La historia del doctor Gully
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La historia del doctor Gully

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En mayo de 1870, Florence Ricardo, esposa de un capitán bebedor y violento, acudía a la consulta del doctor Gully en Malvern (Gales), en busca de una cura para su estado de nervios: estaba agotada, deprimida, ansiosa, bebía preocupantemente, no paraba de llorar. El doctor Gully era famoso por sus tratamientos que hoy denominaríamos «alternativos», en especial la hidroterapia. Entre sus pacientes agradecidos se contaban Darwin, Tennyson y Carlyle. A pesar de los más de treinta años de edad que los separaban, el médico y su paciente iniciaron una relación que no tardaría en ir más allá de lo profesional y que, a lo largo del tiempo, pasaría por las más diversas fases, siempre bajo la amenaza del escándalo.Como en Harriet, Elizabeth Jenkins reconstruye en La historia del doctor Gully (1972) un sonado caso criminal que dejó perpleja a la sociedad victoriana. Con una técnica narrativa magníficamente astuta, al servicio de una compleja trama con muchos e inesperados giros, la autora se las ingenia en todo momento para desbaratar las expectativas del lector y llevarlo de uno a otro extremo de la identificación con los personajes. Psicológica-mente brillante, socialmente revulsiva, esta historia de amor, manipulacio-nes y traición es una novela tan lúcida como intrigante.

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Información

Año
2015
ISBN
9788490651216
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Capítulo XXXIII

La echó de menos en París. La imagen de Florence en 1872 era un recuerdo dulce, doloroso, pero la echaba de menos tal y como era ahora, con su belleza madura y vigorosa que ejercía tal poder sobre él que habría preferido que estuviera allí de mal humor a que no estuviera. Sin embargo, le resultaba muy cómodo disponer por completo de sí mismo, ser libre de visitar a personas que le recibían con la mezcla francesa de alborozado entusiasmo y artificiosa cortesía. Le hacía darse cuenta de lo constreñido e ingrato que había sido, en buena parte, ese viajar à trois, pero en lo más hondo persistía el deseo de verla, más intenso a medida que se aproximaba el momento y, sobre todo, cuando le llegaban sus cartas, cariñosas pero breves. Florence y la señora Cox se estaban divirtiendo en Brighton, y Effie había ido a verla, algo que la había hecho muy feliz. Florence se alegraba de saber que él estaba disfrutando de su estancia. El doctor Gully tenía en su casa todas y cada una de las cartas que le había enviado Florence. Releía las nuevas que le llegaban y las guardaba cuidadosamente, para añadirlas a la colección.
El alojamiento en King’s Road, en Brighton, parecía agradar a Florence, ya que antes de que el doctor Gully regresara a Balham la segunda semana de octubre, la señora Cox y ella volvieron allí. La carta que le esperaba en Orwell Lodge lo explicaba. A él le decepcionó no poder verla esa misma noche, pero Florence también le pedía que fuera a Brighton en cuanto volviera. Era un sábado por la noche. Envió un telegrama diciendo que estaría con ella el lunes.
