El alcalde de Casterbridge
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El alcalde de Casterbridge

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El alcalde de Casterbridge (1886), una de las novelas de madurez de Thomas Hardy y, junto con Jude el oscuro (1895), una de las que cimentan su histórica fama de novelista trágico, se abre con una escena sencillamente brutal: en una feria de ganado, un hombre borracho vende en pública subasta por cinco guineas a su mujer y a su hija -un bebé de meses- a un marinero. Al día siguiente, resacoso y avergonzado, jura ante Dios que no volverá a beber. Dieciocho años más tarde, se ha convertido en un próspero comerciante agrícola y en una figura respetada de la comunidad de Casterbridge -el nombre de Dorchester en Wessex-, cuyo consistorio preside; y una mujer y una muchacha se presentan ante él como la esposa y la hija que vendió. Pero «el Destino es carácter, como dijo Novalis», y ese hombre grandiosamente contradictorio, que ahora las acoge dispuesto a reparar su falta, sigue siendo el mismo hombre capaz de cometer las mayores bajezas guiado por un simple impulso, un hombre que siente «la necesidad perentoria de enfrentarse cotidianamente a la humanidad».

Una historia de valores y sentimientos elementales -poder y traición, amor y dolor, generosidad y celos- escrita con un sentido profano, existencial, de la tragedia, e inscrita con elegancia en la tradición de la cultura universal.

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Información

Año
2016
ISBN
9788490652411
Categoría
Literature
Categoría
Classics
Thomas Hardy
El alcalde de Casterbridge



