Un grupo de nobles damas
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Un grupo de nobles damas

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«Un pequeño placer para el paladar literario.» Solodelibros

Retenidos por el mal tiempo en un museo municipal, los miembros del Club de Naturaleza y Arqueología de Wessex deciden entretenerse contando curiosas historias «de hermosas damas, de sus amores y sus odios, de sus alegrías y sus desdichas, de su belleza y su destino». Sus heroínas se revelan intrépidas y temerarias, capaces por ejemplo de contagiarse adrede de viruela para disuadir a un pretendiente no deseado, o de abandonar a un marido hosco y cruel para seguir a un amante hasta los confines del mundo. Bodas secretas, hijos ilegítimos, aventuras furtivas, y muchos errores impulsivos que sólo se reconocerán con el paso del tiempo, componen la sustancia de estas narraciones, que celebran la independencia y la pasión pero que al mismo tiempo advierten, con delicado escepticismo, de las imprevisibles vueltas de la rueda del destino. Thomas Hardy se inspiró en antiguas genealogías de las regiones de Dorset y Wiltshire para escribir Un grupo de nobles damas

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Información

Año
2011
ISBN
9788484286325
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Índice
Cubierta
Nota al texto
Prefacio
Primera Parte. ANTES DE LA CENA
Dama primera
Dama segunda
Dama tercera
Dama cuarta
Segunda Parte. DESPUÉS DE LA CENA
Dama quinta
Dama sexta
Dama séptima
Dama octava
Dama novena
Dama décima
Notas
Créditos
Alba Editorial
portadilla

NOTA AL TEXTO

Los relatos que componen Un grupo de nobles damas fueron escritos entre 1878 y 1890. Seis de ellos aparecieron por primera vez en el número especial de Navidad de 1890 de la revista Graphic. Los cuatro restantes también habían sido publicados previamente en revistas: «La primera condesa de Essex», en Harper’s New Monthly Magazine (diciembre de 1880); «Lady Penelope», en Longman’s Magazine (enero de 1890); «La duquesa de Hamptonshire», con el título de «The Impulsive Lady of Croome Castle», en Light (abril de 1878); y «La honorable Laura», con el título de «Benighted Travellers», en Bolton Weekly Journal (diciembre de 1881).
La colección final con los diez relatos se publicó en forma de libro en 1891. Sobre esta edición –a la que se ha añadido el prefacio escrito por el autor para la edición de 1896– se basa la presente traducción.
… Repertorio de damas, cuyos ojos radiantes
a la lluvia inspiran.
L’Allegro

PREFACIO

Los linajes de las familias de nuestro condado, representados en diagramas en las páginas de los libros que cuentan historias de esta región, parecen a primera vista tener tan poca vida como una tabla de logaritmos. Pero basta con una pequeña pista, un levísimo indicio de lo que sucedía entre bambalinas, para que la capa de polvo que los cubre se transforme en palpitante drama. Además, un cotejo riguroso de las fechas –las de nacimiento con las de matrimonio, las de matrimonio con las de defunción, las de un matrimonio, un nacimiento o una defunción con un matrimonio, un nacimiento o una defunción similares– suele producir la misma transformación, y cualquiera que esté acostumbrado a evocar imágenes a partir de estas genealogías se sorprenderá encajando inconscientemente en el cuadro los motivos, las pasiones y las cualidades individuales que parecen constituir la única explicación posible de las extraordinarias coincidencias de fechas, eventos y personajes que a veces caracterizan estas reticentes crónicas de familia.
La mayoría de las historias que se refieren a continuación han surgido y cobrado forma a partir de estas genealogías.
Quisiera aprovechar la ocasión que me brinda este prefacio para expresar mi reconocimiento y simpatía por algunas nobles damas de carne y hueso, rebosantes de vida y energía, que desde hará unos seis o siete años, cuando estos relatos se publicaron por entregas, me han aportado interesantes comentarios y han manifestado sus conjeturas al respecto de ciertas narraciones en las que detectan alguna relación con sus propias familias, residencias o tradiciones. Sus observaciones han demostrado una falta de prejuicios verdaderamente filosófica en el análisis de determinados incidentes cuya descripción ha tendido claramente a dramatizar antes que a ensalzar a sus antepasados. Temo que los esbozos no menos singulares de sucesos acaecidos a sus familias, que estas damas me han proporcionado para que yo componga con ellos un segundo Grupo de nobles damas, no lleguen a verse plasmados por mí en una página impresa, si bien es mi intención conservarlos como recuerdo de la buena voluntad de mis confidentes.
Estos relatos se recogieron y publicaron tal como aquí se presentan en 1891.
T. H.
Junio de 1896

