EN LA IGLESIA DE SAN NICOLÁS
Daban las dos desde la pequeña torrecilla de la casa de al lado cuando Melanie entró de nuevo en su casa. El corazón parecía que le iba a estallar y necesitaba desahogarse. Luego, ya lo sabía, vendrían las lágrimas y con las lágrimas el consuelo.
Sin embargo, Rubehn tardaba hoy más de lo acostumbrado, y a los otros miedos de su corazón se añadió el temor y la preocupación por el hombre amado. Por fin volvió; era ya última hora de la tarde y el sol que se ponía enfrente, detrás de las ramas desnudas, lanzaba sus destellos fríos por las pequeñas ventanas de la mansarda. Pero el ambiente era desapacible y siniestro, y yendo al encuentro del recién llegado Melanie dijo:
–Traes tanto frío contigo, Rubén. Y yo ansío luz y calor…
–Qué cosas dices –respondió Rubehn visiblemente distraído, cuando normalmente se esforzaba por mostrar su habitual buen humor–. ¡Qué cosas dices! No veo más que luz, un verdadero embarras de richesse, encima de cada cojín del sofá y cada respaldo de silla, y el metal de la chimenea reluce y brilla como si fuera pan de oro. ¡Y tú pides más luz! Por favor, a mí me ciega, y desearía que fuera menos o desapareciera.
–No tendrás que esperar mucho.
Rubehn paseaba de un lado al otro. Ahora se quedó parado y dijo con cordialidad:
–Me olvido de preguntar por lo más importante. Perdóname. Has estado en casa de Jacobine. ¿Cómo fue el encuentro? Me temo que mal. Lo puedo leer en tus ojos. Y también tuve una premonición esta mañana, cuando fui a la ciudad. No era un día bueno.
–¿Tampoco para ti?
–No tiene importancia. A shadow of a shadow.
Fue a sentarse en el sillón más cercano y cogió mecánicamente un álbum que estaba en la mesa del sofá. Según su opinión, manifestada en muchas ocasiones, ésta era la forma más baja de ocupación mental, y por eso no es de extrañar que mientras pasaba las hojas mirara a otra parte y preguntara repetidamente:
–¿Cómo te fue? Estoy ansioso por saberlo.
Pero ella veía demasiado bien que él no estaba ansioso de escucharla, y con todo lo que había deseado desahogarse ahora se sintió incapaz de decir ni una palabra, y perdió el hilo más de una vez al relatar, para darle gusto, la profunda humillación que había tenido que soportar de su propia hija.
Rubehn se había levantado e intentó tranquilizarla con un par de palabras improvisadas, no muy diferentes a una frase mecánica.
–¿Es eso todo lo que tienes que decirme? –preguntó ella–. Rubén, mi único amor, ¿es que voy a perderte también a ti?
Y Melanie se acercó a él y le miró fijamente.
–Oh, no hables así. ¡Perder! Nosotros no podemos perdernos el uno al otro. ¿Verdad, Melanie, no podemos perdernos? –Su voz se volvió momentáneamente más intensa y más cálida–. Y por lo que se refiere a los niños –continuó al cabo de un rato–, los niños son niños. Y antes de que crezcan habrá corrido mucha agua Rin abajo. Por otro lado, no debes olvidar que no han sido los mejores directores de escena los que se han encargado del asunto. Nuestra Riekchen es amable y buena, y tú la quieres, quizá demasiado; pero ni tú misma pretenderás que esta aspirante al convento de Himmelpfort haya golpeado a las puertas de la sabiduría eterna. En cualquier caso no le han abierto. ¡Y luego Jacobine! Perdona, tiene algo de princesa, pero de esas que cuidan las ovejas.
–Oh, Rubén –dijo Melanie–, dices tantas cosas revueltas. Pero no atinas con la palabra necesaria. No dices nada que pueda sostenerme y restablecerme ante mí misma. Mi propia hija me ha vuelto la espalda. Y que sea un niño es precisamente lo más devastador. Eso me sentencia.
Él sacudió la cabeza:
–Te lo tomas demasiado a pecho. Además, ¿qué crees, que las madres y los padres quedan al margen de toda crítica?
–Al menos de la de sus hijos.
