Los caballeros las prefieren rubias. Pero se casan con las morenas.
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Información del libro

«Me habría gustado que Dorothy se me ocurriera primero a mí» William Faulkner

«La gran novela americana» Edith Wharton

Aparte de ser un éxito de ventas desde el mismo día de su publicación, Los caballeros las prefieren rubias (1925) fue uno de los pocos libros que leyó James Joyce ese año, ya medio ciego, y contó con los elogios de William Faulkner y Edith Wharton: para ésta, se había escrito por fin «la gran novela americana». Anita Loos, en esta novela y su continuación, Pero se casan con las morenas (1928), narra las hazañas de una pareja de amigas, la rubia Lorelei Lee y la morena Dorothy Shaw, dos auténticas depredadoras en el marco del puritanismo y la mojigatería de la Norteamérica de la década de 1920, cuyo más característico emblema era la Ley Seca. Ambas causan estragos allí donde pasan: Lorelei conquista industriales, intelectuales, aristócratas, fiscales del distrito y hasta al mismísimo doctor "Froid", al que conoce en Viena y que le recomienda cultivar, ya que no tiene ninguna, algunas inhibiciones. Dorothy, siempre con su tendencia a enamorarse de quien no le conviene, y siempre, según su amiga, menos «refinada», será en todo caso capaz de divertir al príncipe de Gales enseñándole unas cuantas palabrotas.

Los fabulosos engaños de este memorable par de pícaras se leen, en los pocos momentos en que uno puede parar de reírse, como grandiosas victorias sobre una sociedad que, realmente, no merece otra cosa que ser estafada.

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Información

Año
2016
ISBN
9788490650110
Los caballeros las prefieren rubias
Revelador diario de una señora profesional

