LIBRO SEGUNDO CAPÍTULO XIII
A medida que pasaban los años, a la señora de Eastmead seguía reconfortándole la conciencia de que, si bien en cuestión de tapicerías debía ceder, no sin disgusto, ante la otra casa, el mero aroma de su jardín bastaba para avergonzar por completo a la casa vecina. Tal vez en el interior Tony la derrotara en todos los aspectos, pero cuando ella tomaba posesión de su pradera, podía desafiar no sólo a Bounds, sino a todo Wilverley. Su puesto, y más aún su asiento, se situaban allí con frecuencia en los días de verano, como deducimos fácilmente de la posición fortificada en que la encontramos. De mayo a octubre estaba en el exterior, como ella decía, pastando, y durante gran parte del tiempo obtenía la grata sensación de que en ese terreno la afición a la novedad de su joven amigo resultaba vencida. Que tuviera una vajilla tan nueva como quisiera; ella triunfaba precisamente gracias al hecho de que sus árboles y arbustos eran viejos. Tony no podía colgar de las paredes nada comparable a sus enredaderas y sus macizos; ninguna de sus alfombras era tan aterciopelada como su césped. Ella lo tenía todo, o casi todo: tenía espacio y tiempo, y tenía el río. En Wilverley nadie disfrutaba del río como ella; naturalmente, la gente podía decir que en éste había poco que poseer pero, fuera eso lo que fuere, era ella la dueña. Bordeaba sus tierras, mejoraba su finca y entretenía a sus invitados; ella sostenía que el libre acceso al río compensaba el hecho de que se encontrara, como decía la gente, en la peor orilla. Si no hubiera estado en la orilla mala, no habría tenido el puentecito de piedra, que era motivo de especial orgullo y parte esencial del cuadro de conjunto, y había oído compararlo –acostumbraba a dejarlo caer como quien no quiere la cosa– con otro similar situado en Cambridge, en uno de los famosos jardines junto al río. El otro lado era el lado de la otra casa, el lado de la vista: la vista por la que sentía el respeto que nos inspiran, tras el primer arrebato creativo, los misterios que nosotros mismos imaginamos. La señora Beever componía las vistas y la otra casa bien podía disfrutar de ellas, especialmente en aquellos lugares donde se atisbaba algo a través de algún resquicio fortuito en el frondoso sendero que las separaba. Tony tenía una puerta en el muro que él denominaba «la puerta del río», pero la presencia de éste ni siquiera se sospechaba hasta después de recorrer cierto trecho. En el extremo más alejado, Tony disfrutaba de un contacto más próximo con la ciudad, pero ella quedaba más cerca del campo en los demás. Ella estaba unida a la población «por el camino largo» y el puente grande, y debía pasar, tal como le gustaba, por delante de la casa rojiza y cuadrada del médico. Aborrecía detenerse allí, lo aborrecía tanto como le gustaba que el doctor acudiera a Eastmead: en el primer caso, parecía que ella lo consultara y, en el segundo, que fuera ella quien daba consejo, ejercicio de sabiduría que sin duda prefería. Me apresuro a añadir que estos grados y matices afectaban a breves relaciones y naderías; pero era precisamente la reducida escala de la buena señora lo que daba coherencia a su mundo. Lo cierto es que los elementos del drama surgen cuando se comprimen con fuerza y, en algunas circunstancias, parecen invitar más al microscopio que a los gemelos de teatro.
En todo caso, la señora Beever tal vez nunca se había sentido tan consciente de sus ventajas, o, por lo menos, más rodeada de sus comodidades, como aquella hermosa tarde de junio en la que volvemos a ocuparnos de ella. Estas bendiciones se concretaban parcialmente en el té servido en un rincón protegido de la pradera, con una abundancia tal que bien podría haber estado esperando a los clientes en un puesto de feria. Tenía la sensación de que en la otra casa todo se hacía cada vez más tarde y sólo lamentaba que, como gesto de protesta en nombre de su propia tradición, no pudiera distanciarse en dirección contraria sin, al mismo tiempo, alejarse de la hora adecuada. En cualquier caso, ahora aguardaba esa hora ante una gran manta roja de viaje y un gran mantel blanco, así como varias sillas de mimbre y una hamaca que se mecía con la brisa del oeste; había estado ocupada con una serie de paquetes y cajas de cartón amontonadas en un banco. Acababa de tomar uno de los paquetes envuelto en varias capas de papel de seda y, sentada junto a la mesa de té, se disponía a desenvolverlo. En ese momento notó que se acercaba alguien por detrás; al mirar sobre el hombro y ver al doctor Ramage, dejó quietas las manos al instante. Aquellos amigos, tras largos años de trato, habían ido abandonando por el camino tantos preliminares que la ausencia, en su relación, era un mero paréntesis y la conversación pocas veces empezaba con mayúscula. Pero en esta ocasión, el médico derivó hacia un asiento sin, como de costumbre, hallarse ya en el seno de lo inmediatamente precedente.
–Adivine con quién acabo de cruzarme en la puerta de su casa: el joven con el cual trabó usted amistad hace cuatro años. ¡El señor Vidal, el enamorado de la señorita Armiger!
La señora Beever se echó hacia atrás, sorprendida; era raro que la señora Beever se echara atrás por nada.
–¿Ha aparecido otra vez? –Sus ojos habían preguntado ya más de lo que su amigo podía decir–. ¿Por qué motivo…?
–Por el placer de verla. No cabe duda de que le está muy agradecido por lo que hizo usted por él.
–No hice nada, querido amigo. No pude.
–Naturalmente, recuerdo en qué estado se encontraba Tony y que la necesitaba. Pero lo acogió aquel triste día y aquella noche –dijo el médico–, y le pareció (sin duda, fue mucho para él) que, tras la ruptura con aquella jovencita, usted se hacía cargo del asunto y, en cierto modo, estaba de su parte.
–Me limité a alojarlo durante unas horas y le ahorré el mal trago de encontrarse en una casa mortuoria. Pero se marchó temprano al día siguiente, limitándose a despedirse con una notita.
–Una notita que, según recuerdo, después me enseñó usted y que era modelo de discreción y buen gusto. Me parece –prosiguió el médico– que no viola esas virtudes al considerar que le ha dado usted derecho a reaparecer.
–¡Justo en el preciso y único momento, en tanto tiempo, en que esa jovencita, como usted la llama, vuelve a estar por aquí!
–Es una coincidencia demasiado singular para que el señor Vidal haya podido preverla.
–¿Se lo ha dicho usted?
–No le he dicho nada más que, probablemente, usted se hallaba donde la he encontrado y que, puesto que Manning se...