–Tampoco de ésa. Al contrario, los hijos juzgan por doquier, en silencio e implacables. Lydia siempre fue un pequeño inquisidor general, de estirpe ginebrina, por lo menos, y en ella se puede estudiar la teoría del salto atrás. Su ancestro debió votar cuando quemaron a Servet. Está claro que a mí también me hubiera querido ver en la misma hoguera. Y ahora, dejemos el tema. Tengo que ir aún a la ciudad.
–Te suplico, ¿qué ha sucedido?, ¿qué hay?
–Una conferencia. Y no se podrá evitar que sigamos reunidos después. No te asustes y, sobre todo, no me esperes. Odio a esas esposas jóvenes que se asoman constantemente a la ventana para ver si «él» viene de una vez, y que están confabuladas con el sereno para tener siempre una garantía de que llegará sano y salvo. Lo aborrezco. Te aconsejo que te vayas pronto a la cama y olvides todo durmiendo. Y cuando nos volvamos a ver mañana quizá opines conmigo que Lydia debe aprender comedimiento y que bobitas de diez años, incluida la señorita Liddi, no son quién para erigirse en jueces morales de su propia mamá.
–Ah, Rubén, lo dices por decir. Pero no lo sientes así, eres demasiado inteligente y demasiado justo como para no saber que la niña tiene razón.
–Puede que tenga razón. Pero yo también la tengo. En cualquier caso, hay cosas más graves que eso. Y ahora adiós.
Cogió su sombrero y salió.
Melanie todavía estaba despierta cuando Rubehn volvió a casa. Pero esperó a la mañana siguiente para preguntar por la conferencia y procuró bromear sobre ella. Él respondió en el mismo tono, esforzándose visiblemente, como ayer, en crear con la ayuda de palabras animadas una pantalla tras la que esconder lo que realmente le preocupaba.
Así pasaron días. Su animación fue en aumento, pero con ella también su distracción, y sucedía que preguntaba varias veces la misma cosa. Melanie sacudía la cabeza y decía:
–Rubén, por favor, ¿dónde estás? Respóndeme.
Pero él sólo aseguraba que «no pasaba nada, y que ella indagaba donde no había nada que indagar. Que la distracción era un patrimonio en su familia, no demasiado bueno, pero inevitable, y que ella tenía que acostumbrarse y vivir con ello». Y entonces se iba y ella se sentía más libre cuando él se iba. Porque la palabra necesaria no llegaba a pronunciarse, y él, que debía disminuir la carga de su soledad, la redoblaba con su presencia.
Y ahora era Pascua. Anastasia hizo una visita de media hora el domingo de Pascua, pero Melanie se alegró cuando la conversación se agotó y la amiga, que le resultaba cada vez más incómoda, se marchó. Y así llegó el segundo día de fiesta, poco festivo y desagradable como el primero, y cuando a mediodía Rubehn declaró que «tenía un compromiso» Melanie no pudo soportar el miedo que le atenazaba el corazón y decidió ir a la iglesia a oír el sermón. Pero ¿adónde ir? Conocía a los predicadores solamente de los bautizos y de las bodas, en los que se había sentado más de una vez a la mesa entre devotos y profanos, y había asegurado siempre al regresar a casa:
–No comparto vuestro odio a los clérigos. En mi vida me he entretenido mejor que hoy con el pastor Käpsel. ¡Qué encantador y venerable caballero! Tan humorístico y casi chistoso. Siempre te llena la copa y brinda y bebe incluso contigo, y te dice palabras lisonjeras. No os comprendo. Käpsel es mucho más interesante que Reiff, no digo ya que Duquede.
¡Pero un sermón! Desde el día de su confirmación no había oído un sermón.
Por fin recordó que Christel le había hablado de servicios divinos nocturnos. ¿Dónde eran? En la Iglesia de San Nicolás. En efecto. Quedaba lejos, ¡tanto mejor! Disponía de mucho tiempo, y el ejercicio al aire fresco era su única distracción desde hacía semanas. Se puso, pues, en camino, y cuando pasó por la Grosse Petristrasse miró hacia las ventanas iluminadas del primer piso. Sus ventanas estaban a oscuras y tampoco tenían flores delante. Aceleró el paso, mirando hacia atrás como si alguien la persiguiera, y por fin entró en el patio de la iglesia.
Y luego en la iglesia misma.
