Anna Karénina
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La sola mención del nombre de Anna Karénina sugiere inmediatamente dos grandes temas de la novela decimonónica: pasión y adulterio. Pero, si bien es cierto que la novela, como decía Nabókov, «es una de las más grandes historias de amor de la literatura universal», baste recordar su celebérrimo comienzo para comprender que va mucho más allá: «Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo». Anna Karénina, que Tolstói empezó a escribir en 1873 (pensando titularla Dos familias ) y no vería publicada en forma de libro hasta 1878, es una exhaustiva disquisición sobre la institución familiar y, quizá ante todo, como dice Víctor Gallego (autor de esta nueva traducción), «una fábula sobre la búsqueda de la felicidad». La idea de que la felicidad no consiste en la satisfacción de los deseos preside la detallada descripción de una galería espléndida de personajes que conocen la incertidumbre y la decepción, el vértigo y el tedio, los mayores placeres y las más tristes miserias. «¡Qué artista y qué psicólogo!», exclamó Flaubert al leerla. «No vacilo en afirmar que es la mayor novela social de todos los tiempos», dijo Thomas Mann. Dostoievski, contemporáneo de Tolstói, la calificó de «obra de arte perfecta».

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Información

Año
2015
ISBN
9788484287711
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Sexta parte
I
Daria Aleksándrovna estaba pasando el verano con los niños en Pokróvskoie, en casa de su hermana Kitty. La casa de campo de Yergushovo se había derrumbado, y los Levin la habían convencido para que pasara el verano con ellos. Stepán Arkádevich aceptó entusiasmado la proposición. Dijo que, aunque lo lamentaba mucho, su trabajo le impedía pasar el verano en el campo con su familia, lo que habría constituido su mayor felicidad, y se quedó en Moscú, aunque de vez en cuando iba a casa de los Levin por un par de días. Además de los Oblonski, los niños y la institutriz, también estaba allí la vieja princesa, que consideraba su deber cuidar de su inexperta hija, dado el estado en el que se encontraba. También les acompañaba Várenka, la amiga de Kitty en Soden, que había cumplido su promesa de visitarla cuando se casara y estaba pasando una temporada con ella. Todas esas personas eran familiares y amigos de la mujer de Levin. Y, aunque éste les tenía cariño a todos, le daba un poco de pena que el orden de vida de los Levin hubiera desaparecido por completo con el desembarco del «elemento Scherbatski», como lo llamaba en su fuero interno. Ese verano sólo tenía a su lado a uno de los suyos, Serguéi Ivánovich, pero incluso éste era más un representante de los Kóznishev que de los Levin, de manera que del espíritu de los Levin no quedaba nada.
En la casa de Levin, desierta desde hacía mucho tiempo, había ahora tanta gente que casi no quedaba una habitación libre. Casi todos los días la vieja princesa, al sentarse a la mesa, contaba a los comensales, y ponía a comer aparte al nieto que hacía el número trece. Kitty, que se había convertido en una diligente ama de casa, se las veía y se las deseaba para abastecerse de pollos, pavos y patos con los que satisfacer el apetito de lobo de los veraneantes, grandes y pequeños.
Toda la familia estaba ya a la mesa. Los hijos de Dolly, la institutriz y Várenka hacían planes para ir a buscar setas. Serguéi Ivánovich, que gozaba entre los invitados de un respeto rayano en la admiración por su inteligencia y conocimientos, sorprendió a todos mezclándose en esa conversación.
–Llévenme con ustedes. Me gusta mucho recoger setas –dijo, mirando a Varvara–.99 En mi opinión, es una ocupación muy agradable.
–Pues claro. Con mucho gusto –respondió ésta, ruborizándose.
Kitty y Dolly cambiaron una mirada significativa. La proposición de ese hombre inteligente y erudito de ir a buscar setas con Várenka confirmaba ciertas sospechas que albergaba Kitty en los últimos tiempos. Temiendo que reparasen en su mirada, se apresuró a dirigirle la palabra a su madre. Después de la comida Serguéi Ivánovich se sentó con su taza de café al pie de la ventana del salón y prosiguió una conversación iniciada con su hermano, sin dejar de mirar a la puerta, por la que debían salir los niños. Levin se había sentado en el alféizar, al lado de su hermano.
