La Navidad cuando dejamos de ser niños
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La Navidad cuando dejamos de ser niños

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Navidad: la ocasión para no cerrar las puertas a nadie, ni siquiera a los que se han ido... El más dickensiano de los temas en cinco cuentos inéditos hasta hoy en español.

Breve colección de relatos navideños de Charles Dickens, rescatados de los números navideños de la revista que dirigió, Household Words, que todos los años por esas fechas y desde 1850 sacaba un especial para las fiestas. Algunos son un breve canto a la Navidad vivida como el gran momento de la hospitalidad, la ocasión para no cerrar las puertas a nadie, ni siquiera a los ausentes. Otros son relatos en los que se representa a distintos personajes alrededor del fuego contando historias en Nochebuena.

Grandes relatos, pequeñas joyas, todas ellas del mejor Dickens y su "espíritu navideño".

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Información

Año
2012
ISBN
9788484288008
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

EL CUENTO DEL COLEGIAL

Como soy bastante joven –aunque vaya cumpliendo años, sigo siendo bastante joven–, no tengo ninguna aventura a la que recurrir. No creo que a ninguno de los presentes les interese saber que el reverendo es un carcelero, y ella una auténtica arpía, o lo mucho que cobran a los padres, sobre todo por los cortes de pelo y la atención médica. A uno de nuestros compañeros le quitaron doce chelines y seis peniques de su cuenta como pago por dos pastillas –supongo que ganarían seis chelines y tres peniques con cada una de ellas–, y él ni siquiera se las tomó, se limitó a esconderlas en la manga de su chaqueta.
En cuanto a la carne de vacuno, es una vergüenza. No es carne. La carne no es un puñado de nervios. La carne se puede masticar. Además, la carne lleva salsa, y jamás ves una gota en la nuestra. Otro de nuestros compañeros se fue a casa enfermo, y oyó cómo el médico de la familia le decía a su padre que lo único que podía explicar esa dolencia era la cerveza. Por supuesto que era la cerveza, ¡cómo no iba a serlo!
Sin embargo, la carne de vacuno y el viejo Quesero son cosas diferentes. Y la cerveza también. Y es del viejo Quesero de quien yo quería hablar; no de cómo nuestros compañeros ven destruida su salud para que otros aumenten sus ganancias.
Y es que basta con mirar la masa. No tiene nada de crujiente. Es sólida, como plomo mojado. Luego nuestros compañeros tienen pesadillas, y los demás muchachos les arrojan almohadas por despertarlos con sus gritos. ¿A quién puede extrañarle eso?
El viejo Quesero se levantó una noche dormido, se puso el sombrero sobre el gorro de dormir, cogió una caña de pescar y un bate de cricket y bajó a la sala, donde, como es natural, todos creyeron que era un fantasma. Bueno, jamás habría hecho eso si sus comidas hubieran sido sanas. Cuando todos empecemos a caminar dormidos, supongo que lo lamentarán.
El viejo Quesero no era ayudante del profesor de latín en aquella época; era un alumno. Cuando era muy pequeño, lo llevó al internado en la silla de posta una mujer que estaba siempre tomando rapé y zarandeándolo; era lo único que recordaba. Nunca pasó las vacaciones en casa. Sus cuentas (jamás tuvo un gasto extra) eran enviadas al banco, y el banco las pagaba; estrenaba un traje marrón dos veces al año y sus primeras botas a los doce años. Y siempre le quedaron demasiado grandes.
En las vacaciones de verano, algunos compañeros que vivían cerca trepaban a los árboles que están detrás del muro del patio para ver cómo el viejo Quesero leía solo. Siempre fue tan suave como el té –y eso es mucho decir, ¿no?–, así que, cuando le silbaban, levantaba la vista y saludaba; y, cuando le decían: «¡Hola, viejo Quesero! ¿Qué has comido?», él contestaba: «Cordero hervido»; y, cuando le preguntaban: «¿No te sientes solo, viejo Quesero?», él respondía: «A veces me aburro un poco», y entonces ellos le decían: «¡Adiós, viejo Quesero!» y se bajaban del árbol. Por supuesto, era un atropello que no le dieran más que cordero hervido en vacaciones, pero así funcionaban las cosas. Y, cuando no le daban cordero hervido, le daban arroz con leche, simulando que era un festín. Y se ahorraban el carnicero.
Y así siguió el viejo Quesero. Aparte de la soledad, las vacaciones le acarreaban otro contratiempo; pues, cuando los demás alumnos empezaban a volver, a regañadientes, él se ponía muy contento de verlos; lo que era muy enojoso cuando ellos no compartían el sentimiento y le golpeaban la cabeza contra la pared, haciendo que le sangrara la nariz. Pero casi todo el mundo lo quería. Una vez se hizo una suscripción a su nombre; y, para que estuviera contento, le regalaron antes de vacaciones dos ratones blancos, un conejo, una paloma y un cachorro precioso. El viejo Quesero se echó a llorar, sobre todo poco después cuando los animales se comieron unos a otros.
