Rudin
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Ociosos terratenientes y jóvenes de talento se dan cita en la casa de verano de la ilustre y rica viuda Daria Mijailovna Lasunskaya. Uno de esos jóvenes, todo elocuencia y persuasión, prolonga una visita de circunstancias en una estancia de varios meses, y suscita en torno a él reacciones extremas, del más completo desprecio a las más apasionada devoción. En este clima tenso y contradictorio, captado desde una refinada distancia teatral, Turguénev traza en Rudin (1856), su primera novela, un espléndido retrato del «hombre superfluo», una figura tratada ya por el autor en anteriores relatos, inspirada por el Eugenio Oneguin de Pushkin, y que acabaría por convertirse en un prototipo de la literatura rusa del XIX. Héroe hamletiano, medio inspirado en Bakunin, Rudin encarna no ya el clásico conflicto entre la palabra y la acción, sino entre la palabra vacía y la que sólo trágicamente puede cobrar sentido.

Esta nueva edición incluye un texto de Roberto Bolaño sobre su experiencia de la lectura de la novela y un apéndice sobre su composición y su sentido a cargo del traductor, Jesús García Gabaldón.

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Información

Año
2014
ISBN
9788490650134
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Capítulo VI

Pasaron más de tres meses. En el transcurso de todo ese tiempo Rudin casi no se apartó de Daria Mijailovna. Ella no podía vivir sin él. Hablarle de sí misma, escuchar sus juicios se había convertido en una necesidad para ella. Un día él se quiso ir, con el pretexto de que se le había acabado el dinero; pero ella le dio quinientos rublos. También tomó prestados de Volíntsev doscientos rublos. Pigasov muy rara vez visitaba ahora a Daria Mijailovna: la presencia de Rudin lo oprimía. Por lo demás, no era Pigasov el único que experimentaba esa sensación.
–No me gusta ese sabihondo –decía Pigasov–, se expresa de un modo afectado; ni quita ni pone; es un personaje de novela rusa; dice: «Yo», y se detiene emocionado... «Yo, yo...» Usa siempre palabras tan largas... Estornudas y él se pone a demostrarte por qué precisamente has estornudado en vez de toser... Si te elogia es como si te condecorara... Si comienza a criticarse, se cubre de fango. «Vaya –piensas–, ahora ya no se atreverá a mirar a la cara a nadie en este mundo de Dios.» ¡Qué va! No tarda en ponerse alegre como si hubiera bebido un trago de vodka.
Pandalevski temía a Rudin y le trataba con mucha prudencia. Volíntsev mantenía con él unas relaciones muy raras. Rudin le llamaba caballero y lo ponía por las nubes delante de él y a sus espaldas; pero Volíntsev no podía tenerle simpatía y cada vez que Rudin se ponía, incluso en su presencia, a enumerar sus méritos, sentía, sin quererlo, impaciencia y contrariedad. «¿Se estará burlando de mí?», pensaba, y le palpitaba el corazón rencorosamente. Volíntsev intentaba dominarse, pero sentía celos de Rudin por causa de Natalia. Y aunque Rudin siempre elogiaba en voz alta a Volíntsev, y aunque le llamaba caballero y le tomaba dinero prestado, tal vez no sentía ninguna simpatía por él. Sería difícil definir qué sentían en el fondo esas dos personas cuando, estrechándose la mano como buenos amigos, se miraban a los ojos.
Basístov seguía venerando a Rudin y cogiendo al vuelo cada una de sus palabras, mientras que éste apenas le hacía caso. En cierta ocasión pasó con él una mañana entera hablando de los más importantes problemas y cuestiones del Universo suscitándole el más vivo entusiasmo; pero luego lo dejó... Por lo visto, Rudin sólo buscaba para sus palabras almas puras y leales. Con Lezhnev, que comenzó a ir a casa de Daria Mijailovna, no entraba en discusiones, como si le rehuyera. Lezhnev también se mostraba frío con él y no expresaba su opinión definitiva, lo que desconcertaba mucho a Alexandra Pávlovna. Ella sentía admiración por Rudin, pero también tenía fe en Lezhnev. Todos en casa de Daria Mijailovna se doblegaban a los caprichos del nuevo huésped: satisfacían hasta sus más pequeños deseos. El orden de las ocupaciones diarias lo fijaba Rudin. Ni una sola partie de plaisir* se organizaba sin él. Por cierto, que no era muy aficionado a esas improvisadas excursiones y diversiones, y tomaba parte en ellas como un adulto en los juegos de niños, con cariñosa benevolencia y aire un poco aburrido. En cambio, se entrometía en todo lo demás; hablaba con Daria Mijailovna sobre la administración de sus propiedades, de la educación de los hijos, de la casa y de todo en general; escuchaba sus propuestas, sin fatigarle siquiera las minucias y sugería reformas e innovaciones. Daria Mijailovna las aceptaba de palabra, pero nada más. En los asuntos de la hacienda ella se atenía a los consejos de su administrador, un pequeño ruso entrado en años y tuerto, bondadoso y pícaro. «Lo viejo está gordo, lo joven está flaco», solía decir sonriendo con aire tranquilo y guiñando su único ojo.
Después de Daria Mijailovna, con quien más a menudo y más tiempo hablaba Rudin era con Natalia. Le daba en secreto libros, le confiaba sus planes, le leía las primeras páginas de los artículos y obras que se proponía escribir. Su sentido a menudo permanecía inaccesible para Natalia. Por cierto, que parecía que Rudin no ponía mucho empeño en que ella lo comprendiese. Le bastaba con que lo escuchase. Su intimidad con Natalia no era vista con buenos ojos por parte de Daria Mijailovna. «Pero –pensaba Daria– que hable con él cuanto quiera aquí en el campo. Natalia le divierte, como una chiquilla. No es una gran desgracia y ella, de todas formas, se instruye. En Petersburgo haré que todo esto cambie.»
