El libro de las maravillas. Cuentos de Tanglewood
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El libro de las maravillas. Cuentos de Tanglewood

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De la mano del joven estudiante Eustace Bright, un grupo de niños se inicia en la mitología griega en una serie de veladas y excursiones que se suceden a lo largo de las distintas estaciones del año. Conocidas historias como las de Perseo y Medusa, el rey Midas, la caja de Pandora, Hércules en el jardín de las Hespérides, Teseo y el Minotauro, o Ulises y Circe, les descubren un mundo perdido y mágico, pero vivo en los secretos y prodigios de la naturaleza. El libro de las maravillas (1852) y Cuentos de Tanglewood (1853) fueron dos de los mayores éxitos de Nathaniel Hawthorne y todavía hoy se cuentan entre las mejores recreaciones del universo colosal y a veces «inextricablemente doloroso» de los antiguos mitos griegos. Siempre con la idea de que «el corazón de un ser humano común y corriente» es «sin duda diez veces más misterioso que el laberinto de Creta», es éste un clásico indiscutible para todas las edades. Esta edición se acompaña de las preciosas ilustraciones en color de Walter Crane (1892) y Virginia Frances Sterret (1921).

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Información

Año
2013
ISBN
9788484289296
Categoría
Letteratura
Categoría
Classici
Cuentos de Tanglewood