Por supuesto, al viejo Quesero le pusieron todos los nombres de queso posibles –Gloster, Cheshire, Bola, Whiltshire, etcétera–, pero a él le daba igual. Y no es que fuera viejo por su edad, porque no lo era, sino que desde el principio lo llamaron así: viejo Quesero.
Finalmente, le nombraron ayudante del profesor de latín. Aparecieron con él en clase una mañana a principios de trimestre, y lo presentaron a los alumnos como el «señor Quesero». Entonces nuestros compañeros decidieron que el viejo Quesero era un espía, y un desertor que se había pasado al enemigo, vendiéndose al mejor postor. No era ninguna excusa que se hubiera vendido por muy poco: dos libras y diez chelines, alojamiento y colada, según se comentó. Celebraron una reunión parlamentaria donde acordaron que solo podían tenerse en cuenta los motivos mercenarios del viejo Quesero, y que era necesario «acuñar nuestra sangre para sacar dracmas». El Parlamento tomó la expresión de la escena en que Casio discute con Bruto6.
Cuando se decidió con semejante determinación que el viejo Quesero era un gran traidor que había accedido a los secretos de nuestros compañeros para sacar tajada, se invitó a los alumnos más valientes a dar un paso al frente y enrolarse en una Sociedad que le hiciera la vida imposible. El presidente de la Sociedad fue el alumno más antiguo, un chico llamado Bob Tarter. Su padre estaba en las Antillas y, según él, nadaba en la abundancia. Tenía mucho ascendiente sobre nuestros compañeros, y escribió una parodia que comenzaba:
¿Quién por tan sumiso se hizo pasar
que apenas le oíamos hablar,
y resultó ser un soplón y delatar?
El viejo Quesero.
Y luego seguían más de doce versos que cantaba todas las mañanas junto a la mesa del nuevo maestro. Bob Tarter aleccionó también a uno de los más pequeños, un niño de mejillas sonrosadas que se llamaba Brass y era bastante alocado, para que una mañana se le acercara con su gramática latina y recitase: nominativus pronominum: viejo Quesero, raro exprimitur: nunca se sospechó, nisi distinctionis: que fuera un delator, aut emphasis gratia: hasta que demostró serlo, ut: por ejemplo, vos damnastis: cuando vendió a los alumnos. Quasi: como si, dicat: hubiera dicho, pretaerea nemo: ¡soy Judas! Todo aquello impresionó mucho al viejo Quesero. Nunca había tenido demasiado pelo; pero el poco que tenía empezó a clarear cada vez más. Se volvió más pálido y ojeroso; y a veces lo veían por las noches sentado ante su mesa con un largo pabilo en la vela y las manos en la cara, llorando. Pero ningún miembro de la Sociedad podía apiadarse de él, aunque tuviera ganas, porque el presidente decía que era la conciencia del viejo Quesero.
Y el viejo Quesero continuó así, ¡y qué vida tan triste llevaba! Por supuesto que el reverendo lo miraba por encima del hombro y ella, no digamos, porque era su forma de tratar a los profesores; pero él sufría sobre todo por nuestros compañeros, y a todas horas. Nunca se quejó de ello, que la Sociedad supiera; pero ese mérito no le fue reconocido porque el presidente dijo que era la cobardía del viejo Quesero.
No tenía más que una amiga en el mundo, que estaba casi tan desvalida como él, porque solo era Jane. Jane era una especie de guardarropa para los alumnos, y vigilaba las taquillas. Había llegado como aprendiza –según algunos compañeros, venía de una institución benéfica, pero no lo sé– y, cuando su formación terminó, se quedó cobrando tanto al año. O tan poco, debería decir quizá, ya que esto es mucho más probable. Sin embargo, tenía ahorrado algún dinero en el banco, y era una joven muy amable. No era exactamente guapa; pero tenía un rostro expresivo, sincero y sonriente, y los alumnos le tenían mucho cariño. Era increíblemente limpia y alegre, e increíblemente paciente y simpática. Siempre que ocurría algo con la madre de algún muchacho, éste iba a enseñarle la carta a Jane.
Jane era amiga del viejo Quesero. Cuanto más se metía con él la Sociedad, más le consolaba ella. A veces le dirigía una mirada jovial desde su ventana que le infundía ánimos para toda la jornada. Salía del huerto (siempre cerrado con llave, ¡creedme!) por el campo de deportes, cuando podía hacerlo por el otro lado, solo para volver la cabeza, como si qu...

Índice

  1. Cubierta
  2. La Navidad cuando dejamos de ser niños (1851)
  3. El cuento del pariente pobre (1852)
  4. El cuento del niño (1852)
  5. El cuento del colegial (1853)
  6. El cuento de Nadie (1853)
  7. Notas
  8. Créditos
  9. Alba Editorial