El duelo
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El duelo

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Laievski, que acaba de escaparse con una mujer casada, es uno de esos hombres superfluos que tanto abundan en la literatura rusa; por su parte, el zoólogo Von Koren, tipo envarado, rígido y trabajador, cree acérrimamente en la idea darwinista de que en la vida solo triunfan los más fuertes. Un caluroso verano en el sur de Rusia y una tensión que desemboca en un duelo.

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Información

Año
2014
ISBN
9788490650950
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
I
Eran las ocho de la mañana, la hora en que los oficiales, los funcionarios y los forasteros solían bañarse en el mar, después de una noche calurosa y sofocante; luego se dirigían al pabellón a tomarse un café o un té. Iván Andreich Laievski, un joven de veintiocho años, enjuto, rubio, con la gorra del Ministerio de Hacienda y zapatillas, encontró en la playa a muchos conocidos, entre ellos a su amigo el médico militar Samóilenko.
Con su gran cabeza rapada, sin cuello, colorado, narigudo, espesas cejas negras y patillas llenas de canas, gordo, adiposo y, por si eso fuera poco, con ese vozarrón ronco y marcial, el tal Samóilenko causaba una impresión desagradable a cada nuevo recién llegado. A éstos se les antojaba un tipo tosco y desabrido, aunque, después de tratarlo dos o tres días, empezaban a encontrar su rostro extremadamente bondadoso, gentil y hasta atractivo. A pesar de su aire desmañado y de su tono poco ceremonioso, era un hombre pacífico, de una bondad desmesurada, afable y servicial. En la ciudad tuteaba a todo el mundo, prestaba dinero a cualquiera, curaba, concertaba voluntades, reconciliaba, organizaba meriendas campestres en las que asaban brochetas de cordero y preparaba una deliciosa sopa de pescado; siempre andaba ocupándose de alguien, pidiendo favores, y nunca le faltaban motivos para estar alegre. Según la opinión general, era un hombre intachable, y sólo se le atribuían dos debilidades: la primera era que se avergonzaba de su bondad y trataba de enmascararla con una mirada severa y una rudeza postiza; la segunda consistía en su manía de que los enfermeros y los soldados le dieran el trato de excelencia, cuando sólo era consejero de Estado1.
–Respóndeme a una pregunta, Aleksandr Davídich –dijo Laievski cuando, en compañía de Samóilenko, se metió en el agua hasta los hombros–. Supongamos que te enamoras de una mujer y tienes una relación con ella. Vivís juntos, pongamos, más de dos años, y luego, como sucede a menudo, dejas de quererla y empiezas a considerarla una extraña. ¿Cómo te comportarías en una situación de ese tipo?
–Muy sencillo. Largo de aquí, querida. Y se acabó la discusión.
–¡Eso es muy fácil decirlo! Pero ¿y si ella no tiene adónde ir? Es una mujer sola, sin familia, sin un céntimo, incapaz de trabajar…
–¿Y qué? Se le dan quinientos rublos de una vez o se le entregan veinticinco cada mes. Y asunto concluido. Es muy sencillo.
–Supongamos que dispones de esos quinientos rublos, y también de veinticinco cada mes, pero la mujer de la que te estoy hablando es instruida y orgullosa. ¿Estás seguro de que le ofrecerías dinero? ¿Y de qué manera?
Samóilenko se aprestaba a responder cuando una ola enorme los cubrió a ambos, luego rompió contra la orilla y retrocedió siseando entre los guijarros. Los dos amigos salieron del agua y empezaron a vestirse.
–Naturalmente, es complicado vivir con una mujer a la que ya no quieres –dijo Samóilenko, mientras sacaba la arena que se le había metido en una bota–. Pero hay que actuar con humanidad, Vania. Si me sucediera a mí, no le dejaría ver que he dejado de quererla y seguiría viviendo con ella hasta la muerte –de pronto se avergonzó de sus propias palabras y, dando marcha atrás, añadió–: En cualquier caso, a mí las mujeres me importan un bledo. ¡Que se vayan al diablo!
Los amigos terminaron de vestirse y se dirigieron al pabellón. Allí Samóilenko se sentía como en casa; hasta había un servicio especial para él. Cada mañana le llevaban una bandeja con una taza de café, un vaso de agua con hielo –un vaso alto, de cristal tallado– y una copa de coñac. Tomaba primero el coñac, luego el café caliente y por último el agua con hielo, que debía de saberle a gloria porque, después de beberla, los ojos le brillaban y, acariciándose las patillas con ambas manos, exclamaba, sin dejar de mirar el mar:
