Primera parte I
Conocí a Myra Henshawe cuando tenía quince años, pero recordaba haber oído hablar de ella desde que tenía uso de razón. Myra se había fugado para casarse, y su historia era la más interesante que se contaba en nuestra familia; de hecho, era la única historia interesante que podía oírse durante las vacaciones o en las reuniones familiares. Mi madre y mis tías seguían recibiendo noticias de Myra Driscoll, que era como la llamaban ellas, y tía Lydia iba a Nueva York de vez en cuando para visitarla. En su juventud, Myra había sido la figura más brillante y atractiva dentro de su círculo de amigos, y había tenido una vida tan emocionante y variopinta como monótona era la nuestra.
Aunque había crecido en nuestra ciudad, Parthia, en el sur de Illinois, Myra Henshawe no volvió a pisarla tras su fuga, salvo en una ocasión. Fue el año en que yo terminaba el instituto; ella debía de tener unos cuarenta y cinco años. Llegó con el comienzo del otoño, tras enviar un breve telegrama de aviso. Su marido, que ocupaba un cargo en las oficinas de Nueva York de una compañía de ferrocarriles del Este, tenía que viajar al Oeste por negocios, de modo que interrumpirían el viaje un par de días para pasarlos en Parthia. Él iba a alojarse en el Parthian, que era el nombre de nuestro nuevo hotel, y la señora Henshawe iba a quedarse en casa de tía Lydia.
Mi tía Lydia sentía una gran predilección por mí. Tenía tres hijos mayores, pero ninguna hija, y opinaba que mi madre no sabía apreciar mi valía. En consecuencia, me proporcionaba continuamente ciertos «privilegios» adicionales, como decía ella. A mi madre y a mi hermana, las invitó a cenar en su casa la noche en que llegaban los Henshawe, pero a mí me susurró: «Quiero que vengas temprano, más o menos una hora antes que los demás, para que conozcas a Myra».
Aquella noche entré calladamente por la puerta principal de la casa de mi tía y, mientras me quitaba el abrigo en el vestíbulo, vi a una mujer baja y rechoncha vestida de terciopelo negro, sentada en el sofá del extremo más alejado del salón, tocando la guitarra del primo Bert. Debió de oírme, y al levantar la vista vio mi imagen en un espejo. Dejó la guitarra, se levantó y aguardó a que me acercara. Su inmovilidad era absoluta, con los hombros echados hacia atrás y el mentón en alto, como si quisiera recordarme que me correspondía a mí acercarme con la mayor rapidez posible y presentarme tan bien como supiera. Yo no estaba acostumbrada a formalidades de ningún tipo, pero ella consiguió transmitirme esa idea con su actitud.
Me apresuré a cruzar la salita con una expresión de tal perplejidad y desasosiego que soltó una breve carcajada de conmiseración al tiempo que me ofrecía su encantadora mano, regordeta y menuda.
–¡Tú debes de ser la querida Nellie de Lydia, de la que tanto he oído hablar! Y si no me falla mi lamentable aritmética, has cumplido ya los quince, ¿no es verdad?
Qué voz tan hermosa tenía, sonora, alegre y despreocupada en su amabilidad; pero su pose seguía siendo altiva. Siempre actuaba así cuando conocía a alguien; creo que se debía en parte a que empezaba a tener papada y quería disimularla. Sus ojos grises, muy hundidos y brillantes, parecían examinarme de los pies a la cabeza, juzgándome. Pese a que no era más alta que yo, me sentí absolutamente abrumada por su presencia y estúpida, desesperadamente torpe y estúpida. Llevaba los negros cabellos recogidos en un moño alto al estilo Pompadour, con curiosos mechones de lustroso color blanco, rizados y zigzagueantes, que parecían vellones de cabra persa o de algún animal que tuviera un sedoso pelaje. Me era imposible sostener su mirada curiosa y juguetona, de modo que dirigí la vista hacia el collar de amatistas talladas que colgaba sobre el escote cuadrado de su vestido. Supongo que me quedé mirándolo fijamente porque de pronto me dijo:
–¿Te molesta el collar? Dímelo y me lo quito.
Me quedé muda. Notaba que me ardían las mejillas. Ella se dio cuenta de que me había ofendido y lo lamentó; me rodeó impulsivamente con el brazo, me llevó hasta la esquina del sofá y se sentó a mi lado.
–¡Oh, ya nos acostumbraremos la una a la otra! Verás, te pincho un poco porque estoy segura de que Lydia y tu madre te tienen un poco mimada. Te han alabado demasiado al hablarme de ti. Está muy bien ser inteligente, querida, pero no debes tomártelo demasiado en serio; no hay nada que sea más aburrido. Bueno, intentemos conocernos. Cuéntame cuáles son las cosas que más te gustan; ése es el camino más corto hacia la amistad. ¿Qué es lo que más te gusta de Parthia? ¿La casa del viejo Driscoll? ¡Estaba segura!
Cuando llegó su marido, yo ya había empezado a pensar que iba a gustarle. Deseaba que fuera así, pero tenía la impresión de que no se me concedería la menor oportunidad; su voz, encantadora y fluida, su pronunciación, clara y ligera, me desconcertaban. Y no alcanzaba a discernir si se burlaba de mí o de lo que estábamos hablando. Su sarcasmo era tan agudo y sutil que resultaba como tocar un metal, helado hasta el punto de que uno no sabía si quemaba o daba frío. Me fascinaba, pero me sentía muy incómoda, y me alegré cuando Oswald Henshawe llegó del hotel.