Biografía de un libro

Un día, hace bastantes años, me encontraba a bordo de un tren de lujo, el Santa Fe Chief, en el trayecto de Nueva York a Los Ángeles. Éramos gente del cine que volvía a los estudios, después de una feliz estancia en Nueva York, ya que nosotros pertenecíamos al reducido y selecto grupo, en el mundo del cine, que nunca se encontró a gusto en Hollywood. De este grupo formaban parte Douglas Fairbanks padre, que entonces comenzaba su carrera en el cine pero era ya un ídolo nacional, mi marido, John Emerson, que dirigía los guiones que yo escribía para Doug, y otras personas, como nuestro jefe de publicidad, un ayudante de dirección, el ayuda de cámara de Doug, y el entrenador de Doug. En aquellos alegres tiempos del cine mudo, viajábamos en grupo, en grandes y animados grupos.
Con nosotros iba también una rubia que importábamos a Hollywood para que fuese la pareja de Doug, en su próxima película. Ahora bien, esta chica, pese a que casi me doblaba en estatura (en aquel entonces, yo pesaba menos de cuarenta y cinco quilos) y a que era de tipo robusto, recibía todo género de atenciones, cuidados y mimos del elemento masculino del grupo. Si se le caía de las manos la novela que estaba leyendo, varios hombres se abalanzaban a cogerla del suelo para dársela, en tanto que yo tenía que manejar pesadas maletas, poniéndolas y sacándolas del portaequipajes, mientras los hombres seguían sentados, sin reparar en mis apuros.
Evidentemente, entre aquella chica y yo se daba una radical diferencia. Pero ¿en qué consistía? Las dos nos encontrábamos en los más bellos años de la primera juventud, nuestro atractivo era aproximadamente igual, y, en agudeza mental, no cabía la menor discusión, puesto que yo era la más lista de las dos. Entonces, ¿por qué razón aquella muchacha me superaba de tal manera en éxito femenino? ¿Acaso su fuerza se hallaba, como en el caso de Sansón, en el cabello? Ella era rubia natural, y yo morena.
Teniendo en cuenta el éxito que un par de años después alcanzaría Los caballeros las prefieren rubias, parece que, aquel día, descubrí un importante hecho científico, en el que, hasta entonces, nadie se había fijado.
Aquella primera revelación iluminó toda una fase de mis experiencias juveniles. Pasé lista a las diversas rubias que conocía. Formaban un grupo muy especial, por cuanto se trataba de bellezas del mundo del cine, y de chicas del Ziegfeld Follies, de donde el cine reclutaba constantemente un buen número de pequeñas estrellas. Y, de esta lista, elegí a la más tonta de todas las rubias, una muchacha que había conseguido embrujar a una de las inteligencias más brillantes de nuestro tiempo, a saber, H. L. Mencken.
Menck no solo era mi ídolo, sino también gran amigo mío. A menudo, me llevaba a cenar a Luchow, e incluso llegué a formar parte del grupo de amigos íntimos, amantes de la cerveza, que iban a Jersey City, en aquellos tiempos de la Ley Seca, para tomar algún brebaje que no contuviera éter. Menck me tenía gran simpatía, pero, para cuestiones sentimentales, prefería a la obtusa rubia.
La situación era flagrantemente injusta. Empecé a meditar sobre el asunto mientras nuestro tren cruzaba a toda velocidad las llanuras del Medio Oeste, hasta que por fin cogí el gran bloc de hojas amarillentas en el que escribía los guiones de Doug, y me puse a escribir mis pensamientos, no con amargura, como hubiese hecho en el caso de ser una verdadera novelista, sino con un sentido del humor que, en términos generales, puede calificarse de infantil. Siempre he creído que la gente adulta da risa, como suele parecerles a los niños, y nunca me he dejado engañar por sus hipocresías. En aquellos días tenía una amiga, Rayne Adams, que solía decir que me enfrentaba a la vida igual que un niño de diez años que se excita y disfruta con los mayores desastres.
En realidad, si se analiza la trama de Los caballeros las prefieren rubias, resulta casi tan sombría como la de una novela de Dostoievski. Así se reconoció cuando el libro fue publicado en Rusia, y las autoridades soviéticas lo consideraron una prueba de la explotación a la que las indefensas mujeres rubias eran sometidas por los rapaces prohombres del sistema capitalista. Los rusos, con su innato amor por el sufrimiento, quitaron todos los elementos divertidos de Los caballeros las prefieren rubias, dejando al descubierto una trama siniestra. Esta trama se basa en la violación, a temprana edad, de la insensata protagonista, en su intento de asesinato (que no prosperó por la torpeza de la heroína en el manejo de armas de fuego), en el hecho de vivir la heroína a la deriva en el Nueva York infestado de gángsters de los tiempos de la Ley Seca, permanentemente acosada por hombres codiciosos (el más destacado de ellos pretende apartarla de la circulación por un precio de ganga), su renuncia al único hombre que consiguió conmover su espíritu femenino, su nauseabunda relación con un hombre que le es física, mental y emocionalmente repulsivo, y, por último, su aceptación de la triste monotonía de la vida en una zona residencial de Filadelfia.
Con los anteriores elementos, cualquier novelista de veras, como Sherwood Anderson, Dreiser, Faulkner o Hemingway, probablemente habría levantado tempestades de indignación en sus lectores. Scott Fitzgerald logró que sus seguidores derramaran lágrimas agridulces con la lectura de hechos parecidos. Pero yo, con mi infantil crueldad, siempre he considerado que los más impresionantes actos humanos no son más que cómicas tonterías. Por ejemplo, cuando Einstein formuló su trascendental teoría, y, luego, exhortó a sus colegas en el cultivo de las ciencias a no utilizarla para exterminar la especie humana, me pareció tan cómico como la actitud de cierto personaje de Mujercitas que advierte a un grupo de niñas de que no deben meterse alubias dentro de la nariz, con lo cual las niñas se sintieron inducidas a meterse alubias dentro de la nariz, tan pronto tuvieron ocasión de hacerlo.
Cuando empecé a escribir el relato de la vida de Lorelei en mi bloc de páginas amarillas, lo hice mezclando hechos reales con hechos imaginarios. El nombre real de mi protagonista era Mabel Minnow. Sin embargo, su lugar de nacimiento es imaginario, y H. L. Mencken intervino en determinarlo. Yo quería que Lorelei representara el más bajo nivel intelectual de la nación, y Menck había escrito un ensayo sobre la cultura norteamericana en el que calificaba el estado de Arkansas de «Sáhara de las Bellas Artes». En consecuencia, decidí que los primeros años de la vida de mi protagonista transcurrieran en Little Rock, población que, incluso en nuestros días, confirma la opinión de Mencken, constituyendo el paradigma de la estupidez humana y la cortedad de miras.
Terminé aquellas pocas páginas de lo que consideraba que no pasaría de ser un brevísimo relato, cuando el tren en el que viajábamos se acercaba a Pasadena. Había llegado el momento de coger las maletas y reanudar el frenético trabajo de los estudios cinematográficos. Metí las páginas manuscritas en la cartera exterior de una maleta, y me olvidé de ellas durante seis meses o más.
Y habría podido olvidarme muy bien de Lorelei para siempre, puesto que yo era escritora de guiones cinematográficos, y jamás se me ocurrió soñar que mi protagonista pudiera aparecer en el celuloide. Pero un día, hallándome en Nueva York, encontré las arrugadas páginas de aquella breve sátira que había garabateado, y, con la idea de dar a Mencken la ocasión de reírse un poco de sí mismo (a la sazón la rubia en que me inspiré había tenido varias sucesoras del mismo estilo, en la vida de Mencken), se las mandé por correo.
A Menck le gustó mi esbozo, comprendió su significado, y pese a que le afectaba directamente y constituía una intrusión en su vida sentimental, me aconsejó que lo publicara.
Para contar la historia de la publicación de Los caballeros las prefieren rubias, prefiero citar palabras de la biografía escrita por Carmel Snow:


Cuando Los caballeros las prefieren rubias vio la luz, haciendo las delicias de los lectores, tomé a Anita Loos bajo mi protección. Oficialmente, Anita Loos vivía bajo la protección de su alto y flaco marido John Emerson (Anita apenas le llegaba al pecho), y mi amiga asegura que, en aquel entonces, andaba siempre agarrada a los faldones de la chaqueta de John Emerson cuando yo la llevaba a fiestas y reuniones, pero lo cierto es que la amistad entre Anita y yo fue inmediata, y que incluso repercutió en nuestro vestuario. A las dos nos vestía Chanel, luego nos vistió Mainbocher y, más recientemente, Balenciaga.
Cuando conocí a Anita Loos, las aventuras de su Lorelei Lee aparecían por entregas en la revista que llegaría a ser el amor de mi vida. ¡Con cuánta impaciencia esperaba el número siguiente de Harper’s Bazaar, para leer la continuación de las aventuras de Lorelei! Los lectores ignorábamos que muy poco faltó para que la historia careciera de continuación. Anita escribió Los caballeros las prefieren rubias a modo de relato breve, y lo mandó a H. L. Mencken, aquel gran editor de los años veinte. Mencken acababa de dejar la dirección de Smart Set, en donde hubiera publicado con mucho gusto la historieta de Anita Loos, pero estimaba que la obrita no encajaba en The American Mercury, que era la publicación que a la sazón dirigía Mencken, quien advirtió a Anita: «Hija mía, en este relato te ríes de la sexualidad, y esto es algo que jamás se ha hecho en Estados Unidos, por lo que te aconsejo que mandes estas páginas a Harper’s Bazaar, en donde se publicarán entre los anuncios y a nadie ofenderán».
Henry Sell era quien por entonces dirigía Harper’s Bazaar y, afortunadamente, él fue el primero en leer la historieta de Anita Loos, a quien dijo: «¿Por qué no la continúas? Has dado vida a esa chica, y ahora debes hacer lo necesario para que siga viviendo». Por tanto, cuando Lorelei apareció en uno de los números mensuales de Harper’s Bazaar, Anita comenzó a trabajar frenéticamente en la continuación que aparecería en el mes siguiente. En el tercer mes de la publicación de las aventuras de Lorelei, en la revista empezaron a publicarse anuncios de moda masculina, de automóviles y de equipos de deporte. Por vez primera, los hombres leían Harper’s Bazaar, las ventas en los kioscos se doblaron y, luego, se triplicaron. James Joyce, que había empezado a perder la vista, empleó la poca que le quedaba en la lectura de las aventuras de Lorelei Lee. Y cuando a George Santayana le preguntaron cuál era el mejor libro de filosofía escrito por un ciudadano norteamericano, contestó: «Los caballeros las prefieren rubias».