En la nave central brillaban algunas luces, pero Melanie fue por el lado en sombra de los pilares hasta encontrarse justo enfrente del viejo púlpito profusamente adornado. Aquí había bancos, sólo tres o cuatro, y en ellos estaban sentados pupilos del orfanato, todo niñas, con vestidos azules y toquillas blancas, y entre ellas unas mujeres viejas, el pelo gris escondido debajo de un tocado negro, y la mayoría llevaba en la mano un bastón o tenía a su lado unas muletas.
Melanie se sentó en el último banco y vio cómo las niñas se reían y se empujaban, y miraban hacia ella constantemente, y no comprendían que una dama tan elegante viniera a un servicio divino tan pobre. Porque era un servicio para los pobres, por eso las luces encendidas eran tan escasas. Callaron el órgano y los cánticos, y apareció en el púlpito un hombre pequeño, al que Melanie recordaba muy bien de algunos entierros burgueses importantes y ostentosos, y del que había asegurado más de una vez en su vena humorística que «hablaba en estilo lapidario, aunque no tan breve». Hoy, sin embargo, habló con brevedad y no ensalzó a nadie, y menos ostentosamente, porque estaba cansado y agotado porque era el segundo día de fiesta. Y así Melanie no halló nada que solazara su corazón hasta que al final el pastor dijo:
–Y ahora, mis queridos feligreses, vamos a cantar la penúltima estrofa de nuestra canción de Pascua.
En ese momento vibró el órgano y tembló como si tuviera que decidirse o tomar carrerilla, y cuando por fin resonó pleno y potente bajo la gran bóveda y las mujeres del orfanato alzaron sus voces trémulas, dos de las niñas pequeñas se acercaron tímidamente a Melanie y le ofrecieron su libro de cánticos y le enseñaron la página. Y Melanie cantó con todos:
Tú vives y eres mi luz en la noche,
Mi consuelo en la desgracia y la calamidad,
Tú sabes todo lo que necesito
Y no me lo negarás.
Al llegar a los dos últimos versos devolvió a las niñas su libro, les dio cordialmente las gracias y se apartó para esconder su emoción. Entonces murmuró unas palabras que querían ser una oración, y que sin duda lo eran a oídos del que oye los arrebatos de nuestro corazón, y salió de la iglesia tan en silencio y abstraída como había entrado en ella.
De vuelta a su casa encontró a Rubehn sentado tras su mesa de trabajo. Leía una carta que dejó a un lado cuando ella entró. Salió a su encuentro, la cogió de la mano y la condujo al sitio que solía ocupar en el sofá.
–¿Has estado fuera? –dijo, sentándose de nuevo.
–Sí, mi querido amigo. En la ciudad… En la iglesia.
–¡En la iglesia! ¿Qué buscabas allí?
–Consuelo.
Rubehn guardó silencio y suspiró profundamente. Y ella vio que había llegado el momento decisivo. Se levantó bruscamente y corrió hacia él y se dejó caer a sus pies y apoyó sus brazos en sus rodillas:
–Dime qué sucede. Ten compasión de mí, de mi pobre corazón. La sociedad me ha proscrito y mis hijas se han apartado de mí. A pesar de lo difícil que ha sido lo he soportado. Pero no soy capaz de soportar que tú te apartes de mí.
–Yo no me aparto de ti.
–No con tus ojos, aunque apenas me ven ya, pero sí con tu corazón. Habla, mi único amor, ¿qué sucede? Lo que me atormenta no son celos. Si fuera eso no podría vivir ni una hora más. Es otra cosa la que me angustia, otra cosa que no es mucho mejor: no poseo ya tu amor. No me cabe duda de ello, aunque no sé por qué lo he perdido. ¿Es acaso por el anatema bajo el que vivo y que tú has de soportar conmigo? ¿O se debe a que he traído tan poca luz y sol a tu vida y he convertido nuestra soledad en tristeza? ¿O es que desconfías de mí? ¿Es la vieja idea del «hoy a ti y mañana a mí»? ¡Por favor, habla! No quiero verte sufrir. Seré menos desdichada si sé que tú eres feliz. También lejos de ti. Estoy dispuesta a marcharme, en cualquier momento. Pídemelo y lo haré. Pero libérame de esta incertidumbre. Dime lo que te oprime, lo que te amarga la vida. Dímelo. Habla.
Rubehn se pasó la mano por la frente y los ojos, luego cogió la carta que había dejado a un lado y dijo:
–Lee.
Melanie desdobló el papel....