XXIX. Por la vida (continuación)
El señor M’Swat me dijo muy amablemente que no hacía falta que empezara mis tareas hasta el lunes por la mañana y que descansara el sábado y el domingo. El sábado parecía no terminar nunca, hacía un calor horrible, sofocante, y lo pasé ordenando mis cosas, cepillando el vestido del viaje y remendando algunas prendas. A la mañana siguiente empezó a llover, lo cual fue una bendición de Dios, pues era la primera agua que caía desde hacía meses… y la única que vi en toda mi estancia en Barney’s Gap.
El domingo fue espantoso. Sin una palabra de reprobación de los padres, los niños se divirtieron empujándose bajo la lluvia unos a otros –y los menores se llevaron la peor parte– hasta empaparse la ropa por completo. Entonces cogieron frío y, sentándose en el suelo, se pusieron a berrear escandalosamente.
Peter tenía la costumbre de pasar el domingo cabalgando, pero ese día, como llovía, durmió todo lo quiso y, entre siesta y siesta, hizo un bozal para uno de sus perros.
Me encerré en mi habitación desde el desayuno hasta la comida y escribí cartas a la abuela y a mi madre. No despotriqué ni dije nada impropio a mis mayores. Las escribí con mucho cuidado, fríamente, contando las cosas tal como eran, y pedí a la abuela que me llevara otra vez a Caddagat, porque no podía soportar la vida en Barney’s Gap. A mi madre le conté lo que le había pedido a la abuela y le pregunté si, en caso de no poder permitírselo, me buscaría otro destino… Me daba igual lo que fuera, con tal de verme libre de los M’Swat. Puse sello y dirección a las misivas y las guardé hasta que se presentara la ocasión de mandarlas al correo.
El señor M’Swat leía un poco, deletreando las palabras largas y tropezando en las cortas, y pasó la mañana y toda la tarde hojeando el periódico local, lo único que había en Barney’s Gap para leer. En el número del día se publicaba una larga lista de precios de ganado y productos agrícolas que fascinaba por completo al lector. El éxtasis de un hombre culto de talante mental artístico al catar por primera vez la obra de un poeta afín parecería una fruslería en comparación con la inmensa satisfacción espiritual de M’Swat al absorber cada entrada de la lista.
–¡Por todos los diablos! ¡El cerdo subió el martes pasado! ¡Hay que aprovechar la ocasión! –exclamaba, emocionado, o–: ¡El trigo ha subido un chelín la fanega! ¡Por mi vida que este año doblo la cosecha! –Y cuando llegaba al final volvía a empezar.
Su mujer estuvo sentada toda la tarde en el mismo sitio sin hacer nada, sin decir nada. Busqué algo que leer, pero el único libro que había en toda la casa era la Biblia, que nunca estaba abierta, y un diario que M’Swat llevaba religiosamente. Me dio permiso para leerlo y, al abrirlo, vi lo siguiente:
Septiembre
Día 1. Buen tiempo. Fui al boggie por una vaca.
Día 2. Buen tiempo. Herré a la yegua castaña.
Día 3. Buen tiempo. Sesión jurado.
Día 4. Buen tiempo. Corté el rabo a los corderos 60 ovejas
52 castrones.
Día 5. Nuboso. Fui donde Duffy.
Día 6. Buen tiempo. Vino Duffy.
Día 7. Buen tiempo. Até de manos a la yegua joven.
Día 8. Lluvioso. Vendí el potro de la yegua gris.
Día 9. Buen tiempo. Fui a Red Hill por un caballo.
Día 10. Buen tiempo. Encontré tres ovejas muertas en el prao.
Cerré el libro y lo dejé en su sitio con un suspiro. La breve crónica reflejaba perfectamente la vida gris y sin horizontes que llevaba su autor. El diario era todo igual, una semana tras otra: un registro mortalmente monótono de una existencia mortalmente monótona. Me volvería loca si me obligaban a llevar una vida semejante mucho tiempo.
–Papá tiene muchos diarios. ¿Quieres leerlos?
Los trajeron y me los dejaron. Pregunté al señor M’Swat en qué época del año había más movimiento y, como me dijo que en la del esquileo y la trilla, abrí uno por el primero de noviembre:
Noviembre, 1896
Día 1. Buen tiempo. Empiezo a reunir las ovejas.
Día 2. Buen tiempo. Cuento ovejas muy sucias faltan 20.
Día 3. Buen tiempo. Empiezo a esquilar. Joe Harris se hizo un corte feo en la mano y se fue a casa.
Día 4. Lluvioso. Se para el esquileo por la lluvia.
Después salté a diciembre:
Diciembre, 1896
Día 1. Buen tiempo y calor. Cribé los 60 sacos de trigo.
Día 2. Buen tiempo. Maté una serpiente mucho calor.
Día 3. Buen tiempo. Mucho calor todos nos dimos un chapuzón en el río.
Día 4. Buen tiempo. Buena cosecha de lana 7 ½ vellones, 5 ¼ barrigueras.
Día 5. Buen tiempo. Calor tremendo llega circular de Tatersal por correo.
Día 6. Buen tiempo. Vi a Joe Harris donde Duffy.
No había nada interesante en los diarios, así que intenté charlar un poco con la señora M’Swat.
–Está usted muy pensativa.
–Solo miro la lluvia y pienso que, si sigue así, las ovejas darán un par de chelines más por cabeza.