Entró en la habitación sin quitarse el abrigo y fue directamente hacia su mujer, que se levantó para darle un beso. Una vez más, tardé un rato en comprender la situación; por un instante pensé que habrían viajado en trenes diferentes desde Chicago, pues estaba claro que ella se alegraba de verlo; no sólo se alegraba de que estuviera bien y hubiese llegado a la hora, sino que su presencia era un motivo de vivo placer personal. Yo no estaba acostumbrada a ver esa clase de sentimientos en parejas que llevaban mucho tiempo casadas.
El señor Henshawe no era tan desconcertante como su mujer y se parecía más al hombre que yo esperaba encontrar. Sus facciones angulosas le daban un aire militar: frente amplia y curtida, pómulos prominentes, nariz larga y ligeramente arqueada. Sus ojos, sin embargo, eran afables y oscuros, peculiares en la forma –exactamente como dos medias lunas–, y lucía un bigote de puntas desmayadas, caídas, como los ingleses. Había algo en él que sugería coraje, magnanimidad y un modo de obrar elegante y generoso.
–Llego tarde –explicó– porque he tenido cierta dificultad para vestirme. No encontraba mis cosas.
Su mujer pareció preocuparse, pero luego se echó a reír.
–¡Pobre Oswald! Buscabas esas camisas de frac que sobresalen por delante. Bueno, ¡podías habértelo ahorrado! Se las di al hijo del portero.
–¿El hijo del portero?
–Sí. Willy Bunch. Seguramente esta noche se habrá puesto una para ir a un baile iroqués, que es para lo que sirven.
El señor Henshawe se pasó la mano rápidamente por sus lisos cabellos acerados.
–¿Has regalado mis seis camisas nuevas?
–Desde luego. No llevarás unas camisas con las que parece que tienes pecho, ni aunque sea para ir al asilo de pobres. Ya sabes que no soporto verte llevar ropas que no te sientan bien.
Oswald la miró con regocijo, incredulidad y amargura. Nos dio la espalda, encogiéndose de hombros, y acercó una silla.
–Bueno, lo único que puedo decir es: ¡menuda ganga para Willy!
–Ésa es la mejor manera de tomárselo –dijo su mujer en tono de broma–. Y, ahora, intenta hablar de alguna cosa que pueda interesar a la sobrina de Lydia. He prometido a Liddy que haría el aliño para la ensalada.
Me quedé a solas con el señor Henshawe. Oswald tenía una agradable manera de prestar atención a una persona joven. Sabía «sonsacar» mejor que su mujer porque no te amedrentaba. Me gustaba contemplar su cara, con aquellos huesos prominentes y los ojos lánguidos y amigables, una desconcertante combinación de dureza y suavidad. Al cabo de poco rato llegaron mi madre, mi tío y mis primos. Cuando estuvimos todos, pude observar a los demás y disfrutar de la compañía de los visitantes sin tener que pensar en lo que iba a decir. La cena fue mucho más alegre de lo que suelen ser las reuniones familiares. La señora Henshawe recordaba todas las viejas historias y las viejas bromas que habían permanecido olvidadas durante veinte años.
–¡Qué agradable es oír otra vez la risa de Myra! –exclamó mi madre.
Sí, era agradable. También era terrible a veces, como descubriría con el tiempo. Tenía una risa colérica, por ejemplo, que aún recuerdo con escalofríos. Cualquier estupidez hacía reír a Myra. ¡Yo estaba destinada a oír aquella risa muy a menudo! Las circunstancias adversas, los accidentes, incluso las desgracias, provocaban su hilaridad. Y siempre era hilaridad, no histeria; había en ella una chispa de gracia, de humor ácido.
II
La gran casa de piedra en la que creció Myra Driscoll, enclavada en un parque arbolado de diez acres y rodeada por una alta verja de hierro forjado, seguía siendo en mi época la mejor propiedad de toda Parthia. A la muerte de John Driscoll, fue a parar a manos de las Hermanas del Sagrado Corazón y yo siempre la he recordado como convento. Myra era huérfana y la habían llevado a aquella casa siendo muy niña para que la criara su tío abuelo.
John Driscoll había hecho fortuna trabajando como contratista en los pantanos de Missouri. Se retiró pronto de los negocios, regresó a la ciudad donde había crecido como un chico pobre y se construyó una elegante casa que fue su orgullo. Vivió con lo que entonces se consideraba un gran esplendor. Tenía caballos veloces; de hecho, crió un trotón que consiguió una plusmarca nacional. Compró instrumentos de plata para la banda municipal y pagó el salario de su director. Cuando la banda acudía a la casa para darle una serenata, el día de su cumpleaños y en las fiestas, hacía pasar a los muchachos y les ofrecía su mejor whisky. Si Myra celebraba un baile o daba una fiesta en el jardín, la banda ponía la música. Sin lugar a dudas, era la banda de John Driscoll.
Myra, como solía decir mi tía, lo tenía todo: vestidos y joyas, un espléndido caballo de silla y un piano Steinway. Un verano, su tío la llevó con él a Irlanda y encargó su retrato a un famoso pintor. Cuando estaban en Parthia, su casa siempre permanecía abierta para los jóvenes de la ciudad. La belleza de Myra y su carácter vivaracho satisfacían el orgullo del anciano. El ingenio de Myra era de su gusto, innato y mordaz, y sin demasiados remilgos. Ella le tenía un gran afecto, y él lo sabía. Era un viejo rudo, y tan inculto que a duras penas sabía escribir. Se decía de él que al convertirse en presidente de nuestro banco nacional había quemado un montón de billetes del Tesoro que habían enviado a su casa para que los firmara, porque había «estropeado la firma». Sin embargo, conocía bi...