Kitty estaba de pie, a pocos pasos de su marido, esperando con impaciencia el final de esa aburrida conversación para decirle algo.
–Desde que te has casado has cambiado mucho, y además para mejor –dijo Serguéi Ivánovich, que no parecía demasiado interesado en la charla, y a continuación dedicó una sonrisa a Kitty–. Pero sigues fiel a tu costumbre de defender las teorías más paradójicas.
–Katia, no te conviene estar de pie –le dijo su marido, acercándole una silla y mirándola con aire significativo.
–Bueno, tengo que dejaros –añadió su hermano, al ver que los niños corrían a su encuentro, precedidos de Tania, que galopaba de lado, con las medias muy estiradas, agitando una cesta y el sombrero de Serguéi Ivánovich.
Tania se acercó con atrevimiento y, con los ojos hermosos y brillantes, tan parecidos a los de su padre, le tendió el sombrero e hizo como si fuera a ponérselo, aunque atenuó el descaro de su gesto con una sonrisa dulce y tímida.
–Várenka le está esperando –dijo, poniéndole el sombrero con mucho cuidado, una vez que la sonrisa de Serguéi Ivánovich le dio a entender que se lo permitía.
Várenka estaba en la puerta, con un vestido de percal amarillo y un pañuelo blanco en la cabeza.
–Ya voy, ya voy, Varvara Andréievna –dijo Serguéi Ivánovich, apurando su taza de café y metiéndose en el bolsillo el pañuelo y la pitillera.
–¡Qué encantadora es mi Várenka! ¿No es verdad? –le dijo Kitty a su marido en cuanto Serguéi Ivánovich se levantó. Lo dijo de tal forma que éste pudiera oírlo, que era lo que pretendía–. ¡Qué guapa es! ¡Y qué noble es su belleza! ¡Várenka! –gritó Kitty–, ¿iréis al bosque del molino? Nos vemos allí.
–Te olvidas de tu estado, Kitty –objetó la vieja princesa, entrando apresuradamente–. No puedes gritar de ese modo.
Várenka, que había oído la llamada de Kitty y la reprimenda de su madre, se acercó con pasos rápidos y ligeros. La rapidez de sus movimientos, el arrebol que cubría su animado rostro, todo denotaba que le sucedía algo extraordinario. Kitty sabía de qué se trataba y la observaba con atención. Sólo la había llamado para bendecirla mentalmente antes del importante acontecimiento que, en su opinión, se produciría ese día en el bosque.
–Várenka, soy muy feliz, pero lo seré aún más si sucede una cosa –le susurró, dándole un beso.
Várenka se turbó y, haciendo como si no hubiera oído lo que Kitty le había dicho, le preguntó a Levin:
–¿Vendrá usted con nosotros?
–Sí, pero sólo hasta la era.
–¿Y qué vas a hacer allí?
–Tengo que examinar las nuevas carretas y hacer unas cuentas –respondió Levin–. ¿Dónde vas a estar tú?
–En la terraza.
II
Todas las mujeres se reunieron en la terraza. En general, les gustaba sentarse allí después de la comida, pero además ese día tenían cosas que hacer. No sólo confeccionarían fajas y camisitas, de lo que se ocupaban todas, sino que también iban a hacer mermelada siguiendo un método diferente al que empleaba Agafia Mijáilovna, sin añadir agua. Kitty quería introducirlo, pues era el que se empleaba en su casa. Agafia Mijáilovna, encargada hasta entonces de esa tarea, estaba convencida de que nada de lo que se hiciese en casa de los Levin podía estar mal, y había añadido agua a las fresas y a los fresones, asegurando que no se podía hacer de otro modo. Pero la habían cogido con las manos en la masa, y ahora se disponían a preparar confitura de frambuesa a la vista de todos, para demostrarle que no se necesitaba añadir agua para que quedara bien.
Agafia Mijáilovna, el rostro encarnado, la expresión hosca, el cabello en desorden, los delgados brazos descubiertos hasta el codo, daba vueltas al perol sobre el hornillo y miraba con aire sombrío las frambuesas, deseando con toda su alma que se espesaran antes de que acabaran de cocer. La princesa, sabiendo que la cólera de Agafia Mijáilovna se dirigía contra ella, pues era la principal responsable de la introducción de ese nuevo método, hacía como si se ocupara de otras cosas y no se interesara por la mermelada, hablaba de cuestiones distintas, pero no dejaba de mirar el perol con el rabillo del ojo.
