Seguro de amor
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Lord Harrowby, directamente llegado de Londres, se presenta en las oficinas de la compañía de seguros Lloyd's en Nueva York con una insólita petición: quiere hacerse un «seguro de boda», es decir, quiere suscribir una póliza que le asegure que su inminente boda con la joven Cynthia Meyrick, hija de un magnate neoyorquino, llegará a celebrarse; en caso contrario, la aseguradora habrá de compensarle económicamente. La compañía ya ha atendido otras propuestas inauditas y acepta el reto, con la condición, claro, de que no sea el propio novio quien vaya poniendo impedimentos a la boda. Pero, para mayor seguridad, encarga a uno de sus empleados, el joven y apuesto Dick Minot, vigilar de cerca a la pareja y ocuparse de que el acontecimiento llegue a buen puerto. Nada permitía prever que, al conocer a la novia, el bueno de Dick se quedaría inmediatamente prendado de ella…

Seguro de amor (1914) de Earl Derr Briggers (luego conocido por sus novelas de Charlie Chan) es una comedia de amor y aventuras, que transcurre en San Marco, «ciudad de luna y romanticismo» en la costa de Florida: un disparatado ambiente de lujo, entre yates y fiestas en hoteles y casinos, excursiones tropicales y millonarios, nobles, ladronzuelos, publicistas y un escritor pagado para escribir sus frases a las damas «más ingeniosas» de la buena sociedad. Un misterioso robo de un collar de diamantes, distintos planes de chantaje y una trama de identidades inciertas acaban de perfilar esta novela que parece anticipar la Era del Jazz, llena de diálogos rápidos, personajes memorables y un ingenio poco común.

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Información

Año
2016
ISBN
9788490651889
Categoría
Literature
Categoría
Classics
Earl Derr Biggers





