Lucy Gayheart
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«Decía Harold Bloom en 'Genios', que los personajes femeninos de Willa Cather nos inspiran amor como se lo inspiraron a ella. Visto así, Lucy Gayheart, protagonista de la novela que edita ahora Alba, viene a ser otro de esos ensayos de melancólico amorío lesbiano de Cather, en los somnolientos crepúsculos americanos.» Álvaro Cortina

El padre de Lucy Gayheart, relojero y director de la banda municipal del pueblo de Haverford, ha costeado con ilusión y esfuerzo la educación musical de su hija en Chicago. Ésta es una joven sensible, impulsiva y brillante que empieza a ganarse la vida dando clases de piano. Un día le surge la oportunidad de acompañar al famoso barítono Clement Sebastian, un hombre mucho mayor que ella y algo cansado de la vida, pero a quien el contacto con la juventud parece traer una nueva y melancólica primavera. La diferencia de edad y posición, y sobre todo de experiencia, no impide a Lucy aferrarse a una «promesa luminosa» que está convencida de que acabará haciéndose realidad… aunque para ello tenga que renunciar a Harry Gordon, el «gran hombre del Oeste» que ha sido su pretendiente desde la infancia.

«A algunas personas les afecta lo que sucede con su vida o con sus propiedades, mientras que para otras es el destino lo que se cruza en sus sentimientos y en sus pensamientos… el destino y nada más»: estas palabras condensan el clima de Lucy Gayheart (1935), una de las últimas novelas de Willa Cather. En ella sus grandes temas –la oposición entre valores rústicos y urbanos, la tragedia que acecha a la inocencia, el arte como conflictiva forma de elevación– se conjugan en una depurada historia de amor escrita con el sello de la madurez.

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Información

Año
2011
ISBN
9788484286257
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Índice
Cubierta
Nota al texto
Libro I
Libro II
Libro III
Notas
Créditos
Alba Editorial
portadilla

NOTA AL TEXTO

Lucy Gayheart se publicó por primera vez en 1935 (Alfred A. Knopf, Nueva York). Esta traducción se basa en el texto de esa primera edición.