Cuando la historia de Lorelei terminó en Harper’s Bazaar, un amigo mío, Tom Smith, que trabajaba en la editorial Liveright Publishing Company, me preguntó si quería que me publicara, en edición reducidísima, el libro, más que nada para regalarlo a mis amistades por Navidad. La idea me pareció excelente, por lo que Tom procedió a imprimir, en una especie de edición privada, la reducida cantidad de mil quinientos ejemplares (lo cual explica que estos ejemplares se hayan convertido en libros buscados por los bibliófilos).
La primera edición se agotó el mismo día en que fue distribuida, y pese a que la segunda edición fue de sesenta mil ejemplares también se agotó con casi la misma rapidez. Creo que se hicieron cuarenta y cinco ediciones de la obra, antes de que la demanda inicial del público comenzara a menguar. Como es natural, con el paso de los años se han hecho varias ediciones de bolsillo. Pero creo que las hazañas de Lorelei alcanzaron el sumo honor cuando ella pasó a ser uno de los poquísimos autores contemporáneos cuyas frases han sido incorporadas al Oxford Book of Quotations.
Después de su publicación en Norteamérica, Los caballeros las prefieren rubias fue un éxito de ventas en trece idiomas. (Nota para el presidente de la URSS: ¿Dónde están mis derechos de autor, tovarich?) En China, el relato fue publicado por entregas en un periódico dirigido por Lin Yutang, quien me aseguró que el modo de expresarse de Lorelei coincidía plenamente con el de las muchachas chinas de vida alegre.
El mundo y la manera de comportarse de sus habitantes han cambiado mucho desde el día en que Lorelei Lee apareció en escena. Recientemente, en el curso de una entrevista de televisión en Londres, me preguntaron: «Señorita Loos, su libro se basó en una situación económica, es decir, en la todavía inigualada prosperidad de los años veinte; si ahora tuviera que escribir un libro semejante, ¿qué tema escogería?». Sin dudarlo un instante, me vi obligada a contestar: «Los caballeros prefieren a los caballeros». Esta afirmación motivó el brusco fin de la entrevista. Pero, en el caso de que lo dicho sea verdad, como realmente parece serlo, también se basa en razones puramente económicas, es decir, en la insensata y criminal explosión demográfica que una naturaleza benévola procura contener por medios más agradables que la guerra.
Ahora, mi librito pasa, como obra de época, a manos de los nietos de sus primeros lectores. Y, si el espíritu de estos lectores necesita ánimos, mientras tiemblan de terror ocultos en los refugios atómicos de los presentes años, quizá las aventuras de Lorelei Lee sirvan para alegrarlos un poco, y quizá se sientan estimulados por las palabras de su filósofo favorito: «Sonríe, sonríe, sonríe».
ANITA LOOS

I. Los caballeros las prefieren rubias

16 de marzo
Un caballero amigo mío y yo estábamos cenando anoche en el Ritz, y este caballero me dijo que, si cogía papel y lápiz y escribía todos mis pensamientos, escribiría un libro. Esto casi me dio risa porque no sería un libro sino uno de esos montones de libros que se llaman enciclopedrias. Sí, porque no paro de pensar, me paso el tiempo pensando todo el rato. En fin, que pensar es mi diversión mejor, y a veces me paso horas y horas sentada sin hacer nada, pensando y pensando. Por eso este señor amigo mío me dijo que una chica con seso debe hacer algo más que pensar, con su seso. Y dijo que en materia de seso él entiende mucho porque es del Senado y se pasa muchos días en Washington, por lo que, cuando entra en contacto con un seso, enseguida se da cuenta. Bueno, pero el caso es que me habría olvidado de lo que este caballero me dijo, si esta mañana no me hubiese regalado un libro. Cuando la criada me ha traído el libro ese, le he dicho:
–Bueno, Lulu, ya ves, otro libro, y no hemos leído ni la mitad de los que tenemos.
Pero, cuando he abierto el libro y he visto que tenía todas las páginas en blanco, me he acordado de lo que este caballero amigo mío me había dicho, y, claro, me he dado cuenta de que este libro era un diario. Por eso ahora, escribo un libro, en vez de leer.
Pero hoy es día 16 de marzo, por lo que me parece que es demasiado tarde para empezar a escribir en enero, pero esto no tiene importancia porque este caballero amigo mío, el señor Eisman, se pasó prácticamente todo el mes ...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Nota al texto
  4. Los caballeros las prefieren rubias
  5. Pero se casan con las morenas
  6. Notas
  7. Créditos
  8. ALBA