Tres años
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Tres años

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Un hombre sin atractivo pero con medios solicita la mano de una joven y bella muchacha, que le rechaza en un primer momento con indignación, pero que luego, arrepentida, le acepta, en una decisión en la que intervienen tanto la compasión como cierto cálculo, pues desea escapar del ambiente provinciano en que vive y establecerse en Moscú. El relato se ocupa de los tres primeros años de su matrimonio, en una disección típicamente chejoviana de las relaciones de pareja.

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Información

Año
2014
ISBN
9788490650981
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
I
Reinaba ya la oscuridad, en algunas casas las ventanas estaban iluminadas y al final de la calle, detrás de los cuarteles, empezaba a remontarse una pálida luna. Láptev, sentado en un banco, a la puerta de su casa, esperaba que finalizara el oficio vespertino en la iglesia de San Pedro y San Pablo. Contaba con que Yulia Serguéievna, al regresar de la misa, pasara por allí; en tal caso, él podría dirigirle la palabra y tal vez disfrutar de su compañía toda la tarde.
Llevaba allí ya una hora y media, y durante ese tiempo había estado acordándose de su casa de Moscú, de sus amigos de la capital, del criado Piotr, de su escritorio; alguna que otra vez contemplaba con incredulidad los árboles sombríos e inmóviles, y le parecía extraño no hallarse en su dacha de Sokólniki1, sino en una ciudad de provincias, en una casa junto a la que cada mañana y cada tarde pasaba un gran rebaño que levantaba enormes nubes de polvo, conducido por unos cuantos pastores que de vez en cuando tañían el cuerno. Le venían a la memoria las largas conversaciones moscovitas, en las que él mismo había tomado parte hacía relativamente poco, conversaciones en las que se aseguraba que se podía vivir sin amor, que el amor apasionado constituía una suerte de aberración, que no existía lo que ha dado en llamarse amor, sólo una atracción física de sexos opuestos, y cosas por el estilo; se acordaba de esas cosas y pensaba con tristeza que, si en esos momentos alguien le hubiera preguntado qué era el amor, no habría sabido qué contestar.
Una vez concluido el oficio vespertino, empezó a aparecer gente. Láptev observaba con nerviosismo las oscuras figuras. Había pasado ya el arcipreste en un coche, las campanas habían dejado de repicar y se habían apagado una tras otra las luces verdes y rojas que iluminaban el templo con motivo de la festividad del patrón. La gente pasaba sin prisas, charlando, deteniéndose debajo de las ventanas. De pronto, Láptev oyó una voz conocida y el corazón empezó a latirle con fuerza; pero, al darse cuenta de que Yulia Serguéievna no estaba sola, sino acompañada de otras dos señoras, fue presa de la desesperación.
–¡Es terrible, terrible! –susurraba, sintiéndose celoso–. ¡Es terrible!
En la esquina, antes de entrar en el callejón, Yulia Serguéievna se detuvo para despedirse de sus acompañantes, y en ese momento vio a Láptev.
–Voy a su casa –dijo él–. Para charlar un rato con su padre. ¿No habrá salido?
–No creo –respondió ella–. Es temprano para ir al club.
El callejón discurría entre jardines, y junto a las cercas crecían tilos que en esos momentos, a la luz de la luna, proyectaban una ancha sombra, cubriendo de oscuridad tanto las empalizadas como las cancelas de una parte de la calle. De algún lugar llegaba un rumor de voces femeninas, risas contenidas y apagados acordes de balalaika. Olía a tilo y a heno. Ese susurro de seres invisibles y ese olor excitaban a Láptev. De pronto sintió un deseo apasionado de abrazar a Yulia Serguéievna, cubrir de besos su cara, sus manos, sus hombros, estallar en sollozos, caer a sus pies y contarle cuánto tiempo llevaba esperándola. La joven exhalaba un olor a incienso muy suave, apenas perceptible, y esa fragancia le recordó los tiempos en que también él creía en Dios, acudía a las funciones vespertinas y se perdía en ensoñaciones de un amor puro y poético. Y, como esa muchacha no lo quería, le parecía que había perdido para siempre la posibilidad de alcanzar esa felicidad con que tanto soñara antaño.
Yulia Serguéievna hablaba con preocupación de la salud de Nina Fiódorovna, la hermana de Láptev: dos meses antes le habían extraído un tumor y ahora todos temían que se reprodujera la enfermedad.
–Fui a verla esta mañana –dijo Yulia Serguéievna– y me pareció que esta semana no ha adelgazado, pero la encontré mustia.
–Sí, sí –asintió Láptev–. No ha recaído, pero la noto más débil cada día que pasa; se está consumiendo a ojos vistas. No entiendo lo que le está sucediendo.
–¡Señor, con lo sana, fuerte y colorada que estaba! –exclamó Yulia Serguéievna, después de una breve pausa–. Aquí la llamaba todo el mundo «la moscovita». ¡Y cómo se reía! Los días de fiesta se vestía como una sencilla campesina, y ese atuendo le quedaba muy bien.