–¡Qué vista tan asombrosa y sublime!
Después de una larga noche ocupada en pensamientos tristes e inútiles, que le impedían dormir y parecían aumentar el bochorno y la penumbra, Laievski se sentía destrozado y maltrecho. El baño y el café no habían mejorado su disposición.
–Sigamos con nuestra conversación, Aleksandr Davídich –dijo–. No voy a ocultarte nada y te hablaré con toda franqueza, como corresponde a un amigo: mi relación con Nadezhda Fiódorovna va mal… muy mal. Perdona que te confíe mis secretos, pero necesito hablar con alguien.
Samólienko, adivinando de lo que iban a hablar, bajó la vista y tamborileó con los dedos en la mesa.
–He vivido dos años con ella y he dejado de quererla… –prosiguió Laievski–; o mejor dicho, he comprendido que no la he amado nunca… Esos dos años han sido un engaño –Laievski tenía la costumbre de examinarse atentamente las rosadas palmas de las manos, morderse las uñas o estrujarse los puños de la camisa mientras hablaba. Y eso era lo que estaba haciendo ahora–. Sé muy bien que no puedes ayudarme –dijo–, pero te cuento estas cosas porque la única salvación de los hombres fracasados e inútiles consiste en hablar. Debo dar un sentido general a cada uno de mis actos, encontrar una explicación y una justificación de mi vida absurda en alguna teoría, en los modelos literarios, en el hecho de que los nobles hemos degenerado o en otras cosas por estilo… La pasada noche, por ejemplo, me consolé pensando todo el tiempo: «¡Ah, cuánta razón tiene Tolstói! ¡Es despiadado, pero tiene toda la razón!». Y esas consideraciones me aliviaban. En verdad, amigo, es un escritor soberbio, dígase lo que se diga.
Samóilenko, que nunca había leído a Tolstói, aunque todas las mañanas hacía propósito de leerlo, se turbó y dijo:
–Sí, todos los escritores se imaginan lo que escriben; él, en cambio, lo saca de la realidad…
–Dios mío –suspiró Laievski–, ¡hasta qué punto nos ha desfigurado la civilización! Me enamoro de una mujer casada, y ella de mí… Al principio vinieron los besos, las tardes tranquilas, los juramentos, las referencias a Spencer, los ideales, los intereses comunes… ¡Qué mentira! En realidad, huíamos de su marido, pero nos engañábamos diciéndonos que estábamos huyendo del vacío de nuestras vidas ociosas. Nos representábamos así nuestro futuro: iríamos al Cáucaso y, mientras nos familiarizábamos con el lugar y la gente, yo me pondría el uniforme de funcionario y trabajaría; luego, adquiriríamos una parcela de tierra, la labraríamos con nuestro sudor, plantaríamos un viñedo, cultivaríamos los campos, etcétera. Si en mi lugar hubieras estado tú o ese zoólogo, von Koren, probablemente habríias vivido con Nadezhda Fiódorovna treinta años y habríais dejado a vuestros herederos un rico viñedo y mil desiatinas2 de maizales; yo, en cambio, me he sentido descorazonado desde el primer día. Si se queda uno en la ciudad le agobia el calor insoportable, el aburrimiento, la escasez de gente, y si sale al campo, se figura que debajo de cada arbusto o cada piedra hay una serpiente, un escorpión o un falangio. Y más allá del campo, montañas y desiertos. Gente extraña, naturaleza extraña, ignorancia: todo eso, amigo mío, no es tan fácil como pasear por la avenida Nevski, bien abrigado, llevando del brazo a Nadezhda Fiódorovna y soñando con regiones cálidas. En este lugar hay que luchar a muerte, y ya ves qué clase de combatiente soy yo. Un neurasténico digno de lástima, un señorito… Desde el primer día comprendí que esas ideas mías sobre una vida dedicada al trabajo, al cultivo de un viñedo, no valían un comino. Y, en lo que respecta al amor, debo confesar que vivir con una mujer que ha leído a Spencer y se ha venido contigo al fin del mundo, resulta tan aburrido como pasar tus días con una Anfisa o una Akulina cualquiera. El mismo olor a plancha, a polvos y a medicinas, los mismos rizadores cada mañana y el mismo autoengaño…
–Un hogar no puede pasarse sin plancha –dijo Samóilenko, que se había ruborizado al oír la desenvoltura con que su amigo hablaba de una señora a la que conocía–. Ya me he dado cuenta, Vania, de que hoy no estás de buen humor. Nadezhda Fiódorovna es una mujer hermosa, cultivada, y tú eres un hombre inteligentísimo… Ya sé que no estáis casados –prosiguió Samóilenko, echando un vistazo a las mesas vecinas–, pero no es culpa vuestra y además… hay que dejarse de prejuicios y estar a la altura de las ideas modernas. Yo soy partidario del matrimonio civil, desde luego… Pero, en mi opinión, cuando uno se une a otra persona, hay que quedarse a su lado hasta la muerte.