PRIMERA PARTE

ANTES DE LA CENA

DAMA PRIMERA

PRIMERA CONDESA DE WESSEX,

POR EL HISTORIADOR LOCAL

King’s-Hintock Court (dijo el orador, consultando sus notas) es, como todos sabemos, una de las mansiones más imponentes de las que dominan nuestro hermoso Blackmoor o Blakemore Vale. En la ocasión particular que me dispongo a referir se alzaba este edificio, como siempre, en el silencio perfecto de una noche serena y clara, iluminada únicamente por el frío fulgor de las estrellas. Sucedió un invierno de hace mucho tiempo, cuando el siglo XVIII apenas había pasado de su primer tercio. Norte, sur y oeste, todas las ventanas cerradas, todas las cortinas corridas; sólo una ventana del flanco este de la planta superior estaba abierta y una muchacha de unos doce o trece años se encontraba inclinada sobre el alféizar. Bastaba verla para comprender que no se había asomado a contemplar el paisaje, pues se cubría los ojos con las manos.
Se hallaba la muchacha en la última de una serie de habitaciones, a las que sólo se accedía a través de un amplio dormitorio anexo. Llegaban de esta estancia las voces de una disputa, mientras el resto de la mansión se sumía en el silencio. Para no oír aquellas voces la muchacha había salido de la cama, se había cubierto con un manto y asomado a respirar el aire de la noche.
No podía, por más que lo intentaba, eludir la conversación. Se oían las palabras cargadas de dolor; la frase que una voz masculina, la de su padre, repetía sin cesar.
–¡Te digo que no se sellará ese compromiso matrimonial! ¡No se sellará! ¡Es una niña!
La muchacha sabía que era ella la causa de la riña. Una impasible voz femenina, la de su madre, replicó:
–Tranquilízate y procura ser sensato. Él está dispuesto a esperar cinco o seis años para la boda, y no hay hombre que pueda comparársele en todo el condado.
–¡No lo permitiré! Tiene más de treinta años. Es una perversidad.
–Sólo tiene treinta y no existe hombre mejor en el mundo; es la pareja perfecta para ella.
–¡Es pobre!
–Pero su padre y sus hermanos mayores son muy respetados en la corte. Nadie pasa más tiempo en palacio. Y con nuestra fortuna, ¿quién sabe? Tal vez consiguiera un título de barón.
–¡Creo que la que está enamorada de él eres tú!
–¡Cómo te atreves a insultarme de ese modo, Thomas! ¿No te parece monstruoso hablar de perversidad cuando tú tienes un plan similar? Lo tienes. Algún gañán de tu elección, algún insignificante caballero de los que viven cerca de ese estrafalario rincón tuyo, Falls-Park, alguno de los hijos de tus compañeros de taberna.
Estalló el marido en imprecaciones en lugar de ofrecer nuevos argumentos. En cuanto le fue posible pronunciar una frase coherente, dijo:
–Presumes y avasallas, señora, porque eres la única heredera de todo esto. Estás en tu casa; estás en tus tierras. Pero permíteme decirte que si me instalé yo aquí, en lugar de llevarte conmigo, fue tan sólo por comodidad. ¡Qué diablos! ¡No soy ningún mendigo! ¿No tengo también yo mis tierras? ¿No es mi avenida tan larga como la tuya? ¿No son mis hayedos tan buenos como tus robledales? Bien contento y bien tranquilo habría vivido yo en mi casa y en mis tierras si no me hubieras apartado de ellas con esos aires y esas gentilezas tuyas. A fe mía que vuelvo allá. ¡No seguiré contigo por más tiempo! ¡De no haber sido por nuestra Betty hace mucho que me habría marchado!
No hubo más palabras a continuación, pero, al oír que una puerta se abría y se cerraba en el piso de abajo, la muchacha se asomó de nuevo a la ventana. Resonaron pisadas en la gravilla de la avenida y una figura enfundada en un gris apagado, en la que sin dificultad reconoció a su padre, se alejó de la casa. Tomó el camino de la izquierda, y la muchacha lo vio empequeñecerse mientras se perdía por la larga fachada oriental, hasta que dobló la esquina y desapareció. Seguramente iba a los establos.