El doctor Serguéi Borísich estaba en casa; grueso, rojo, corto de piernas, con una levita larga que le llegaba por debajo de las rodillas, se paseaba arriba y abajo en su despacho, con las manos en los bolsillos, canturreando a media voz : «Ru-ru-ru-ru». Iba desgreñado, con las grises patillas alborotadas, como si acabara de levantarse de la cama. Y su despacho, con cojines en los sofás, rimeros de papeles viejos en los rincones y un perro de aguas sucio y enfermo debajo de la mesa, producía la misma impresión de descuido e incuria que su propia persona.
–El señor Láptev quiere verte –le dijo la hija, entrando en el despacho.
–Ru-ru-ru-ru –canturreó el médico, en voz más alta que antes, dirigiéndose a la sala y tendiéndole la mano a Láptev, a quien preguntó–: ¿Qué hay de nuevo?
La sala estaba a oscuras. Láptev, sin sentarse, con el sombrero en la mano, empezó a disculparse por las molestias que le causaba. Le preguntó qué se podía hacer para que su hermana durmiera por la noche y si tenía alguna idea de por qué había adelgazado tanto, pero de pronto se sintió confundido, pues se le pasó por la cabeza que quizá ya le hubiera formulado esas preguntas durante su visita matinal.
–Dígame –preguntó–, ¿no convendría llamar a algún especialista de Moscú en enfermedades internas? ¿Qué cree usted?
El médico suspiró, se encogió de hombros e hizo un gesto indeterminado con ambas manos.
No cabía duda de que se había ofendido. Era un hombre sumamente quisquilloso y suspicaz; siempre tenía la impresión de que los demás no le creían, no reconocían sus méritos y no lo respetaban lo suficiente; que los pacientes lo explotaban y sus colegas lo trataban con desconsideración. Siempre se estaba riéndose de sí mismo y decía que los tontos como él sólo habían nacido para que la gente se aprovechara de ellos.
Yulia Serguéievna encendió la lámpara. Se había fatigado en la iglesia, como se veía en su rostro pálido y extenuado, en la languidez de sus movimientos. Tenía ganas de descansar. Se sentó en el sofá, apoyó las manos en las rodillas y se quedó pensativa. Láptev sabía que era feo, y ahora le parecía sentir esa fealdad en todo su cuerpo. Bajo de estatura, delgado, tenía las mejillas sonrosadas y le quedaba tan poco pelo que se le enfriaba la cabeza. Su expresión carecía por entero de esa elegante sencillez que vuelve atractivas hasta las caras más toscas y desagradables; en compañía de mujeres se mostraba torpe, demasiado dicharachero, amanerado. Y ahora casi se despreciaba por eso. Para que Yulia Serguéievna no se aburriera en su compañía tenía que hablar. Pero ¿de qué? ¿De nuevo de la enfermedad de su hermana?
Y se puso a decir lugares comunes sobre la medicina, elogió la higiene y añadió que desde hacía tiempo albergaba el propósito de construir en Moscú un albergue nocturno, cuyos costes ya había calculado. Según su proyecto, cualquier trabajador que se presentara por la tarde en el asilo recibiría por cinco o seis kopeks un humeante plato de sopa con pan, un lecho seco y caliente, con una manta, y un lugar donde secar su ropa y su calzado.
Por lo general, Yulia Serguéievna guardaba silencio en su presencia, mientras él, por extraño que pueda parecer, lograba adivinar sus pensamientos e intenciones, gracias, quizá, a esa intuición de los enamorados. En esa ocasión dedujo que, si no se retiraba a su habitación a cambiarse de ropa y tomar el té, después de acudir al servicio vespertino, era porque se disponía a salir de visita.
–Pero no tengo prisa con lo del albergue nocturno –prosiguió, con un tono de voz ya irritado y displicente, dirigiéndose al médico, que lo miraba con sorpresa y perplejidad, sin acabar de entender qué necesidad había de sacar a colación la medicina y la higiene–. Probablemente pasará mucho tiempo antes de que pueda ponerme manos a la obra. Además, me da miedo que nuestro albergue caiga en manos de esas santurronas y esas señoras filantrópicas moscovitas que acaban arruinando cualquier iniciativa.
Yulia Serguéievna se puso en pie y tendió la mano a Láptev.
–Discúlpeme –dijo–, pero tengo que irme. Haga el favor de saludar a su hermana de mi parte.
–Ru-ru-ru-ru –canturreó el médico–. Ru-ru-ru-ru.
Yulia Serguéievna salió, y al poco rato Láptev se despidió del médico y se marchó a su casa. Cuando una persona se siente insatisfecha y desdichada, ¡qué vulgares se le antojan los tilos, las sombras, las nubes, todas las bellezas de la naturaleza, tan presuntuosas e indiferentes! La luna estaba ya muy alta, y las nubes pasaban raudas por debajo. «¡Qué luna tan ingenua y provinciana! ¡Qué nubes tan escuálidas y lamentables!», pensaba Láptev. Se avergonzaba de lo que acababa de decir sobre la medicina y el albergue nocturno y le horrorizaba saber que, al día siguiente, su falta de carácter lo llevaría a buscarla y hablarle de nuevo, y una vez más se convencería de que era un extraño para ella. Y dos días después, otra vez lo mismo. ¿Para qué? ¿Y cuándo y cómo terminaría todo eso?
