El americano
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«James es en sus novelas como los mejores críticos franceses a la hora de mantener un punto de vista, una posición desde donde ver que no se ve afectada por ideas parásitas. Es el hombre más inteligente de su generación.» T. S. Eliot

Christopher Newman, «el americano», «el hombre nuevo», «el gran bárbaro del Oeste», llega a París dispuesto a «ver todas las cosas importantes y hacer lo que hace la gente inteligente». Casarse se encuentra también entre sus expectativas, y ninguna mujer parece adecuarse tanto a ellas como madame de Cintré, una joven viuda perteneciente a una rancia casta de aristócratas. Newman piensa que, con su dinero, podrá vencer las reticencias y el orgullo de una familia poco inclinada a emparentar con –como ellos dicen– «una persona mercantil». Y en un principio así parece... pero, como un día le advierte el hermano menor de madame de Cintré, «los árboles viejos tienen ramas torcidas, las casas viejas tienen grietas curiosas, las viejas estirpes tiene raros secretos. ¡Recuerde que tenemos ochocientos años!». La comedia de sociedad se ensombrece de pronto con el oscuro legado de los siglos, que hace su gótica aparición en forma de duelos, vergonzosos secretos, crímenes y clausuras de por vida. Newman aprende así lo que oculta y lo que depara no sólo la vieja Europa, sino también su propio deseo de ella. El americano (1876-77) es la primera novela propiamente «internacional» de Henry James y constituye ya una muestra excelente de su personalidad y su estilo.