Seguro de amor





Traducción
Ismael Attrache y Carmen Francí








rara avis
ALBA
Nota al texto
Seguro de amor se publicó por primera vez en 1914 (Bobbs-Merrill Co., Indianápolis).
I. Una propuesta arriesgada
Ante una puerta con un rótulo dorado, situada en el piso diecisiete de un edificio de oficinas de Nueva York, temblaba un joven alto con un abrigo forrado de piel.
¿Por qué temblaba, cubierto con semejante abrigo? Pues temblaba porque estaba nervioso, pobrecillo. Porque se estremecía desde las suelas de unas botas hechas a medida hasta lo más alto de un sombrero de Piccadilly. Ofrecía una imagen temblorosa y lamentable.
Mientras tanto, al otro lado de la puerta, la rama estadounidense de la famosa empresa de seguros marítimos, Lloyds, de Londres –a la que, por lo general, la prensa denominaba «la sociedad de juego más grande del mundo»–, proseguía con sus asuntos, del todo ajena al individuo tembloroso que se acercaba.
El individuo tembloroso, inquieto, pasó el bastón a la mano izquierda y puso la derecha en el pomo de la puerta. Aunque no se encuentre en su mejor momento, echémosle un vistazo. Es alto, tal como se ha dicho; va perfectamente ataviado al gusto londinense, tiene unos ojos afables y azules, es rubio. Un rostro atractivo si bien algo carente de energía. Un aspecto muy distinguido, incluso aristocrático. Tal vez incluso –y ¡cómo nos emociona a los demócratas de estas latitudes!– podría tratarse de un miembro de la nobleza. Y, en este momento, necesita con urgencia una dosis generosa de ese valor que abunda –véase cualquier libro de citas célebres– en los campos de juego de Eton.
Totalmente desprovisto del valor de Eton o de otro cualquiera, el joven empujó la puerta. El repiqueteo de dos decenas de máquinas de escribir estadounidenses asaltó sus oídos. Un botones de la dominante raza neoyorquina le inquirió en tono alto e indiscreto qué asunto lo llevaba por ahí.
–El asunto que tengo entre manos –dijo el joven alto con voz débil– está relacionado con Lloyds de Londres.
El joven botones se alejó por el pasillo repleto de estenógrafas y regresó al instante.
–El señor Thacker lo recibirá ahora mismo –anunció.
Siguió al muchacho. Empezaba a recobrar su valor. ¿Por qué no? Uno de sus antepasados, graduado en los mencionados campos de juego, había combatido en Waterloo.
El señor Thacker, todo amable y obesa prosperidad, aguardaba detrás de un pulido escritorio. Frente a él, tras una mesa igualmente pulida, estaba sentado un joven estadounidense, todavía más pulido, de aspecto competente.
Durante unos instantes, el joven alto vestido con el abrigo de piel, incómodo, los miró alternativamente.
–Así pues, ¿tiene usted algún asunto con Lloyds? –preguntó el señor Thacker.
El joven alto se sonrojó.
–Espero... espero tenerlo, sí. –Hablaba con ese levísimo tartamudeo característico de los más selectos de su raza. Quizá la cuchara de oro que les ponen en la boca altere un poco su dicción.
–Y ¿qué podríamos hacer por usted? –El señor Thacker era frío y práctico como un archivador. Y, además, a medida que transcurría la semana, sus modales eran cada vez más empresariales. Y era sábado por la mañana.
El visitante ejecutó con el bastón unos juegos malabares no por temblorosos menos notables.
–Yo... bien... yo... –tartamudeó.
Vamos, vamos, pensó Thacker impaciente.
–En fin –dijo el joven alto, desesperado–, quizá será mejor que me presente de inmediato. Me llamo Allan, lord Harrowby, hijo y heredero de James Nelson Harrowby, conde de Raybrook. Y he venido a verlos...
El más joven de los dos estadounidenses dijo, mostrándose más amable que el otro:
–¿Tiene usted algo que proponer a Lloyds?
–Exactamente –dijo lord Harrowby, dejándose caer con un suspiro de alivio en una butaca como si con ello terminara su papel en la obra.
–Oigámoslo pues –exclamó el implacable Thacker con voz de trueno.
Lord Harrowby se retorció en el asiento.
–Estoy seguro de que me disculpará –dijo– si le anticipo que mi... ejem... propuesta es totalmente... disparatada. Y si añado que debería conocerla el menor número de personas posible.
Thacker agitó la mano sobre las brillantes superficies de los dos escritorios.
–Éste es Richard Minot, mi director adjunto –anunció–. Debe saber que el señor Minot conoce todos los secretos de la empresa. Así que cuéntenos.
–¿Estoy en lo cierto al pensar que Lloyds corre con cierta frecuencia riesgos un tanto insólitos? –prosiguió lord Harrowby.
–Lloyds –contestó el señor Thacker– se ocupa sobre todo de la suerte de quienes se adentran en el mar e incluso, algunas veces, bajo el mar. Sin embargo, mantiene relación con una serie de aseguradoras que se dedican a asuntos distintos de la navegación y sabemos que algunas de ellas han arriesgado dinero de modo un tanto osado. El negocio se hace en nombre de Lloyds, pero la empresa no es responsable desde un punto de vista financiero.
Lord Harrowby se puso en pie al instante.
–Entonces será mejor que presente mi propuesta a una de estas aseguradoras que se dedican a asuntos ajenos a la navegación.
Thacker frunció el ceño y la curiosidad agitó su pecho.
–Para eso tendrá que ir a Londres –señaló–. Será mejor que nos dé alguna pista sobre qué es lo que está pensando.
Lord Harrowby dio golpecitos nerviosos con el bastón en la parte baja del escritorio del señor Thacker.
–Si me lo permite, preferiría no hacerlo –dijo.
–Ah, pues bien –contestó el señor Thacker con un suspiro.
–¿Y Owen Jephson? –preguntó Minot de repente.
El señor Thacker dio un respingo de entusiasmo.
–¡Diantres! Me había olvidado de Jephson...

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