Cuando se vieron, la señora Cox había tenido la delicadeza de ausentarse del salón, y James estrechó a Florence entre sus brazos hasta que ella se soltó suavemente. Entonces James se dio cuenta de que, a pesar del famoso aire marino, Florence no tenía buena cara. Su rostro estaba bastante pálido y reflejaba preocupación. Le contó que Effie había dicho que su madre estaba enferma, lo que al parecer despertó en Florence todo el afecto filial que llevaba tanto tiempo dormido. Daba la impresión de que no quería que le hicieran demasiadas preguntas sobre el estado de la señora Campbell. «Inflamación interna»: eso era lo que había dicho Effie y, sin ningún otro detalle, en realidad el doctor Gully no pudo añadir nada, salvo que le preocupaba y lo sentía.
–¡Ojalá pudiera verla! –exclamó Florence.
A Gully le sorprendió un poco; sin embargo, aunque inesperado, era un impulso natural.
–¡Cuánto deseo que nos casemos! –dijo–. Nuestra felicidad mental y física depende de eso.
–Sí –replicó Florence débilmente.
James le cogió la mano, y, aunque ella no le correspondió, no la retiró.
James le preguntó cuándo tenía pensado volver a casa. Ella contestó que no lo sabía. Le gustaba disfrutar del sol, ya que en Londres se había apagado. No había prisa.
–Solo por mi parte –dijo James galantemente. Añadió que, de todos modos, si no regresaba al final de la semana, él volvería.
La desdicha que teñía el escenario, las calles, las hileras de casas adosadas, las plazas descoloridas y el mar centelleante, todo seguía allí, pero el gozo de volver a ver a Florence casi le hizo olvidarlo.
Durante los días siguientes, martes, miércoles, jueves y viernes, le escribió dos veces, pero estaba muy ocupado. Tenía que volver a tomar posesión de Orwell Lodge, dialogar con Pritchard, hablar con el jardinero, leer y escribir. Había acabado su presidencia anual en la Asociación Nacional de Espiritismo, pero había mucho que tratar en su sede. Le presentaron a una tal señora Kimball, una mujer callada vestida de negro. Tenía poderes de médium, extraordinarios según decían. Coincidió con el doctor Gully en la sala de reuniones de Gower Street, donde había varias personas: el nuevo presidente, el secretario y algunos miembros preocupados por los planes de acción. La señora Kimball no participó en el debate; se quedó sentada al lado de una ventana, aparte. El doctor Gully se sorprendió observándola con una mirada intensa, impersonal, y recibiendo otra parecida. Después no podría haber dicho cómo era la señora.
Aprovechó la ocasión para ir a ver a Charlotte Dyson, que estuvo muy atenta a cuanto le contó de París. La atmósfera sosegada y sensible de Vernemore le resultaba muy grata. Hacía ya tiempo que había descubierto que una de las delicias de relacionarse con Charlotte era la facilidad con la que se le podía enseñar. No sabía nada de medicina (¿cómo iba a saber?), pero cuando le explicaba algo, prestaba atención, aplicando su considerable inteligencia, porque lo que él decía era interesante, y un emotivo entusiasmo por que fuera él quien lo dijera. Cuánto le habría gustado hablarle de sus desvelos, de todo lo que tenía prohibido decirle.
Gully estaba desayunando como de costumbre a las ocho y media el sábado por la mañana cuando vio por las grandes ventanas de vidrio cilindrado al cartero, que entraba por el sendero con un montón de cartas. Momentos más tarde se las llevaba Pritchard a la mesa del desayuno: había una de Florence encima de las demás. Como casi había acabado de comer, se dejó a medias una tostada y se llevó las cartas al estudio, donde ya habían encendido la chimenea.