Introducción: The Wayside

No hace mucho tiempo, tuve el placer de recibir una rápida visita de mi amigo Eustace Bright, al que no había vuelto a ver desde que abandoné las montañas de Berkshire, siempre tan azotadas por el viento. Apro­vechando las vacaciones invernales de su universidad, Eustace había cogido unos días de descanso, pues, según me comunicó, su salud se había resentido de tantas horas de estudio. Al comprobar su excelente estado físico, llegué a la feliz conclusión de que el remedio había constituido todo un éxito. Eustace había salido de Boston hacia el norte en el tren del mediodía, no solo empujado por la amistad con que me honra, sino también, como pronto pude comprobar, por un asunto literario.
Sentí una gran alegría al recibir por primera vez en mi humilde casa la visita del señor Bright. El pobre muchacho se vio obligado a recorrer la media docena de acres que poseo, pues, como cualquier terrateniente en cualquier lugar del mundo, insistí en que así lo hiciera. Sin embargo, me alegré secretamente de que el mal tiempo y los quince centímetros de nieve que cubrían el suelo le impidieran ver el abandono en que se encontraban tanto la tierra como los arbustos. Pero era absurdo imaginar que alguien que ha conocido Monument Mountain, Cumbre Pelada y el monte Greylock, con sus ancestrales y frondosos bosques, pudiera encontrar algo que admirar en aquella humilde ladera, con sus frágiles acacias plagadas de insectos. Eustace, con toda franqueza, afirmó encontrar bastante monótona la vista desde la colina; y no cabe duda de que esto era cierto, sobre todo después de haber contemplado las salvajes y escarpadas montañas de Berkshire, especialmente en el norte de la región, y que el joven estudiante conocía muy bien por ser el lugar donde se hallaba su universidad. Sin embargo, existe un encanto reposado en las extensas praderas de suaves pendientes, que, en mi opinión, hace preferible este tipo de paisaje a otras imágenes más agrestes; pues, al causar una impresión mucho me­­­nos intensa en nuestro cerebro, su repetición nunca llega a can­­sarnos. Lo ideal para mí sería pasar alguna semana de verano en las montañas y el resto del tiempo entre verdes praderas y apacibles colinas, cuyos contornos parecen siempre nuevos, pues su recuerdo se desvanece continuamente en nuestra memoria.
Supongo que a Eustace todo aquel paseo le parecería bastante aburrido, hasta que le conduje a la rústica y destartalada cabaña de verano, que había pertenecido al anterior propietario de la finca y que estaba situada en la mitad de la ladera. No es más que un simple esqueleto de delgados troncos podridos, sin paredes ni techo; tan solo una combinación geométrica de ramas que el próximo vendaval muy posiblemente deshaga, esparciendo sus restos por el porche. Parece a punto de desvanecerse como un sueño; y sin embargo, no hay duda de que encierra una singular y espiritual belleza, que la convierte en el verdadero símbolo de la mente sutil y etérea de su creador. Pedí a Eustace Bright que se sentara sobre un banco de nieve, bajo el que se escondía un asiento de piedra cubierto de musgo, y, mirando a través de las ventanas en forma de arco que tenía justo enfrente, el joven reconoció que aquel escenario era sin duda pintoresco.
–A pesar de su sencillez –afirmó–, este pequeño edificio parece lleno de magia. Resulta de lo más sugerente y, a su manera, no tiene nada que envidiar a una catedral. ¡Sería un lugar ideal para sentarse las tardes de verano y contar a los niños nuevas y emocionantes historias sobre los mitos clásicos!
–Así es –respondí–. Esta cabaña de verano, tan destartalada y poco protegida de los vientos, es como una de esas viejas historias que siempre evocamos de forma imperfecta; y las fuertes ramas del manzano Baldwin, introduciéndose con descaro en su interior, recuerdan a sus injustificadas interpolaciones. Pero, ya que hablamos del tema, ¿ha añadido más leyendas a la serie, desde la publicación de El libro de las mara­villas?
–Muchas más –repuso Eustace–; si no les cuento una historia cada uno o dos días, Siempreviva, Pimpinela y toda la tropa me vuelven loco. En parte he huido de casa por culpa de esos diablillos. Sin embargo, he escrito seis cuentos nuevos, que he traído para que les eche un vistazo.
–¿Son tan buenos como los primeros? –le pregunté.
–Mejor escogidos y mejor redactados –dijo Eustace Bright–. Estará de acuerdo cuando los haya leído.
–Es posible que no sea así –añadí–. Sé por propia experiencia que un autor casi siempre está convencido de que su último trabajo es el mejor, hasta que la pasión creadora se apaga. Y es entonces cuando la obra encuentra su verdadero lugar. Pero vayamos a mi estudio y leamos sus nuevas historias. Difícilmente podría hacerles justicia sentado en este banco de nieve.
Así pues, bajamos por la colina hacia mi vieja y pequeña casa, y nos encerramos en la sala orientada al sudeste, que el sol ilumina la mayor parte del día. Eustace me entregó su manuscrito y yo lo hojeé con rapidez, intentando adivinar sus aciertos y sus fallos con el simple roce de mis dedos, tal como debería saber hacer un veterano cuentista.
Debo recordar que el señor Bright, confiando en mi experiencia lite­raria, me había nombrado redactor de El libro de las maravillas. Al no tener ninguna queja de la acogida que tuvo esa erudita obra por parte del público, venía con la intención de encargarme su nuevo volumen, que había titulado Cuentos de Tanglewood. Como Eustace insinuó, no necesitaba emplear mis servicios para presentar aquella obra, pues su nombre ya gozaba de cierto prestigio en el mundo literario. Sin embargo, tuvo la amabilidad de decirme que su colaboración conmigo le había resultado sumamente grata; además, no parecía sentir ningún deseo de dar una patada a la escalera que quizá le había ayudado a alcanzar su presente situación, como suelen hacer la mayoría de los hombres. Mi joven amigo, en definitiva, estaba dispuesto a que el fresco verdor de su creciente fama continuara trepando por mis extendidas y desnudas ramas; del mismo modo que a veces ha pasado por mi imaginación guiar una parra, con sus grandes hojas y morados frutos, alrededor de los carcomidos postes y vigas de la rústica cabaña de madera. Consciente de las ventajas de su propuesta, le aseguré que aceptaría con enorme placer.