Daria Mijailovna se equivocaba. Natalia no hablaba con Rudin como una chiquilla: atendía ávidamente a sus palabras, se esforzaba en penetrar su sentido, sometía al juicio de Rudin sus ideas y dudas; él era su maestro y guía. Por ahora únicamente hervía su cabeza..., pero una cabeza joven no hierve sola mucho tiempo. ¡Qué momentos tan deliciosos vivía cuando en el jardín, en un banco, a la leve y transparente sombra de los fresnos, Rudin comenzaba a leerle el Fausto de Goethe, a Hoffmann, o las Cartas de Bettina,* o a Novalis, deteniéndose continuamente y explicándole todo aquello que le parecía oscuro! Natalia hablaba mal el alemán, como casi todas nuestras señoras, pero lo entendía bien, y Rudin estaba completamente sumergido en la poesía alemana, en la Alemania romántica y el mundo filosófico, y la arrastraba tras de sí por esas recónditas regiones. Misteriosas y bellas se revelaban a su atenta mirada; de las páginas del libro que él tenía entre sus manos, surgían prodigiosas imágenes, nuevas y luminosas ideas que se derramaban con intensos chorros en el alma y en el corazón de la joven, agitados por la noble alegría de las grandes emociones, y silenciosamente se encendía y ardía el sagrado fuego del entusiasmo...
–Dígame, Dmitri Nikolaich –comenzó ella un día, sentada al bastidor, junto a la ventana–, ¿pasará usted este invierno en Petersburgo?
–No lo sé –contestó Rudin, dejando caer sobre sus rodillas el libro que estaba hojeando–; si dispongo de medios, iré.
Hablaba con indolencia. Se sentía cansado y no había hecho nada en toda la mañana.
–Yo creo que... ¿cómo no va a hallar usted esos medios?
Rudin movió la cabeza.
–¡Eso cree usted!
Y miró significativamente a otro lado.
Natalia hubiera querido decir algo, pero se contuvo.
–Mire –empezó Rudin, señalándole la ventana con la mano–, ¿ve ese manzano? Se ha partido por el peso y la cantidad de sus propios frutos. Ése es el verdadero emblema del genio...
–Se ha partido por falta de apoyo –replicó Natalia.
–La comprendo, Natalia Alexeevna; pero al hombre no le es tan fácil encontrar ese apoyo.
–Yo creo que la simpatía de los demás..., en todo caso, la soledad...
Natalia se hizo un pequeño lío y enrojeció.
–¿Y qué hará usted en invierno en el campo? –añadió precipitadamente.
–¿Qué haré? Terminaré mi gran artículo... ya sabe usted... sobre lo trágico en la vida y en el arte... Anteayer le expliqué el esquema; ya se lo enviaré.
–¿Lo publicará?
–No.
–¡Cómo que no! Entonces, ¿para quién hace ese trabajo?
–Quizá sólo sea para usted. Natalia bajó los ojos.
–Eso es superior a mis fuerzas, Dmitri Nikolaich.
–¿Puedo preguntarle de qué trata el artículo? –preguntó modestamente Basístov, que estaba sentado no lejos de ellos.
–De lo trágico en la vida y en el arte –repitió Rudin–. También el señor Basístov lo leerá. Pero todavía no tengo clara la idea principal. Todavía no he llegado a comprender bien el sentido trágico del amor.
A Rudin le gustaba hablar con frecuencia del amor. Al principio, ante la palabra amor, mademoiselle Boncourt se estremecía y aguzaba el oído, como un viejo caballo del ejército al oír la corneta, pero luego se acostumbró y ahora únicamente fruncía los labios y tomaba un poco de rapé.
–Me parece –insinuó tímidamente Natalia–, que lo trágico en el amor es un amor desgraciado.
–En modo alguno –replicó Rudin–, ése es más bien el lado cómico del amor... Hay que plantear esta cuestión de una manera completamente distinta... Hay que profundizar más... ¡El amor! –prosiguió–, en él todo es misterioso; cómo aparece, cómo se desarrolla y cómo desaparece. Unas veces surge de pronto, alegre y sin dudas, como el día; otras arde lentamente como el fuego bajo el rescoldo y atraviesa el alma con su llama, cuando ya todo se apagó; otras veces se desliza en el corazón como una serpiente y se marcha de pronto fuera de él... Sí, sí; es una cuestión importante. Pero ¿quién ama en nuestro tiempo? ¿Quién se atreve a amar?
Y Rudin se quedó pensativo.
–¿Cómo es que no vemos desde hace tiempo a Serguei Pávlich? –preguntó de pronto.
Natalia se ruborizó y bajó la cabeza hacia el bastidor.
–No lo sé –balbuceó ella.
–¡Qué persona tan noble y maravillosa! –exclamó Rudin levantándose–. Es uno de los mejores modelos de la actual nobleza rusa...
Mademoiselle Boncourt miró a Rudin de reojo a través de sus lentes francesas.
Rudin se paseó por la habitación.
–¿Se han fijado ustedes –dijo, girando sobre sus tacones– que a la encina (y la encina es un árbol robusto) sólo se le caen las hojas viejas cuando las nuevas comienzan a brotarle?
–Sí –respondió lentamente Natalia–, me he fijado.
–Pues exactamente lo mismo le ocurre al amor viejo en un corazón fuerte; está muerto pero todavía se mantiene; sólo otro nuevo amor puede hacerlo caer.
Natalia nada respondió.
«¿Qué quiere decir?», pensó ella.
Rudin se detuvo, se mesó los cabellos y se retiró.
Natalia se fue a su habitación. Estuvo sentada en su cama largo rato, llena de perplejidad, meditando largamente sobre las últimas palabras de Rudin y de pronto cruzó las manos y se echó a llorar. ¡Sabe Dios por qué lloraba! No sabía por qué le brotaban tan inesperadamente las lágrimas. Se las enjugaba y volvían a brotar, como el agua de un arroyo largo tiempo retenido.