Una vez en casa, fue a ver a su hermana. Nina Fiódorovna aún tenía buen aspecto y daba la impresión de ser una mujer robusta y bien formada, pero su pasmosa palidez le daba cierto aire de muerta, sobre todo cuando yacía de espaldas, con los ojos cerrados, como ahora. A su lado estaba su hija mayor, Sasha, de unos diez años, que le leía un pasaje de una antología.
–¡Ha llegado Aliosha! –dijo la enferma con voz queda, como si estuviera hablando consigo misma.
Entre Sasha y su tío se había establecido desde hacía tiempo un tácito acuerdo para relevarse uno a otro. Ahora Sasha cerró la antología y, sin pronunciar palabra, salió de la habitación sin hacer ruido. Láptev cogió de la cómoda una novela histórica, buscó la página en la que se habían quedado, se sentó y se puso a leer en voz alta.
Nina Fiódorovna había nacido en Moscú. Como sus dos hermanos, había pasado la infancia y la juventud en la calle Piátnitskaia, en el seno de una familia de comerciantes. La infancia había sido larga y aburrida; su padre la trataba con severidad y dos o tres veces había llegado a azotarla con varas de abedul; en cuanto a su madre, había muerto tras una larga enfermedad; la servidumbre era sucia, grosera, hipócrita. Aparecían con frecuencia por casa curas y monjes, también groseros e hipócritas, que, además de comer y beber, prodigaban burdas alabanzas a su padre, por quien no sentían la menor simpatía. Los dos hermanos tuvieron la fortuna de acudir al instituto, pero ella no recibió instrucción, de suerte que, en lugar de letras, seguía garrapateando unos garabatos incomprensibles y sólo leía novelas históricas. Hacía cosa de diecisiete o dieciocho años, cuando contaba veintidós, había conocido en la dacha de Jimki a su actual marido, el terrateniente Panaúrov, de quien se había enamorado y con quien se había casado en secreto, contraviniendo la voluntad de su padre. Panaúrov, hombre apuesto, algo descarado, que encendía los cigarrillos en las lamparillas y estaba siempre silbando, le pareció a su padre una completa nulidad, y cuando más tarde, el yerno, en sus cartas, empezó a exigirle la dote, el anciano escribió a su hija para comunicarle que le enviaba al pueblo los abrigos de piel, el servicio de plata, diversos objetos que habían pertenecido a la madre y treinta mil rublos, pero no la bendición paterna; al cabo de un tiempo le envió otros veinte mil. Ese dinero y la dote se esfumaron, la hacienda se vendió, y Panaúrov se trasladó con su familia a la ciudad, donde encontró un puesto en la administración provincial. Una vez establecido, fundó una segunda familia, con la que vivía abiertamente, dando motivo a habladurías de todo tipo.
Nina Fiódorovna adoraba a su marido. Y ahora, mientras escuchaba la novela histórica, pensaba en las muchas desdichas por las que había pasado, en lo mucho que había sufrido a lo largo de su vida, y se dijo que, si alguien describiera su vida, el resultado sería un cuadro de lo más patético. Como el tumor lo tenía en el pecho, estaba convencida de que los culpables de su enfermedad eran el amor y la vida conyugal, y de que eran los celos y las lágrimas los que la habían postrado en la cama.
De pronto Alekséi Fiódorich cerró el libro y dijo:
–Se acabó, gracias a Dios. Mañana empezaremos otro.
Nina Fiódorovna se echó a reír. Siempre había sido risueña, pero en los últimos tiempos Láptev había empezado a darse cuenta de que, por culpa de la enfermedad, había momentos en que daba muestras de debilidad mental y se reía por la menor fruslería, incluso sin motivo alguno.
–Antes de la comida, cuando estabas fuera, vino Yulia –dijo–. Me dio la impresión de que no tiene demasiada confianza en su padre. «Deje que le cure mi padre –dice–, pero escríbale en secreto al santo eremita que rece por usted.» Ya sabes que en la ciudad se ha establecido un eremita. Yulia se olvidó aquí la sombrilla. Envíasela mañana –prosiguió, después de una breve pausa–. No, cuando ha llegado el final, ni los médicos ni los eremitas pueden servir de ayuda.
–Nina, ¿por qué no duermes por la noche? –preguntó Láptev, tratando de cambiar de conversación.
–No lo sé. El caso es que no logro conciliar el sueño. Me paso todo el tiempo pensando.
–¿Y en qué piensas, querida?
–En los niños, en ti… en mi vida. Ya sabes que he tenido que soportar muchas cosas, Aliosha. Cuando me pongo a recordar… ¡Dios mío de mi alma! –se echó a reír–. No es ninguna broma tener cinco hijos y enterrar a tres… A veces, cuando estaba a punto de dar a luz, mi Grigori Nikolaich estaba con la otra y no tenía a nadie que pudiera ir a buscar a la comadrona o...

Índice

  1. Cubierta
  2. Nota al texto
  3. Tres años
  4. Notas
  5. Biografía
  6. Créditos
  7. Alba