¿Cómo podía pasar el día? Siempre he sido muy activa, incluso cuando tengo muchas cosas que hacer. Tío J. J. siempre me reprochaba que hiciera seis cosas a la vez y que fuera incapaz de estar cinco minutos quieta en un sitio; así que tenía que soportar ese día tan largo como fuera, sin nada que leer, sin piano en el que tocar himnos, demasiado lluvioso para pasear, sin nadie con quien hablar ni posibilidades de dormir, porque, para matar un poco el tiempo, me había ido temprano a la cama y me había levantado tarde. No había nada que hacer, más que quedarme quieta, atormentada por un pesar enloquecedor. Me imaginé lo que estaría haciendo en Caddagat en ese momento, lo que hacíamos a esta hora la semana pasada, y seguí así hasta que no pude más.
Algunos de mis deberes, antes de dar clase, eran poner la mesa, hacer todas las camas, quitar el polvo y barrer y «hacer» el pelo a las niñas. Después de clase, tenía que zurcir ropa, coser, poner la mesa otra vez, acunar a la chiquitina un rato y planchar los días de colada. Parece mucho, pero en realidad era poca cosa y me quedaba la mitad del tiempo libre. Poner la mesa era una nadería y tampoco había mucho que poner; en cuanto a la plancha, eran pocas prendas, aparte de las mías, porque el señor M’Swat y Peter no usaban camisa blanca y llevaban cuello postizo de papel. La señora M’Swat hacía la colada y fregaba algo, también guisaba la carne y cocía el pan, que era nuestro menú invariable una semana sí y otra también. Casi ninguna madre campesina con nueve hijos tiene tiempo para holgazanear, pero la señora M’Swat se organizaba de tal manera que pasaba gran parte del día retozando en su cama deshecha con la chiquitina, siempre sucia, que estaba tan gorda y tenía tan mal genio como ella.
El lunes por la mañana puse en formación a mis cinco pupilos (Lizer, de catorce años; Jimmy, de doce; Tommy, Sarah y Rose Jane, los menores) en una construcción aneja de la parte trasera, reservada para escuela y almacén de harina y sal gema. Era de tablones, como el resto de la casa, pero estaban verdes cuando la levantaron y, debido al calor, habían encogido tanto que se habían formado rendijas por las que cabía un brazo. El lunes, cuando dejó de llover, el viento, que tanto molestaba, soplaba helado, pero a medida que pasaba la semana, el verano y la sequía volvieron sin piedad a las andadas: a veces nos quemaba el sol que se colaba por las rendijas, por las que entraban también tales nubes de polvo y arenilla que teníamos que taparnos la cabeza hasta que pasaban.
El martes vino un policía a cobrar unas multas y le confié mis cartas, para que las echara al correo; después me quedé esperando con impaciencia la respuesta que me traería la gloriosa liberación.
La oficina de correos más cercana estaba a doce kilómetros, y allí mandaban a Jimmy a caballo dos veces a la semana. Temblando de expectación, cada día de correo esperaba ver regresar al niño por el tortuoso sendero hasta la casa, pero siempre era lo mismo: «No hay cartas para la señorita maestra».
Pasó una semana y pasaron quince días. ¡Ah, qué horror de días lentos que no acababan nunca! Al final de la tercera semana, sin que yo lo supiera, el señor M’Swat fue a la oficina de correos y a la vuelta me sorprendió con dos cartas. La letra era de mi madre y de la abuela respectivamente: las esperaba con locura, pero, ahora que habían llegado, me faltó valor para abrirlas delante de los demás. Las llevé todo el día en el pecho hasta que terminé el trabajo, después me encerré en mi habitación y rasgué los sobres para leer primero la de la abuela, que contenía dos cartas:
Mi querida niña:
He tardado mucho en contestarte porque tenía que consultar a tu madre. Yo deseaba traerte aquí otra vez, pero tu madre no está de acuerdo y no puedo interponerme entre vosotras. Te mando la carta de tu madre para que veas mi actitud en este asunto. Procura portarte bien estés donde estés. En este mundo no podemos tener lo que queremos y debemos doblegarnos a la voluntad de Dios. Él siempre, etc.
Carta de madre a la abuela:
Mi querida madre:
Lamento muchísimo que le haya escrito Sybylla y la haya dejado tan preocupada. No le haga caso, es que tiene que acostumbrarse al sitio. Enseguida se le pasará. Siempre ha sido una carga para mí y no vale la pena tener en cuenta sus quejas, porque sin duda exagera, de la misma forma que en casa nunca estaba satisfecha. No sé adónde la llevará ese espíritu rebelde. Espero que M’Swat sepa domarla, será bueno para ella. Es imprescindible que se quede allí, así que no le dé otras ideas, etc.
Carta de madre:
Mi querida Sybylla:
Quisiera que no escribieras a tu pobre abuela, porque se preocupa mucho y ha sido muy buena contigo. Tienes que hacer un esfuerzo para avenirte a las cosas; no puedes creer que sería como estar de vacaciones en Caddagat. Ten mucho cuidado de no ofender a nadie, porque nos dejarías en mal lugar. ¿Qué tiene de malo ese sitio? ¿Tienes que trabajar mucho? ¿No te dan suficiente de comer? ¿Te tratan mal o qué? ¿Por qué no tienes la sensatez de dejar de hablar de ir a otra parte, ya que es totalmente imposibl...