–Siempre compro los vestidos de mis criadas en los saldos –dijo la princesa, continuando una conversación ya iniciada–. ¿No cree que debería quitar ya la espuma, querida? –añadió, dirigiéndose a Agafia Mijáilovna–. No tienes por qué ocuparte tú. Hace demasiado calor cerca del fuego –prosiguió, deteniendo a Kitty.
–Lo haré yo –dijo Dolly y, levantándose, removió con mucho cuidado el espumeante almíbar con ayuda de una cuchara. De vez en cuando, para desprender lo que se había pegado, daba golpecitos en un plato, cubierto de una espuma de un amarillo rosado, de la que se escapaba un hilillo de jugo rojo como la sangre. «¡Cómo van a disfrutar los niños a la hora del té!», se decía, recordando que cuando era pequeña se sorprendía de que los mayores no comieran la espuma, que era la parte más exquisita de la mermelada–. Stiva dice que es mucho mejor darles dinero –añadió, reanudando esa interesante conversación sobre lo que convenía regalar a los criados–. Pero…
–¡No se les puede dar dinero! –exclamaron al unísono la princesa y Kitty–. Aprecian los regalos.
–Yo, por ejemplo, el año pasado le compré a nuestra Matriona Semiónovna un tejido que, aunque no era popelín, se le parecía bastante –dijo la princesa.
–Recuerdo que llevaba puesto ese vestido el día del santo de usted.
–Tenía un dibujo precioso, sencillo y de buen gusto. Yo misma me habría hecho uno igual, de no haberlo llevado ella. Algo parecido al de Várenka. Bonito y barato.
–Bueno, creo que ya está lista –dijo Dolly, dejando que el almíbar se escurriera de la cuchara.
–Cuando se formen grumos, estará en su punto. Cuézalo un poco más, Agafia Mijáilovna.
–¡Estas moscas! –dijo el ama de llaves con irritación–. Quedará igual –añadió.
–¡Ah, qué bonito! ¡No lo asustéis! –exclamó Kitty de reprente, contemplando un gorrión que se había posado en la barandilla y se había puesto a picotear el rabo de una frambuesa, después de darle la vuelta.
A propos de100 Várenka –dijo Kitty en francés, como hacían todas ellas cuando no querían que Agafia Mijáilovna se enterara de lo que estaban hablando–. Por alguna razón, maman, espero que hoy se resuelva todo. Ya sabe a lo que me refiero. Sería maravilloso.
–¡Vaya una casamentera! –dijo Dolly–. Con qué habilidad y tacto los está uniendo…
–Dígame, maman, ¿usted qué piensa?
–Qué quieres que te diga. Él –se refería a Serguéi Ivánovich– ha podido aspirar siempre al mejor partido de Rusia. Claro que ya no es muy joven, pero de todos modos estoy segura de que muchas mujeres se casarían con él… Várenka es muy buena, pero él podría…
–No, mamá, es imposible encontrar mejor solución para los dos. En primer lugar, ella es un encanto –dijo Kitty, doblando un dedo.
–Ella le gusta mucho, eso es cierto –afirmó Dolly.
–En segundo, él goza de una posición en la sociedad que le permite casarse sin tener en cuenta la fortuna y la condición de su mujer. Lo único que necesita es una buena esposa, que sea dulce y tranquila.
–En ese sentido, con Várenka no tiene nada que temer –confirmó Dolly.
–En tercer lugar, su esposa debe quererlo. Y en el caso de Várenka eso es así… Ah, sería maravilloso. Espero que cuando vuelvan del bosque se haya decidido todo. No tendré más que mirarles a los ojos para saber lo que ha pasado. ¡Cuánto me alegraría! ¿Tú qué piensas,...

Índice

  1. Cubierta
  2. Introducción
  3. Primera parte
  4. Segunda parte
  5. Tercera parte
  6. Cuarta parte
  7. Quinta parte
  8. Sexta parte
  9. Séptima parte
  10. Octava parte
  11. Notas
  12. Créditos
  13. Alba