LIBRO I

I
La gente de Haverford sigue hablando de Lucy Gayheart. A decir verdad, tampoco es que se hable mucho de ella, porque la vida sigue y nosotros vivimos en el presente. Pero, cuando alguien la nombra, lo hace con un brillo dulce en el rostro o en la voz, con una mirada confidencial que dice: «Sí, ¿tú también lo recuerdas?». La recuerdan como una muchacha delgada y siempre en movimiento: bailando, patinando o andando a paso ligero, con enérgica deliberación, como un pájaro que vuelve a casa.
Cuando cae una nevada intensa, la gente mayor se asoma a la ventana y se acuerda de cómo pasaba Lucy, como un rayo bajo la tempestad, con el cuello de piel subido hasta las mejillas, sin encogerse, entregando su cuerpo al viento como si quisiera darle alcance. Y con la misma rapidez recorría en el calor del verano las largas aceras en sombra y cruzaba las plazas abiertas y encendidas por el sol. En el fulgor del mediodía de agosto, cuando los caballos agachaban las cabezas y los obreros «se lo tomaban con calma», Lucy jamás descansaba. El frío, solía decir, la hacía sentir más viva; el calor debía de causarle el mismo efecto.
Los Gayheart vivían en el extremo oeste de Haverford, a poco más de un kilómetro de la calle principal. La gente decía «a casa de los Gayheart» y pensaba en un paseo bastante largo en verano, pero Lucy recorría esta distancia una docena de veces al día; la recorría deprisa, con ese andar tan peculiar, que parecía la expresión de una incontenible ligereza del corazón. Cuando las mujeres mayores que trabajaban en sus jardines la veían a lo lejos, apenas una silueta blanca bajo la sombra parpadeante de los jóvenes árboles estivales, siempre la reconocían por su manera de andar. Pasaba por los setos y los lilos, por las pérgolas cargadas de uvas algodonosas y las hileras de junquillos, y todo el mundo percibía la alegría de Lucy por todas las cosas: por su vestido de verano, por el aire, por el sol y el esplendor del mundo. Había en su carácter y en sus ojos de un castaño dorado algo parecido a sus movimientos, algo directo, feliz y sin vacilación. No eran unos ojos dulces, pero resplandecían en ellos chispas doradas, como esa piedra de Colorado que llamamos ojo de tigre. Tenía la piel bastante oscura, y los labios y las mejillas del color de las peonías: profundos y aterciopelados. La boca era tan cálida e impulsiva que reaccionaba a la más leve sombra de sentimiento.
Las fotografías de Lucy no les dicen nada a sus amigos de entonces. Era su alegría y su gracia lo que adoraban en ella. La vida parecía encontrarse en Lucy muy cerca de la superficie. Gozaba de ese brillo singular de la belleza juvenil, como el de los jardines floridos en las primeras horas del día.
Echamos de menos a Lucy cuando se marchó a Chicago a estudiar música. Tenía entonces dieciocho años, y mucho talento, pero era demasiado alegre y despreocupada para tomarse en serio a sí misma. Jamás soñó con una «carrera». Veía la música como una fuente de placer natural y como un medio de ganar dinero para ayudar a su padre cuando regresara a casa. Su padre, Jacob Gayheart, dirigía la banda del pueblo y daba clases de clarinete, flauta y violín en la trastienda de su taller de reparación de relojes. Lucy había enseñado piano a principiantes desde que estaba en décimo curso. A los niños les gustaba Lucy, porque nunca los trataba como a niños, y todos intentaban complacerla, especialmente los chicos.
Jacob Gayheart era un buen relojero, pero no un buen gestor. Nacido de padres bávaros en la colonia alemana de Belleville, en Illinois, aprendió el oficio de su padre. Llegó a Haverford siendo joven y se casó con una americana, que aportó al matrimonio un buen pedazo de tierra de cultivo. Al morir su mujer pidió una hipoteca sobre la granja para comprar más tierras, y ahora las dos fincas estaban hipotecadas. Esto preocupaba a su hija mayor, Pauline, pero no al señor Gayheart. Dedicaba mayores esfuerzos a que los chicos de la banda practicaran que a pagar los intereses de sus préstamos. Era todo un personaje en el pueblo, y todo el mundo le gastaba bromas, aunque estaban muy orgullosos de la banda. Parecía el daguerrotipo antiguo de un poeta alemán menor; llevaba mostacho y perilla, y un flequillo fino de pelo oscuro sobre la frente, ligeramente entrecano en las sienes. Sus ojos inteligentes y perezosos, de color avellana, parecían decir: «¿Por qué preocuparse cuando el mundo es tan bonito?».
Lograba disfrutar de cada día, de principio a fin. Se levantaba temprano y trabajaba una hora en el jardín. A continuación se daba un baño y se vestía, escogiendo la camisa y el lazo con tanto esmero como si fuera de visita. Después de desayunar encendía un buen cigarro y se acercaba paseando hasta el pueblo, atento en todo momento al aroma del tabaco. Normalmente se ponía una flor en el abrigo antes de salir de casa. Nadie podía encontrar mayor satisfacción que Jacob Gayheart en la buena salud, los placeres sencillos y el uniforme de la banda azul y dorado. Era probablemente el hombre más feliz de Haverford.