En cuanto vi los títulos de aquellas historias, tuve la certeza de que se trataba de unos relatos de tanta riqueza como los del anterior volumen; tampoco dudé de la audacia (en el buen sentido de la palabra) del señor Bright a la hora de aprovechar al máximo todas las posibilidades que ofrecían. Y, sin embargo, a pesar de conocer la libertad con que desa­rrollaba sus temas, confieso que escapaba a mi comprensión su capacidad para superar todas las dificultades que supone adaptar esos relatos para los niños. Pues esas viejas leyendas en las que se inspiraron los trágicos griegos, repletas de todo aquello que más horroriza a nuestra moral cristiana, unas tan terribles y otras tan tristes y melancólicas, terminaron convirtiéndose en sus manos en las historias más despiadadas y dolo­rosas que haya conocido el mundo. ¿Y cómo transformar su contenido en objeto de diversión para niños? ¿Cómo purificarlo? ¿Cómo lograr iluminarlo con la hermosa luz del sol?
Pero Eustace señaló que aquellos mitos eran lo más singular del mun­do, pues cada vez que iniciaba el relato de uno de ellos, se sorprendía al ver la rapidez con que éste se adaptaba a la infantil pureza de sus oyentes. Los detalles más escabrosos, en manos de los griegos, parecían haber proliferado cual parásitos, cuando en la leyenda original apenas tenían importancia. Quizá por ello, desaparecían por completo en cuanto el joven estudiante ponía la imaginación al servicio de aquel inocente círculo de pequeños, que no dejaban de mirarle con los ojos bien abiertos, impacientes por escuchar sus palabras. Así pues, estos relatos (de forma natural, sin exigir ningún esfuerzo al narrador) se transformaban y recobraban la forma que probablemente tuvieron en la infancia del mundo. Según afirma Eustace Bright, el primer poeta que contó esas maravillosas leyendas vivía aún en la Edad de Oro. El mal no existía; y el dolor, la desgracia y el crimen eran simples sombras creadas por la propia imaginación, como si sirvieran de refugio de una realidad demasiado luminosa. Es posible que se limitaran a ser sueños proféticos, que el hombre ignoraba al despertar. Actualmente, los niños son los únicos representantes de aquella época feliz, por lo que debemos elevar nuestro intelecto e imaginación al nivel de la infancia, con el fin de recrear aquellos mitos originales.
Dejé al joven autor decir cuantas extravagancias quisiera, alegrándome de verle entrar en la vida tan seguro de sí mismo y de sus acciones; el paso de los años se encargará de ponerle en su sitio. Entretanto, es justo decir que parece haber superado con éxito las objeciones morales que suelen formularse contra este tipo de fábulas, aunque haya sido a costa de tomarse ciertas libertades en su estructura, que debemos dejar al joven justificar sin mi ayuda. La única defensa posible es que éstas eran necesarias, y que la esencia de las leyendas no puede conservarse si alguien las considera de su propiedad.
Eustace afirmó haber relatado aquellas historias a los niños en situaciones muy diferentes: en los bosques, a la orilla del lago, en la cañada de Arroyo Umbrío, en el cuarto de jugar, junto a la chimenea de Tanglewood y en un magnífico palacio de nieve con ventanas de hielo, que él personalmente había construido con sus pequeños amigos. Los niños estaban aún más entusiasmados con los relatos del presente vo­lumen que con los del que ya había sido publicado. Asimismo, el señor Pringle, auténtico experto en temas clásicos, había escuchado dos o tres de esos cuentos, censurándolos todavía con mayor severidad que «Las tres manzanas de oro»; por todo ello, habiendo recibido una de cal y otra de arena, Eustace Bright está convencido de que existen bastantes posibilidades de obtener el mismo éxito de público con esta obra que con El libro de las maravillas.
Pregunté a Eustace por todos sus pequeños amigos, pues sé que todos esos niños buenos que me escriben para pedir un nuevo libro sobre mitos clásicos estarán impacientes por tener noticias de ellos. Y me alegra poder deciros que todos se hallan (excepto Trébol) en un excelente estado de salud y de ánimo. Siempreviva es casi una señorita y, según Eustace, continúa tan descarada como siempre. Pretende ser demasiado mayor para perder el tiempo con estas historias; y, sin embargo, las escucha siempre con enorme atención, riéndose de ellas en cuanto acaban. Pimpinela ha crecido mucho, y es de esperar que en un mes o dos cierre su casita de muñecas. Arándano ha aprendido a leer y a escribir, y va vestido con americana y pantalones largos, algo de lo que no puedo alegrarme. Flor de Limón, Ojos Azules, Vainilla y Campanilla han tenido la escarlatina, pero se recuperaron pronto. Pensamiento, Junquillo y Zanahoria cogieron la tosferina, y se enfrentaron valientemente a ella, saliendo al aire libre cada vez que brillaba el sol. Mimosa, en otoño, cogió el sarampión o una erupción muy parecida, aunque no pareció estar enferma ni un solo día. A la pobre Trébol le ha empezado a salir su segundo diente, por lo que anda un poco malhumorada; y su aspecto no mejora ni siquiera cuando sonríe, pues justo detrás de los labios deja entrever un hueco casi tan grande como la puerta de un granero.
El señor Bright, por su parte, cursa su último año en el Williams College, y tiene la esperanza de obtener la licenciatura con ciertos ho­nores. Me ha dado a entender que, en el discurso que pronunciará en la ceremonia de graduación, tratará el tema de los mitos clásicos desde el punto de vista de la literatura infantil; asimismo, hablará de la conveniencia de utilizar la historia antigua con idénticos fines. No sé a lo que piensa dedicarse cuando termine la universidad; solo espero que, al haber conocido tan pronto lo peligroso y seductor que resulta el mundo de la literatura, no decida convertirse en un escritor profesional. De lo contrario, lamentaré mi pequeña parte de culpa en el asunto, pues fui yo quien animó sus primeros pasos.
Me encantaría tener la posibilidad de volver a encontrarme muy pronto con Siempreviva, Pimpinela, Zanahoria, Arándano, Trébol, Vainilla, Pensamiento, Junquillo, Mimosa, Campanilla, Ojos Azules y Flor de Limón. Pero, como no sé cuándo podré ir nuevamente de visita a Tanglewood, y no creo que Eustace Bright tenga intención de encargarme un tercer volumen de El libro de las maravillas, es probable que no vuelva a presentárseme la oportunidad de hablar a mis queridos lectores de nuestros pequeños amigos. Que Dios los bendiga, a ellos y a todos los demás, tanto niños como adultos.
The Wayside, Concord (Massachusetts), 13 de marzo de 1853

