anna, en la ciudad de Este; pero un año más tarde, Faustina, que entonces tenía quince años, había sido enviada a completar su educación a un famoso convento de Venecia, cuyas aristocráticas puertas estaban cerradas a su humilde compañera. Ahora, a los diecisiete años, después de finalizar sus estudios, había vuelto a casa; y se disponía a pasar los meses de septiembre y octubre en Villa Moncenigo con su padre. Los dos habían llegado aquella misma noche, y Angeline había salido del convento para ver y abrazar a su amiga del alma.
Había algo muy maternal en los sentimientos de Angeline; cinco años es una diferencia considerable entre los diez y los quince años, y muy grande entre los diecisiete y los veintidós.
«Mi querida niña –pensaba Angeline, mientras iba andando–, debe de haber crecido mucho, e imagino que estará más hermosa que nunca. ¡Qué ganas tengo de verla, con su dulce y pícara sonrisa! Me gustaría saber si ha encontrado a alguien que la mimara tanto como yo en su convento veneciano... alguien que asumiera la responsabilidad de sus faltas y que le consintiera sus caprichos. ¡Ah, aquellos días no volverán! Ahora estará pensando en el matrimonio... Me pregunto si habrá sentido algo parecido al amor –suspiró–. Pronto lo sabré... estoy segura de que me lo contará todo. Ojalá pudiera abrirle mi corazón... detesto tanto secreto y tanto misterio; pero he de cumplir mi promesa, y dentro de un mes habrá acabado todo... dentro de un mes conoceré mi destino. ¡Dentro de un mes! ¿Lo veré a él entonces? ¿Volveré a verlo algún día? Pero será mejor que olvide todo eso y piense únicamente en Faustina... ¡mi dulce y entrañable Faustina!»
Angeline subía lentamente la colina cuando oyó que alguien la llamaba; y en la terraza que dominaba el camino, apoyada en la balaustrada, se hallaba la querida destinataria de sus pensamientos, la bonita Faustina, la pequeña hada... en la flor de la vida, sonriendo de felicidad. Angeline sintió un cariño aún mayor por ella.
No tardaron en abrazarse; Faustina reía con ojos chispeantes, y empezó a contarle todo lo sucedido en aquellos dos años, y se mostró obstinada e infantil, aunque tan encantadora y cariñosa como siempre. Angeline la escuchó con alegría, contemplando extasiada y en silencio los hoyuelos de sus mejillas, el brillo de sus ojos y la gracia de sus ademanes. No habría tenido tiempo de contarle su historia aunque hubiese querido, Faustina hablaba tan deprisa...
–¿Sabes, Angelinetta mía –exclamó–, que me casaré este invierno?
–Y ¿quién será tu señor esposo?
–Todavía no lo sé; pero lo encontraré en el próximo carnaval. Debe ser muy noble y muy rico, dice papá; y yo digo que debe ser muy joven, tener buen carácter y dejarme hacer lo que yo quiera, como siempre has hecho tú, querida Angeline.
Finalmente, Angeline se levantó para despedirse. A Faustina no le agradó que se marchara –quería que pasara la noche con ella–, y señaló que enviaría a alguien al convento para conseguir permiso de la priora. Pero Angeline, sabiendo que esto era imposible, estaba decidida a irse y convenció a su amiga de que la dejara partir. Al día siguiente, Faustina visitaría personalmente el convento para ver a sus antiguas amistades, y Angeline podría regresar con ella por la noche si lo permitía la priora. Una vez discutido este plan, las dos jóvenes se separaron con un abrazo; y, mientras bajaba con paso ligero, Angeline levantó la mirada y vio como Faustina, muy sonriente, le decía adiós con la mano desde la terraza. Angeline estaba encantada con su amabilidad, su hermosura, la animación y viveza de su conducta y de su conversación. Faustina ocupó al principio todos sus pensamientos, pero, en una curva del camino, cierta circunstancia le trajo otros recuerdos. «¡Oh, qué feliz seré si él demuestra haberme sido fiel! –pensó–. ¡Con Faustina e Ippolito, será como vivir en el Paraíso!»
Y luego rememoró cuanto había ocurrido en los dos últimos años. Del modo más breve posible, seguiremos su ejemplo.
Cuando Faustina partió para Venecia, Angeline se quedó sola en el convento. Aunque era una persona retraída, Camilla della Toretta, una joven dama de Bolonia, se convirtió en su mejor amiga. El hermano de Camilla vino a visitarla, y Angeline la acompañó al locutorio para recibirlo. Ippolito se enamoró desesperadamente de ella, y consiguió que Angeline le correspondiera. Todos los sentimientos de la joven eran sinceros y apasionados; sin embargo, sabía atemperarlos, y su c...

Índice

  1. Cubierta
  2. Nota a la selección
  3. La prueba de amor: Mary Shelley
  4. Por fin se hace justicia: Elizabeth Gaskell
  5. La mujer de Dennis Haggarty: William M. Thackeray
  6. El auxiliar de la parroquia: Charles Dickens
  7. La cueva de Malachi: Anthony Trollope
  8. ¿Quién mató a Zebedee?: Wilkie Collins
  9. El veto del hijo: Thomas Hardy
  10. Un día único: Henry James
  11. La puerta del señor de Malétroit: Robert Louis Stevenson
  12. La esfinge sin secreto: Oscar Wilde
  13. El padre escrupuloso: George Gissing
  14. Amy Foster: Joseph Conrad
  15. La boda de John Charrington: E. Nesbit
  16. El matrimonio del brigadier: Arthur Conan Doyle
  17. La flor del membrillo: Henry Harland
  18. Georgie Porgie: Rudyard Kipling
  19. El corazón de la señorita Winchelsea: H. G. Wells
  20. El estatuto de las limitaciones: Ernest Dowson
  21. Un asunto de otro tiempo: John Galsworthy
  22. Algunas formas de amar: Charlotte Mew
  23. El cortejo de Anthony Garstin: Hubert Crackanthorpe
  24. La hija del tratante de caballos: D.H. Lawrence
  25. Notas
  26. Créditos
  27. Alba Editorial