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Información

Año
2016
ISBN
9788490651490
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
CAPÍTULO III
Llevó a efecto esa ceremonia al día siguiente, cuando, tras previa cita, Christopher Newman fue a cenar con él. El señor y la señora Tristram vivían detrás de una de esas fachadas color tiza que decoran con su pomposa monotonía las anchas avenidas elaboradas por el barón Haussmann en las inmediaciones del Arco del Triunfo. Su apartamento abundaba en comodidades modernas, y a Tristram le faltó tiempo para dirigir la atención de su visitante a sus principales tesoros domésticos, las lámparas de gas y los tubos de las calderas.
–Siempre que se sienta nostálgico –dijo–, debe venir aquí. Le pondremos delante de un hornillo, bajo un estupendo quemador, y…
–Y pronto se le pasará la nostalgia –dijo la señora Tristram.
Su marido la miró fijamente; su esposa tenía a menudo un tono que le resultaba inescrutable; ni por todo el oro del mundo conseguía averiguar si bromeaba o si hablaba en serio. Lo cierto era que las circunstancias habían contribuido mucho a cultivar en la señora Tristram una notoria tendencia a la ironía. Su gusto difería en muchas cuestiones del de su marido; y aunque hacía frecuentes concesiones, hay que confesar que no siempre eran elegantes. Estaban basadas en su vago proyecto de hacer algún día algo muy positivo, algo ligeramente apasionado. Respecto a qué pretendía hacer, ni ella misma habría sido en absoluto capaz de decirlo; no obstante, mientras tanto se estaba comprando una buena conciencia, a plazos.
Habría que añadir, sin más dilación y para evitar malentendidos, que su pequeño plan de independencia no incluía expresamente la ayuda de otra persona del sexo opuesto; no estaba ahorrando virtud para cubrir los costes de un flirteo. Había varios motivos para ello. Para empezar, tenía un rostro muy vulgar, y estaba muy lejos de hacerse ilusiones sobre su aspecto. Le tenía tomadas las medidas hasta al último cabello, conocía lo peor y lo mejor, se había aceptado a sí misma. Y esto, sin duda, no sin esfuerzo. Cuando era una muchacha se había pasado horas de espaldas al espejo, llorando a lágrima viva; y más adelante, impulsada por la desesperación y a modo de bravuconada, había adoptado la costumbre de proclamarse la mujer menos agraciada del mundo, con el fin –como era inevitable según la cortesía habitual– de ser contradicha y reafirmada. Fue al venir a vivir a Europa cuando empezó a tomarse el asunto con filosofía. Sus dotes de observación, que aquí ejercitaba vivamente, le habían sugerido que el primer deber de una mujer no es ser hermosa, sino simpática; y se encontró con tantas mujeres que agradaban sin hermosura, que empezó a sentir que había descubierto su misión. En cierta ocasión, le había oído afirmar a un músico entusiasta, al que un inspirado zote le había agotado la paciencia, que en realidad una buena voz supone un obstáculo para cantar como es debido; y se le ocurrió que, de la misma manera, quizá fuese cierto que un rostro hermoso es un obstáculo para la adquisición de modales encantadores. La señora Tristram, por tanto, se dedicó a ser exquisitamente simpática, y le echó a la tarea una devoción realmente conmovedora. Hasta qué punto habría tenido éxito, no puedo saberlo; por desgracia, se apeó a medio camino. Su propia excusa fue la falta de ánimos por parte de su círculo inmediato. Pero me inclino a pensar que carecía de auténtico genio para el asunto, pues si no se habría dedicado al encantador arte por sí mismo. La pobre dama era muy incompleta. Recurrió a las armonías del tocador, que entendía a fondo, y se contentó con vestirse a la perfección. Vivía en París, ciudad que fingía detestar, porque sólo en París se podía hallar cosas que encajasen exactamente con el aspecto de uno. Además, fuera de París siempre suponía cierto trastorno conseguir guantes de diez botones. Cuando vituperaba esta servicial ciudad y se le preguntaba dónde preferiría residir, ofrecía respuestas harto inesperadas. Decía que en Copenhague o en Barcelona, habiendo pasado un par de días en cada uno de estos sitios cuando hizo la gira europea. En conjunto, con sus poéticos faralaes y su pequeño rostro mal formado e inteligente, era, cuando se la conocía, una mujer indudablemente interesante. Era tímida por naturaleza, y es probable que (puesto que carecía de vanidad) de haber nacido una belleza habría seguido siendo tímida. Ahora bien, era a la vez apocada e importuna; extremadamente reservada a veces con sus amigos y extrañamente expansiva con desconocidos. Despreciaba a su marido; le despreciaba en exceso, puesto que había tenido absoluta libertad para no casarse con él. Había estado enamorada de un hombre inteligente que la había desairado, y se había casado con un necio con la esperanza de que aquel ingrato listillo, al reflexionar, llegase a la conclusión de que era ciega al mérito, y de que se había hecho ilusiones al suponer que ella apreciaba el suyo. Inquieta, descontenta, quimérica, sin ambiciones personales pero con cierta codicia de imaginación, era, como he dicho antes, eminentemente incompleta. Estaba llena –para bien y para mal– de inicios que se quedaban en nada; pero a pesar de todo poseía, moralmente, una chispa del fuego sagrado.
A Newman le gustaba, en toda circunstancia, la compañía de las mujeres; y ahora que estaba fuera de su elemento nativo, y privado de sus intereses habituales, se volcó en ella para compensar. Cobró un gran afecto a la señora Tristram; ella le correspondió sinceramente, y después de su primer encuentro pasó un buen número de horas en su sala de estar. Al cabo de dos o tres charlas se hicieron amigos íntimos. Newman tenía una peculiar conducta con las mujeres, y exigía cierto ingenio por parte de una dama descubrir que la admiraba. Carecía de toda galantería, en el sentido habitual del término; ningún cumplido, ninguna lindeza, ningún discurso. Muy dado a lo que se llama hacer chanzas en sus tratos con los hombres, nunca se encontraba en un sofá junto a un miembro del sexo débil sin sentirse extremadamente serio. No era tímido, y, en la medida en que la torpeza nace de una lucha contra la timidez, no era torpe; serio, atento, sumiso, a menudo silencioso, simplemente se dejaba llevar por una especie de rapto de respeto. Esta emoción no era en absoluto teórica, ni siquiera era muy sentimental; había reflexionado muy poco sobre la «posición» de las mujeres, y no le resultaba familiar, ni por simpatía ni por ningún otro medio, la imagen de un presidente con enaguas. Su actitud era simplemente el fruto de su bondad general y parte de su suposición, instintiva y sinceramente democrática, de que todo el mundo tiene derecho a llevar una vida fácil. Si un mendigo harapiento tenía derecho a cama, alojamiento, salario y voto, por supuesto que las mujeres, que eran más débiles que los mendigos y cuyo tejido físico era en sí mismo un atractivo, debían ser mantenidas, sentimentalmente, con fondos públicos. Newman estaba dispuesto a pagar generosos impuestos para este fin, en proporción a sus medios. Es más, para él muchas de las tradiciones comunes con respecto a las mujeres eran refrescantes impresiones personales; ¡jamás había leído una novela! Le habían impresionado su agudeza, su sutileza, su tacto, sus acertados juicios. Le parecían exquisitamente organizadas. Si es cierto que en las tareas de este mundo uno siempre ha de tener una religión, o al menos un ideal, de algún tipo, Newman hallaba su inspiración metafísica en una vaga aceptación de su responsabilidad última con alguna esclarecida testa femenina.
Pasaba una buena parte del tiempo escuchando los consejos de la señora Tristram; consejos, todo sea dicho, que nunca había pedido. No habría sido capaz de hacerlo, pues carecía de la menor percepción de las dificultades y, por tanto, de la menor curiosidad respecto a los remedios. El complejo mundo parisino que le rodeaba le parecía un asunto muy simple; era un espectáculo inmenso, asombroso, pero ni inflamaba su imaginación ni excitaba su curiosidad. Se metía las manos en los bolsillos, miraba afablemente, deseaba no perderse nada importante, observaba de cerca un montón de cosas y nunca volvía sobre sí mismo. Los «consejos» de la señora Tristram formaban parte del espectáculo, y eran el elemento más entretenido de su abundante cotilleo. Disfrutaba oyéndole hablar de él; parecía parte de su hermoso ingenio, pero jamás llevó a la práctica nada de lo que decía ni lo recordaba cuando se alejaba de ella. En cuanto a ella, se apropió de Newman; hacía muchos meses que no se le presentaba una cosa tan interesante en la que pensar. Deseaba hacer algo con él; apenas sabía qué. Lo tenía todo; era tan rico y tan fuerte, tan natural, amigable y bien dispuesto que man...

Índice

  1. CUBIERTA
  2. NOTA AL TEXTO
  3. CAPÍTULO I
  4. CAPÍTULO II
  5. CAPÍTULO III
  6. CAPÍTULO IV
  7. CAPÍTULO V
  8. CAPÍTULO VI
  9. CAPÍTULO VII
  10. CAPÍTULO VIII
  11. CAPÍTULO IX
  12. CAPÍTULO X
  13. CAPÍTULO XI
  14. CAPÍTULO XII
  15. CAPÍTULO XIII
  16. CAPÍTULO XIV
  17. CAPÍTULO XV
  18. CAPÍTULO XVI
  19. CAPÍTULO XVII
  20. CAPÍTULO XVIII
  21. CAPÍTULO XIX
  22. CAPÍTULO XX
  23. CAPÍTULO XXI
  24. CAPÍTULO XXII
  25. CAPÍTULO XXIII
  26. CAPÍTULO XXIV
  27. CAPÍTULO XXV
  28. CAPÍTULO XXVI
  29. NOTAS
  30. CRÉDITOS
  31. ALBA EDITORIAL