II
Terminaban las vacaciones de Navidad, de la Navidad de 1901, y Lucy pasaba su tercer invierno en Chicago. Había vuelto a casa por vacaciones. Patinó mucho esa semana, y lo pasó muy bien. Incluso la última tarde, cuando debía hacer las maletas, salió a patinar con un grupo de chicos y chicas de Haverford por la larga franja de hielo de Duck Island. Esta isla, de casi un kilómetro de longitud, dividía el río en dos o, mejor dicho, dividía un pequeño brazo del río. El río Platte propiamente dicho se encontraba al sur de la isla y rara vez se helaba por completo; pero en la corriente que fluía entre la isla y la orilla norte el hielo alcanzaba un profundo grosor. Esto era antes de que empezaran a usarse las aguas del Platte para el regadío y por aquel entonces el río mostraba un caudal formidable. En las crecidas de primavera a veces llegaba a abrir un nuevo canal en las blandas tierras de labranza que se extendían a lo largo de sus riberas, y cambiaba completamente su curso.
A eso de las cuatro de esa tarde de diciembre, un trineo ligero con campanillas y pieles de búfalo, tirado por un buen caballo, se acercó rápidamente desde el pueblo y torció en la esquina de Benson’s, directo a esa pista de patinaje. Un joven alto saltó del vehículo, ató el caballo junto a una hilera de trineos y corrió hasta la orilla con los patines en la mano. Mientras se los calzaba escudriñó con la mirada al grupo de patinadores. No le resultó difícil distinguir la silueta que buscaba. Seis de los más capaces habían dejado atrás al grupo y avanzaban contra el viento rumbo a la punta de la isla. Dos iban en cabeza: Jim Hardwick y Lucy Gayheart. El joven la identificó por la chaqueta de ardilla marrón y el gorrito de piel, y por la agilidad con que se deslizaba. Los dos extremos de una bufanda granate flotaban al viento tras ella, como dos alas finas.
Harry Gordon se lanzó al hielo con intención de alcanzarla. También él era un buen patinador, un joven grande, de complexión corpulenta como un boxeador y pies ligeros como un púgil. Pese a todo llegó casi sin resuello al primer grupo de cuatro y pasó como una bala al lado de Jim Hardwick.
–Jim –gritó–, ¿me dejarás dar una vuelta con Lucy antes de que se ponga el sol?
–Claro, Harry. Sólo la estaba cuidando para ti. –El muchacho se rezagó. Los chicos de Haverford se plegaban de buen grado a Harry Gordon. Era el rico del pueblo, pero nada arrogante ni autoritario. Todos lo tenían por un buen chico; se esforzaba mucho en su trabajo, pero disfrutaba con el equipo de béisbol y la banda de música. Sociable y lleno de vida, decía la gente.
–¡Harry! ¿No habías dicho que no vendrías? –exclamó Lucy, cogiéndose de su brazo.
–Creí que no podría. Pero he podido. He venido con Flicker echando humo después de la reunión de directores. Éste es el mejor momento de la tarde. Vamos. –Se cogieron de la mano y avanzaron al ritmo.
El sol declinaba en el sur y toda la llanura cubierta de nieve, hasta donde alcanzaba la vista, empezaba a teñirse de un brillo sonrosado que no tardaría en volverse naranja y rojo. La maraña negra de sauces de la isla formaba una especie de matorral espinoso, y los robles de crecimiento lento, nudosos y retorcidos, con las copas redondeadas, adquirían un resplandor broncíneo en la luz oblicua e intensa, como si estallaran en llamas.
El viento arreció a medida que el sol descendía. Habían dejado al grupo bastante atrás.
–¿Volvemos? –preguntó Lucy, con la voz jadeante.
–Todavía no. Quiero llegar hasta esa horquilla de la isla. Llevo un poco de whisky en el bolsillo; eso te hará entrar en calor.
–¡Qué bien! Estoy un poco cansada. Llevo bastante rato patinando.
La punta de la isla se dividía como la cola de un pez. Tras bordear uno de sus extremos, Harry tiró de Lucy hacia la orilla. Se sentaron en el tronco de un álamo blanqueado y suave, donde la maraña de sauces formaba una pantalla a sus espaldas. Las ramas entrelazadas despedían destellos de luz roja, como alambres incandescentes, y la nieve, a sus pies, cobraba un tono rosáceo. Harry le sirvió un poco de whisky en el vaso de metal que cubría el tapón; él bebió directamente de la petaca. El sol redondo y rojo caía como una gran pesa: rozaba la línea del horizonte, desplegando como un abanico sus rayos temblorosos sobre los campos. Por un momento, Lucy y Harry Gordon se encontraron sentados en el centro de una corriente de luz cegadora; ardía en las cuchillas de sus patines, y en la petaca y el vaso de metal. Tanto les iluminaba la cara que se miraron y se echaron a reír. En un instante la luz se había esfumado; el río helado y la pradera sepultada bajo la nieve se colorearon de un tono violeta bajo el cielo azul verdoso. No se veía nada más que tierras llanas y colinas bajas en cualquier dirección; todo violeta y gris. Lucy suspiró profundamente.