–¿Aunque no haya amor?
–Voy a contarte una cosa –dijo Samólienko–. Hará cosa de ocho o nueve años teníamos aquí como agente comercial a un viejecito más listo que el hambre, que solía decir lo siguiente: «En la vida familiar, lo más importante es la paciencia». ¿Lo oyes, Vania? No el amor, sino la paciencia. El amor no puede durar mucho. Has estado enamorado un par de años; ahora, por lo visto, tu vida conyugal ha entrado en un período en que, para mantener el equilibrio, por decirlo así, tendrás que poner en juego toda tu paciencia…
–Tú puedes creer a ese viejo agente, pero a mí su consejo me parece absurdo. Tu vejestorio era capaz de fingir, de ejercitar la paciencia y, en consecuencia, de considerar a una persona a la que no amaba como un objeto indispensable para sus ejercicios, pero yo todavía no he caído tan bajo. Si alguna vez me entran ganas de ejercitar la paciencia, me compraré unas pesas de gimnasia o un caballo testarudo, pero a las personas las dejaré en paz.
Samóilenko pidió vino blanco con hielo. Después de beberse un vaso, Laievski preguntó de pronto:
–Dime, por favor, ¿qué significa reblandecimiento del cerebro?
–Pues, cómo te lo explico… Es una enfermedad en que el cerebro se ablanda… es como si se licuara.
–¿Tiene cura?
–Sí, si se coge a tiempo. Duchas frías, emplastos… Algún medicamento de uso interno.
–Ah… Pues ya ves a qué situación he llegado. No puedo vivir con ella: es superior a mis fuerzas. Mientras estoy contigo, puedo filosofar y sonreír, pero en casa se me viene el mundo encima. Me siento tan deprimido que, si alguien me dijese, pongamos, que estoy obligado a vivir con ella un mes más, creo que me alojaría una bala en la sien. Y al mismo tiempo no puedo dejarla. Está sola, es incapaz de trabajar, ninguno de los dos tiene dinero… ¿Dónde iba a meterse? ¿Quién la acogería? No consigo encontrar una solución… Bueno, dime tú: ¿qué puedo hacer?
–Hum… –mugió Samóilenko, sin saber qué responder–. ¿Ella te quiere?
–Sí, me quiere, en la medida en que a sus años y con su temperamento necesita a un hombre. Le sería tan duro separarse de mí como de sus polvos o de los rizadores. Soy un elemento indispensable de su tocador.
Samóilenko se turbó.
–Hoy no estás de buen humor, Vania –dijo–. Se ve que has dormido mal.
–Sí, he dormido mal… En general, amigo, me siento fatal. La cabeza vacía, el corazón helado y esa debilidad… ¡Tengo que huir!
–¿Adónde?
–Al norte. Donde haya pinos, setas, gente, ideas… Daría la mitad de mi vida por estar ahora en algún lugar de la provincia de Moscú o de Tula, bañarme en un riachuelo, tiritando de frío, y luego pasear dos o tres horas con el último de los estudiantes, charlando sin parar… ¡Y cómo huele el heno! ¿Te acuerdas? Y al atardecer, cuando vaga uno por el jardín, llegan desde la casa los acordes de un piano y se oye el ruido de un tren…
Laievski se reía de placer, algunas lágrimas asomaron a sus ojos; para ocultarlas, se inclinó hacia la mesa vecina, sin levantarse, para coger unas cerillas.
–Yo llevo ya fuera de Rusia dieciocho años –dijo Samóilenko–. Hasta me he olvidado de cómo es. En mi opinión, no existe lugar más maravilloso que el Cáucaso.3
–Hay un cuadro de Verschaguin que representa a varios condenados a muerte que languidecen en el fondo de un pozo profundísimo. Pues tu maravilloso Cáucaso a mí se me antoja un pozo de ese tipo. Si me dieran a elegir entre estas dos posibilidades, trabajar como deshollinador en San Petersburgo o vivir aquí como un príncipe, elegiría lo primero.
Laievski se quedó pensativo. Al mirar su cuerpo encorvado, sus ojos fijos en un punto, su cara pálida y sudorosa, sus sienes hundidas, sus uñas mordisqueadas y la zapatilla, por la que asomaba un calcetín mal zurcido a la altura del talón, Samóilenko sintió compasión y, quizá porque le recordaba a un niño indefenso, le preguntó:
–¿Vive tu madre?
–Sí, pero no nos hablamos. No ha podido perdonarme esta relación.
Samóilenko le había cogido cariño a su amigo. Veía en Laievski a un buen muchacho, un estudiante, un tipo campechano con el que se podía beber, pasar un buen rato, hablar con el corazón en la mano. Los rasgos de ese joven...

Índice

  1. Cubierta
  2. Nota al texto
  3. El duelo
  4. Notas
  5. Biografía
  6. Créditos
  7. Alba