Cerró la ventana y se acurrucó en la cama, donde lloró hasta quedarse dormida. Aquella niña, su única hija, Betty, amada con ambición por su madre y con incalculada pasión por su padre, a menudo sufría a causa de incidentes similares, pero era demasiado joven para que le preocupase demasiado, por su propio bien, que su madre la prometiese o no con el caballero en cuestión.
No era la primera vez que el hidalgo abandonaba la casa de esta manera, asegurando que jamás volvería, y siempre aparecía a la mañana siguiente. Esta vez, sin embargo, no iba a ser así. Al día siguiente se le comunicó a Betty que su padre había salido a caballo a primera hora de la mañana a su finca de Falls-Park, donde debía resolver algunos asuntos con su administrador, y no regresaría hasta pasados unos días.
Falls-Park se encontraba a unas veinte millas de King’s-Hintock Court y era a todas luces una residencia más modesta en una finca más modesta. Sin embargo, al verla esa mañana de febrero, el hidalgo Dornell pensó que había sido un idiota por marcharse de allí, aunque hubiera sido por la mayor heredera de Wessex. Su fachada de estilo paladiano, de la época de Carlos I, ostentaba por su simetría una dignidad que la heterogénea y enorme mansión de su esposa, con sus muchos tejados, no podía eclipsar. Se hallaba el ánimo del hidalgo afectado, y la penumbra que el frondoso bosque proyectaba sobre la escena no contribuía a aliviar el abatimiento de aquel hombre rubicundo, de cuarenta y ocho años, que montaba con fatiga su caballo castrado. La niña, su querida Betty; ésa era la causa de su tribulación. Era infeliz cerca de su mujer y era infeliz lejos de su hija; y era éste un dilema de difícil solución. Se entregaba por ello con prodigalidad a los placeres de la mesa, había llegado a convertirse en bebedor de tres botellas diarias y resultaba en la estimación de su esposa cada vez más difícil presentarlo ante sus refinados amigos de la ciudad.
Lo recibieron los dos o tres criados viejos que se ocupaban del solitario lugar, dónde sólo unas pocas habitaciones estaban habilitadas para el uso del hidalgo y sus amigos, que participaban en las partidas de caza; a lo largo de la mañana llegó de King’s-Hintock su fiel servidor, Tupcombe, y el hidalgo se sintió mucho más cómodo. Pasados uno o dos días en soledad empezó a pensar que había sido un error instalarse en sus tierras. Al marcharse de King’s-Hintock con tanto encono había echado a perder su mejor baza para contrarrestar la absurda idea de su mujer de otorgar la mano de su pobre Betty a un hombre al que apenas había visto. Tendría que haberse quedado para protegerla de un trato tan repugnante. Casi le parecía una desgracia que la muchacha fuese a heredar tanta riqueza. Eso la convertía en blanco de todos los aventureros del reino. ¡Cuánto mejores habrían sido sus perspectivas de felicidad si hubiera sido tan sólo la heredera de una sencilla propiedad como Falls!
Su mujer estaba sin duda en lo cierto cuando insinuó que él tenía sus propios planes para la hija. El hijo de un difunto amigo muy querido, que vivía a poco más de una milla de donde el hidalgo se encontraba en ese momento, un joven un par de años mayor que su hija, era en opinión del padre la única persona en el mundo capaz de hacerla feliz. Pese a todo, en ningún momento se le pasó por la cabeza comunicar sus proyectos a ninguno de los dos jóvenes, con una precipitación tan indecente como la que había mostrado su mujer; no pensaba decir nada hasta pasados unos años. Los jóvenes ya se habían visto, y el hidalgo creyó detectar en el muchacho una ternura muy prometedora. Era grande la tentación de seguir el ejemplo de su mujer y anticipar la futura unión convocando allí a la pareja. La muchacha, aunque casadera según las costumbres de la época, era demasiado joven para enamorarse, pero el chico tenía ya quince años y manifestaba cierto interés por ella.