Traducción
Bernardo Moreno





ALBA
Nota al texto
El alcalde de Casterbridge se publicó en 1886, primero por entregas en la revista inglesa Graphic y en la norteamericana Harper’s Weekly, y luego en forma de libro, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos. La traducción que aquí presentamos se basa en la edición crítica de Dale Kramer (Oxford, 1987), realizada principalmente a partir del cotejo del manuscrito original con la última edición revisada por el autor, la llamada Wessex Edition de 1912.
I
Un atardecer de finales de verano, antes de que el si­glo xix completara su primer tercio, un hombre y una mujer jóvenes, ésta con un niño en brazos, se aproximaban caminando al pueblo de Weydon Priors, al norte de Wessex. Iban vestidos con sencillez, aunque la espesa capa de polvo acumulada en el calzado y la ropa tras un viaje evidentemente largo pudiera dar la impresión de que iban mal vestidos.
El hombre era gallardo, de tez morena y aspecto serio, y el perfil de su cara tenía tan poca inclinación que parecía casi recto. Llevaba una chaqueta corta de pana, más nueva que el resto de su indumentaria, que consistía en un chaleco de fustán con botones de cuerno blancos, pantalones hasta la rodilla del mismo paño, polainas marrones y un sombrero de paja recubierto de brillante lienzo negro. A la espalda, sujeto con una correa, llevaba un capacho, por uno de cuyos extremos sobresalía el puño de una cuchilla de cortar heno y en cuya abertura se veía también un berbiquí. Sus andares, firmes y acompasados, eran los de un campesino hábil, muy distintos de los arrastrados y desgarbados del peón común; con todo, en la manera de levantar y plantar cada pie había una indiferencia tozuda y cínica, muy peculiar, que se manifestaba además en los pliegues del pantalón, que pasaban con regularidad de una pernera a otra conforme avan­zaba.
Sin embargo, lo más curioso de los dos caminantes, que habría llamado la atención de cualquier observador casual, era el completo silencio que observaban. Caminaban tan juntos que, desde lejos, se habría deducido que conversaban de esa manera tranquila, natural y confidencial de quienes tienen mucho que decirse; pero, desde más cerca, se podía distinguir que el hombre iba leyendo, o haciendo como que leía, un pliego de cordel que mantenía precariamente ante sus ojos con la mano que sujetaba la correa del capacho. Sólo él habría podido decir con seguridad si hacía esto para eludir una conversación que le atraía poco; su silencio era sistemático, de manera que la mujer se sentía sola en su compañía. Bueno, prácticamente sola, pues llevaba una criatura en los brazos. A veces el codo del hombre le rozaba el hombro, pues ella trataba de mantenerse lo más cerca posible de él sin llegar a tocarlo: no parecía tener la menor intención de cogerlo por el brazo, ni él de ofrecerlo, y lejos de mostrar sorpresa por el descortés silencio de su marido, parecía aceptarlo como algo natural. Si en el pequeño grupo se oía alguna palabra, era el ocasional susurro de la mujer a la criatura, una niña muy pequeña con vestidito corto y botitas azules de punto, y los balbuceos de ésta en respuesta.
El principal –casi único– atractivo de la cara de la joven mujer era su movilidad. Cuando miraba de reojo a la niña se volvía bonita, y hasta hermosa, debido particularmente a que, con el movimiento, sus rasgos captaban de forma sesgada los rayos del sol intensamente coloreado, que tornaba iridiscentes sus párpados y nariz y prendía fuego a sus labios. Caminando cansinamente a la sombra de un seto, embebida en sus pensamientos, tenía la expresión dura y semiapática de una mujer convencida de que cualquier cosa es posible por parte del tiempo y el azar, salvo quizá la justicia. Lo primero era obra de la naturaleza; lo segundo, probablemente, de la civilización.
No cabía duda de que el hombre y la mujer eran matrimonio y padres de la criatura que llevaban. Ningún otro parentesco habría explicado la atmósfera de rutinaria familiaridad que, como una nube, acompañaba al trío durante el camino.
La mujer mantenía los ojos fijos al frente, aunque sin demostrar interés; el escenario podía haber sido cualquier lugar de cualquier condado de Inglaterra en aquella época del año: una carretera ni recta ni tortuosa, ni llana ni montañosa, bordeada de setos, árboles y otras plantas que habían alcanzado esa fase verdinegra por la que pasan fatalmente las hojas en su mudanza al pardusco, al amarillo y al rojo. El borde herboso del talud y las ramas de los setos más próximos estaban recubiertos del pol­vo levantado por vehículos apresurados, el mismo polvo que había en la carretera amortiguando sus pisadas como una alfombra; lo cual, unido a la mencionada ausencia de conversación, permitía que se oyera cualquier sonido extraño.
Durante un buen rato no se oyó ninguno, salvo la vieja y manida canción del crepúsculo de algún pajarillo que sin duda se venía oyendo a la misma hora, y con los mismos trinos, corcheas y breves, desde tiempo inmemorial. Pero, conforme se acercaban al pueblo, fueron llegando a sus oídos gritos y ruidos distantes desde una elevación aún oculta por el follaje. Cuando se divisaron las primeras casas de Weydon Priors, el grupo familiar se cruzó con un labriego, que llevaba al hombro una azada de la que pendía la bolsa de la comida. El lector levantó en seguida los ojos.
–¿Hay trabajo por aquí? –preguntó con flema señalando con un movimiento del pliego a la aldea que se extendía ante él. Y, creyendo que el labriego no lo comprendía, añadió–: ¿Hay trabajo para un aparvador de heno?
El labriego había empezado a menear la cabeza.
–¡Pero hombre! A quién se le ocurre venir a Weydon Priors buscando semejante trabajo en esta época del año...
–Entonces, ¿hay alguna casa en alquiler, alguna cabaña recién construida o algo por el estilo? –preguntó el otro.
El pesimista mantuvo su negativa:
–En Weydon se derriba más que se construye. El año pasado echaron abajo cinco casas, y éste tres; y la gente no tiene dónde cobijarse. No, ni siquiera en un chamizo. Así es Weydon Priors.
El aparvador –pues esto era a todas luces– asintió con cierta altivez. Mirando hacia el pueblo, prosiguió:
–Sin embargo, parece que algo se mueve ahí, ¿no?
–Bueno, sí. Son las fiestas del pueblo, aunque lo que usted oye ahora no es más que el vocerío que arman para sacarles el dinero a los niños y los bobos; lo gordo ya ha pasado. Yo he estado trabajando todo el día soportando el estruendo. Pero no he estado ahí; no, señor. Estas fiestas no van conmigo.
El aparvador y su familia prosiguieron su camino, y pronto entraron en el real de la feria, lleno de tenderetes y establos, donde por la mañana habían sido exhibidos y vendidos cientos de caballos y ovejas, si bien ahora los habían retirado en su mayor parte. A estas horas, tal y como le había comentado el hombre, se notaba ya muy poca actividad; lo más importante era la venta en subasta de unos cuantos animales de segunda categoría que no se habían podido vender antes, despreciados por los mejores comerciantes, los cuales, hecho su negocio, se habían marchado pronto. Sin embargo, la multitud era más densa ahora que durante las horas de la mañana; el contingente de visitantes festivos –gente que había venido a pasar el día, algún que otro soldado con permiso, tenderos del pueblo y otros por el estilo que habían acudido tarde, personas todas ellas que parecían pasárselo bien entre mundinovis, puestos de juguetes, figuras de cera, monstruos ocurrentes, curanderos desinteresados que se desplazaban de un lugar a otro por bien del público, prestidigitadores, vendedores de baratijas y echadores de cartas– había llegado hacía poco.
Como a ninguno de nuestros dos caminantes les apetecían particularmente todas estas cosas, buscaron una carpa de refrescos entre las muchas que salpicaban el altozano. Dos tiendas, que estaban más cerca de ellos en el resplandor ocre del sol poniente, les parecieron igualmente tentadoras. Una estaba hecha de lienzo nuevo de tono lechoso, y sobre ella ondeaban unas banderas rojas; en su letrero se podía leer: «Buena cerveza y sidra caseras». La otra era menos nueva; en la parte trasera sobresalía el tubo pequeño de un fogón de hierro, y en la delantera se podía leer el siguiente rótulo: «Aquí se despacha buena furmity». El hombr...

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