Gordon la ayudó a levantarse del tronco y se pusieron en marcha, con el viento a sus espaldas. Encontraron el río vacío: una solitaria franja de hielo azul grisáceo. Los demás se habían marchado. Harry notaba, por el modo de moverse, que Lucy estaba cansada. Cuando él llegó, ella llevaba mucho rato patinando, y había hecho un esfuerzo especial para continuar con él. Gordon lo lamentaba, pero estaba contento. La condujo hasta la orilla, a cierta distancia del trineo, se arrodilló y le quitó los patines; acto seguido se puso los zapatos y, con un rápido movimiento, la cargó en brazos y la llevó hasta el trineo sobre la nieve pisoteada. Mientras la cubría con las pieles de búfalo, ella le dio las gracias.
–Parece que el viento me ha dado mucho sueño, Harry. Me temo que no seré capaz de hacer las maletas esta noche. Da igual. Ya las haré mañana. Y ha sido un buen paseo.
De vuelta a casa, Gordon dejó que sus campanillas (muy musicales, las había puesto para agradar a Lucy) llevaran la mayor parte de la conversación. Sabía cuándo guardar silencio.
Invadía a Lucy una agradable somnolencia, y se encontraba a gusto bajo las pieles. El trineo era un punto diminuto que avanzaba por el paisaje blanco mientras éste se sumía en sombra y silencio. Lucy se agitó de pronto debajo de las pieles. Había visto aparecer la primera estrella en el cielo, que iba oscureciéndose progresivamente, y el corazón le subió a la garganta. Ese punto de luz plateado le hablaba como una señal, de una vida y unos sentimientos que no pertenecían a aquel lugar. Se sintió abrumada. Se había dirigido a la estrella con un simple pensamiento y ésta le había respondido; se habían reconocido al instante. Algo conocido surgió entonces en la desconocida inmensidad: ¡algo que Lucy había sabido desde siempre! La dicha de saludar a lo que se encuentra muy por encima de uno mismo era una cosa eterna, no un simple accidente de su ignorancia y su ridículo corazón.
El reconocimiento fugaz no duró más que un instante. Todo volvió a ser confuso después. Lucy cerró los ojos y apoyó la cabeza en el hombro de Harry para huir de aquello que había estado tan cerca de alcanzar. Era demasiado brillante y demasiado afilado. Dolía, y la hacía sentirse pequeña y perdida.
III
La noche siguiente, la del domingo, todos los jóvenes que habían vuelto a casa para pasar las vacaciones regresaban a sus estudios. La mayoría se detendría en Lincoln; Lucy era la única que continuaba hasta Chicago. El tren procedente del Oeste saldría de Haverford a las siete y media y, a las siete en punto, trineos y carros llegados de todas partes empezaban a reunirse en la estación, en el extremo sur del pueblo.
El andén no tardó en llenarse de jóvenes bulliciosos que miraban hacia la vía y consultaban los relojes como si no soportaran seguir en el pueblo ni un segundo más. Un coche tirado por dos caballos se acercó a la cuneta, y la inquieta multitud corrió a su encuentro, gritando.
–Está aquí. ¡Ha llegado Fairy!
–¡Fairy Blair!
–¡Hola, Fairy!
Una muchacha rubia, ágil y rápida como un gatito, saltó del coche, con un gorrito tirolés de color verde bien ceñido sobre el pelo rizado. Se despojó del abrigo de piel gris, lo lanzó al aire para que los chicos lo recogieran y echó a correr por el andén con su traje de viaje: una chaqueta de terciopelo negra y un chaleco escarlata, con una falda ciertamente corta para la moda de la época. Un hombre salió de la estación para anunciar que el tren llegaría con veinte minutos de retraso. Un murmullo de quejas y protestas estalló entre la multitud.
–¡Vaya lata!
–¿Qué narices hacemos?
El sombrero verde se encogió de hombros y se echó a reír.
–Callaos y dejad de maldecir. Daremos un paseo por el pueblo.
Cogió a dos chicos del brazo y, entre los dos cuerpos envarados en sus abrigos, corrió hacia la calle silenciosa, empujándolos como si sacudiera dos árboles jóvenes y arrastrando los pies de cuando en cuando. Tenía una cara bonita, aunque común, y los ojos tan brillantes y atrevidos como si hubiera bebido. La boca pequeña y fresca, sin ser fea, resultaba realmente osada. No lograba empujar a los chicos a la velocidad que deseaba; entonces, de un salto, salió de entre las dos figuras rígidas, como disparada por un tirachinas y echó a correr por la calle con toda la tropa pisándole los talones. Aunque estaban todos un poco cha...

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  3. Libro I
  4. Libro II
  5. Libro III
  6. Notas
  7. Créditos
  8. Alba Editorial