Mucho mejor que vigilarla en King’s-Hintock, donde por fuerza se hallaba demasiado influida por la madre, sería traer a la chica a Falls por algún tiempo, bajo su tutela exclusiva. Pero ¿cómo lograrlo sin recurrir a la fuerza? La única posibilidad era que su mujer, por mor de las apariencias, consintiera, como ya había hecho en otras ocasiones, que Betty fuera a visitar a su padre, en cuyo caso él hallaría el modo de retenerla hasta que Reynard, el pretendiente a quien su mujer deseaba favorecer, hubiese partido al extranjero, como se esperaba que hiciera la semana siguiente. El hidalgo Dornell resolvió regresar a King’s-Hintock con esta intención. En el supuesto de recibir una negativa, estaba prácticamente resuelto a coger a Betty y llevársela de allí.
El viaje de vuelta, a despecho de sus vagas y quijotescas intenciones, lo realizó con ánimo mucho más ligero. Vería a Betty y conversaría con ella, y ya se vería después en qué quedaba su plan.
De este modo recorrió el llano que se extiende entre las colinas que circundan Falls-Park y aquellas que delimitan la población de Ivell, cruzó al trote este municipio y salió al camino de King’s-Hintock, para, una vez pasado el pueblo, tomar la larga avenida que conducía a la mansión a través de la finca. Por tratarse de un paseo abierto, el hidalgo discernía sin dificultad la fachada norte y la puerta de la mansión a gran distancia y él mismo era visible desde las ventanas de ese lado, razón por la cual confió en que Betty acaso lo viera llegar, como hacía a veces a su regreso de un viaje, y corriese a la puerta o lo saludara con su pañuelo.
Pero nada de esto ocurrió. Preguntó por su esposa en cuanto puso pie en tierra.
–La señora ha salido. Ha tenido que ir a Londres, señor.
–¿Y la señorita Betty? –inquirió el hidalgo un tanto confundido.
–También se ha marchado, señor, por cambiar de aires. La señora ha dejado una carta para usted.
La nota nada explicaba; se limitaba a comunicar que partía para Londres por asuntos propios y que se llevaba con ella a la niña para que disfrutara de unas vacaciones. Incluía el escrito unas palabras de Betty al mismo efecto, redactadas indiscutiblemente en un estado de júbilo ante la perspectiva del viaje. El señor Dornell murmuró algunos improperios y se rindió a su decepción. Su mujer no decía cuánto tiempo pensaba quedarse en la ciudad, aunque ciertas pesquisas le permitieron averiguar que había cargado el coche con equipaje suficiente para una estancia de dos o tres semanas.
En tales circunstancias King’s-Hintock Court resultaba tan lúgubre como Falls-Park. Últimamente había perdido todo interés por la caza y apenas había asistido a una sola partida en toda la temporada. Leyó y releyó los garabatos de Betty y reunió otras notas similares de su hija, como si éste fuera el único placer que le quedase. Que de verdad estaban en Londres lo supo al cabo de unos días, por otra carta de la señora Dornell, en la que le decía que confiaba en estar de vuelta en el plazo de una semana y que no tenía la menor idea de que fuese él a regresar tan pronto a King’s-Hintock, pues de haberlo sabido no se habría marchado sin avisarle.
Dornell se preguntó si, a la ida o a la vuelta, su mujer tendría intención de visitar a Reynard en Melchester, ciudad por la que había de pasar en su camino. Era posible que la madre...

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  1. Cubierta
  2. Nota al texto
  3. Prefacio
  4. Primera Parte. ANTES DE LA CENA
  5. Segunda Parte. DESPUÉS DE LA CENA
  6. Notas
  7. Créditos
  8. Alba Editorial