El Minotauro

En la antigua ciudad de Trecén, a los pies de una gran montaña, vivió hace mucho, mucho tiempo, un niño llamado Teseo. Su abuelo, el rey Piteo, era el monarca de aquel país, y todos lo tenían por un hombre de gran sabiduría; por ello no es de extrañar que un niño inteligente como Teseo, viviendo en el palacio real, sacara buen provecho de las enseñanzas del viejo rey. Su madre se llamaba Etra, pero Teseo no conocía a su padre. Desde muy pequeño, Etra solía llevarle a pasear por un bosque, y tenían la costumbre de sentarse a descansar sobre una gran roca cu­bierta de musgo, profundamente asentada en la tierra. Allí, le hablaba de su padre, un gran rey llamado Egeo, que gobernaba sobre el Ática y vivía en Atenas, una de las ciudades más famosas del mundo. A Teseo le gustaba oír hablar del rey Egeo, y a menudo preguntaba a su bondadosa madre por qué motivo éste no venía a vivir con ellos en Trecén.
–¡Ay, hijo mío! –respondía Etra con un suspiro–. Un soberano tiene el deber de cuidar de sus súbditos. Los hombres y las mujeres sobre quienes reina ocupan el lugar de la familia en su corazón, y apenas le queda tiempo para sus propios hijos. El rey Egeo nunca podrá abandonar su reino para estar contigo.
–Sí, querida madre, pero ¿por qué no puedo ir yo a la famosa ciudad de Atenas y decirle al rey Egeo que soy su hijo? –insistía el niño.
–Es muy posible que lo hagas más adelante –decía Etra–. Ten paciencia y ya veremos. Todavía no eres lo suficientemente grande y fuerte para emprender semejante viaje.
–¿Y cuándo estaré preparado para partir? –preguntaba Teseo.
–Aún eres muy pequeño –contestaba Etra–. ¡A ver si puedes levantar la roca sobre la que estamos sentados!
Teseo estaba muy orgulloso de su fuerza, por lo que, asiendo con ambas manos los ásperos salientes, forcejeaba y tiraba de la pesada roca hasta perder el aliento, sin conseguir que ésta se moviera; realmente, parecía estar clavada en la tierra. Pero era natural que sus intentos fracasaran, pues habría sido necesaria toda la fuerza de un hombre muy vigoroso para levantar semejante mole.
Al contemplar aquellos impetuosos, al tiempo que inútiles, esfuerzos del niño, Etra sonreía con la tristeza reflejada en los ojos. Pues no podía sino apenarse al verle tan impaciente por iniciar sus aventuras en el mundo.
–¿Lo ves, querido Teseo? –decía–. Necesitas ser más fuerte para poder ir a Atenas y decirle al rey Egeo que eres su hijo. Cuando seas capaz de levantar esta roca y mostrarme lo que hay debajo de ella, prometo dejarte emprender el viaje.
A partir de entonces, cada vez que Teseo preguntaba a su madre si había llegado el momento de poder partir, ella le señalaba la roca y respondía que todavía tardaría años en ser lo bastante fuerte para moverla. El niño, de mejillas sonrosadas y rizados cabellos, intentaba una y otra vez arrastrar la enorme masa de pi...

Índice

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  3. Nota al texto
  4. El libro de las maravillas
  5. Cuentos de Tanglewood
  6. Notas
  7. Créditos
  8. ALBA