Llevo mucho tiempo pensándolo. No quería escribirte mientras estuvieras fuera, para no estropearte las vacaciones, y cuando viniste aquí no tuve valor para decírtelo. Tenemos que separarnos. Estoy decidida a no volver a verte. Nunca querré a nadie como a ti, pero no soporto seguir así, haciéndole daño a mi madre y ofendiéndola y siempre consciente de su preocupación. Jamás me perdonaría a mí misma si ella muriera sin haberme reconciliado. No puedo decir nada más. Tienes que aceptar mi decisión.
FLORENCE RICARDO


El doctor Gully no habría sabido decir después cuánto tiempo pasó conmocionado. Le hablaban y contestaba, salió a los prados y volvió a entrar en casa, salió una vez más sin recordar dónde había estado. El domingo por la mañana se recuperó, y ya tenía varios puntos claros. Si la felicidad de Florence dependía de la reconciliación con su familia, él no debía siquiera intentar interponerse en su camino, y así se lo diría. En segundo lugar, en realidad no creía, no aceptaba, que la reconciliación significara necesariamente una separación total. No había necesidad de enfrentarse a una perspectiva tan destructiva. Florence no era una niña; podía aceptar algunas condiciones de sus padres e imponer algunas de las suyas. En tercer lugar, la orden de no volver a verse jamás no tenía ni pies ni cabeza. Iría a Brighton a hablarlo claramente con ella.
Lo dejó para el lunes por la mañana con la idea de recobrar por completo el dominio de sí mismo, y entonces se puso a escribir, comenzando la carta con el «Queridísima mía» de costumbre. Decía que sería muy conveniente que se reconciliara con sus padres, que deseaba que hiciese lo que ella considerase lo mejor para su felicidad, pero añadía que no podía aceptar su decisión de separarse por completo. Iría a Brighton al día siguiente, martes, y estaría con ella poco antes del almuerzo. A la mañana siguiente, mientras desayunaba, le llegó un telegrama de Florence, que decía que la señora Cox iría en el tren de Brighton que paraba en Croydon a las nueve y veinte, y añadía: «Ve a verla, por favor».
Le molestó que le impusiera algo así, pero tenía sus ventajas. Habían pasado tantas cosas que él únicamente conocía por las desastrosas consecuencias, que la ocasión de sonsacarle alguna información a la señora Cox no era mala idea.
Mientras el tren de Brighton entraba en el andén de Croydon, se vio la cara de la señora Cox por la ventanilla de un vagón de primera clase. El compartimento estaba a entera disposición de los dos, y la señora Cox empezó por decir que la señora Ricardo se alegraría de verle. Gully no le dijo que no se metiera donde no la llamaban; no dijo nada, y mientras el tren corría retumbando por los raíles, bamboleándose un poco al acelerar, la señora Cox le habló del deseo de Florence de volver a ver a su familia y de lo terriblemente desgraciada que le había hecho sentirse la separación los últimos cuatro años. Tampoco eso arrancó réplica alguna del doctor Gully, y aunque la señora Cox calló en un par de ocasiones, a la expectativa, al ver que él no la iba a animar a que continuara, lo hizo por su cuenta. Dijo que era muy triste que Florence se viera privada de toda vida social en el vecindario, y que, con tantos rumores, vivir en Balham resultaba angustioso. Como era algo de lo que se reconocía responsable, la conciencia de Gully ya le amargaba lo suficiente y no estaba dispuesto de ninguna manera a discutirlo con la señora Cox. Su rostro adquirió una expresión tan grave y fría que habría impresionado a cualquiera que no estuviera curado de espantos.
Para la señora Ricardo era todo un regalo conocer personas que la aceptaban en la posición que debía ocupar, dijo la señora Cox. El señor Charles Bravo y su padre habían estado en Brighton. El señor Charles seguía allí. Había ido de visita, a cenar y a pasear en coche con ellas, y a la señora Ricardo la animaba tener un poco de vida social normal.
–Sin duda –replicó el doctor Gully. El tren daba sacudidas entre las cortadas de creta que anunciaban la proximidad de la costa meridional. Gully intervino en la conversación de repente, y no sin esfuerzo, para preguntar desde cuándo tenía tan mala salud la señora de Joseph Bravo. Sorprendida, la señora Cox contestó que desde hacía unos cuantos años. Y la hija que vivía recluida, ¿sabía la señora Cox algo de su estado? No, no, nada en absoluto, dijo la señora Cox, salvo que no se reparaba en cuidados y atenciones y...
Y la hija que estaba en casa, prosiguió el doctor Gully, aparte de sus discapacidades, ¿tenía una inteligencia normal?
Sí, por Dios, dijo la señora Cox con entusiasmo, era una más del círculo familiar. Lo único malo era la sordomudez, pero por lo demás no le...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Nota al texto
  4. Introducción
  5. Capítulo I
  6. Capítulo II
  7. Capítulo III
  8. Capítulo IV
  9. Capítulo V
  10. Capítulo VI
  11. Capítulo VII
  12. Capítulo VIII
  13. Capítulo IX
  14. Capítulo X
  15. Capítulo XI
  16. Capítulo XII
  17. Capítulo XIII
  18. Capítulo XIV
  19. Capítulo XV
  20. Capítulo XVI
  21. Capítulo XVII
  22. Capítulo XVIII
  23. Capítulo XIX
  24. Capítulo XX
  25. Capítulo XXI
  26. Capítulo XXII
  27. Capítulo XXIII
  28. Capítulo XXIV
  29. Capítulo XXV
  30. Capítulo XXVI
  31. Capítulo XXVII
  32. Capítulo XXVIII
  33. Capítulo XXIX
  34. Capítulo XXX
  35. Capítulo XXXI
  36. Capítulo XXXII
  37. Capítulo XXXIII
  38. Capítulo XXXIV
  39. Capítulo XXXV
  40. Capítulo XXXVI
  41. Capítulo XXXVII
  42. Capítulo XXXVIII
  43. Capítulo XXXIX
  44. Capítulo XL
  45. Capítulo XLI
  46. Capítulo XLII
  47. Capítulo XLIII
  48. Capítulo XLIV
  49. Capítulo XLV
  50. Notas
  51. Créditos
  52. ALBA