Ese mismo día tuvo lugar una conversación entre Alexandra Pávlovna y Lezhnev sobre Rudin. Al principio él estaba muy reservado, pero ella estaba decidida a hacerle hablar.
–Veo –le dijo ella– que sigue sin gustarle Dmitri Nikolaich. Hasta el momento me he abstenido intencionadamente de preguntarle por él; pero ahora ya habrá podido convencerse de si se ha producido en él algún cambio y desearía saber por qué no le gusta.
–Con su permiso –replicó Lezhnev con su habitual flema–, y ya que parece estar tan impaciente por ello, se lo diré. Sólo le ruego que no se enfade...
–Bueno, pero empiece usted, empiece.
–Y déjeme hablar hasta llegar al final.
–De acuerdo, de acuerdo; empiece.
–Entonces –comenzó Lezhnev, reclinándose pausadamente en el diván–, le diré que, efectivamente, no me agrada Rudin. Es una persona de talento...
–¡Todavía con ésas!
–Es un hombre de extraordinario talento, aunque, en esencia, está vacío...
–¡Es fácil decir eso!
–Aunque en esencia está vacío –repitió Lezhnev–, pero eso no es ninguna desgracia, todos nosotros somos gente vacía. Ni siquiera le reprocho que, en el fondo de su alma, sea un déspota, un indolente, un inepto...
Alexandra Pávlovna ju...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Nota al texto
  4. Lista de personajes
  5. Capítulo I
  6. Capítulo II
  7. Capítulo III
  8. Capítulo IV
  9. Capítulo V
  10. Capítulo VI
  11. Capítulo VII
  12. Capítulo VIII
  13. Capítulo IX
  14. Capítulo X
  15. Capítulo XI
  16. Capítulo XII
  17. Epilogo*
  18. Apéndices
  19. Notas
  20. Créditos
  21. ALBA