«Collins es un escritor gigante, atendiendo a la compleja definición de John Gardner en Para ser novelista: es un conocedor profundo del alma humana, sabe lo bastante del mundo como para hablar de él con autoridad, está preocupado por menudencias que sabe mostrarnos, no practica la demagogia ni el moralismo (aunque algunos de sus personajes son moralistas y demagogos), es quisquilloso, tiene personalidad, jamás arroja sobre nada una mirada convencional y, en definitiva, pone ese sinfín de recursos al servicio de lo que tiene entre manos.»Care Santos, La tormenta en un vaso.
El día de su 19º cumpleaños, Rachel Verinder recibe de su difunto tío, el coronel Herncastle, un dudoso héroe de las campañas militares del imperio Británico en la India, un esplendoroso legado: un diamante enorme, cuyo brillo crece o mengua en consonancia con las fases lunares, y valorado en 30.000 libras. Lo que no sabe Rachel es que esta valiosa joya es producto de un robo sacrílego y que acarrea una maldición. La misma noche en que la recibe tiene ocasión de comprobar que se trata en realidad de un regalo envenenado: el diamante desaparece y siembra la confusión, la desconfianza, la codicia y la muerte en una familia hasta entonces bien avenida.
Admirada por T. S. Eliot, Borges o P. D. James, entre tantos otros, La Piedra Lunar (1868) no sólo goza de un lugar de honor en la tradición de la novela detectivesca, sino que es una fantasía más bien cáustica sobre los hechos y consecuencias del colonialismo. En ella tanto el «botín de guerra» como el opio tienen un papel decisivo en el desarrollo de su enrevesada?si bien implacable? trama.
Wilkie Collins escribió un clásico?que hoy presentamos en una nueva traducción de Catalina Martínez Muñoz? donde la pasión de la experiencia y el desafío a lo creíble se oponen a los estragos de la mentalidad utilitaria. Ésta no es una novela para personas que tienen «la misma imaginación que una vaca».
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Primera época: La desaparición del diamante (1848)
Segunda época: El descubrimiento de la verdad (1848-1849)
Epílogo
El hallazgo del diamante
Notas
Créditos
Alba Editorial
WILKIE COLLINS, hijo del paisajista William Collins, nació en Londres en 1824. Fue aprendiz en una compañía de comercio de té, estudió Derecho, hizo sus pinitos como pintor y actor, y, antes de conocer a Charles Dickens en 1851, había publicado ya una biografía de su padre, Memoirs of the Life of William Collins, Esq., R. A. (1848), una novela histórica, Antonina (1850), y un libro de viajes, Rambles Beyond Railways (1851). Pero el encuentro con Dickens fue decisivo para la trayectoria literaria de ambos. Basil (ALBA CLÁSICA núm. VI; ALBA MINUS núm. 10) inició en 1852 una serie de novelas «sensacionales», llenas de misterio y violencia pero siempre dentro de un entorno de clase media, que, con su técnica brillante y su compleja estructura, sentaron las bases del moderno relato detectivesco y obtuvieron en seguida una gran repercusión: La dama de blanco (1860), Armadale (1862) o La piedra lunar (1868) fueron tan aplaudidas como imitadas. Sin nombre (1862; ALBA CLÁSICA núm. XVII; ALBA CLÁSICA MAIOR núm. XI) y Marido y mujer (1870; ALBA CLÁSICA Maior núm. XVI; ALBA MINUS núm. 6), también de este período, están escritas sin embargo con otras pautas, y sus heroínas son mujeres dramáticamente condicionadas por una arbitraria, aunque real, situación legal. En la década de 1870, Collins ensayó temas y formas nuevos: La pobre señorita Finch (1871-1872; ALBA CLÁSICA núm. XXVI; ALBA MINUS núm. 5) es un buen ejemplo de esta época. El novelista murió en Londres en 1889, después de una larga carrera de éxitos.
In memoriam matris
Nota al texto
La piedra lunar se publicó primeramente por entregas en el semanario de Dickens All The Year Round, del 4 de enero al 8 de agosto de 1868, y luego en forma de libro, en tres volúmenes, en julio de ese mismo año (William Tinsley, Londres). Collins revisó el texto para una segunda edición en un solo volumen que se publicó en 1871 (Smith, Elder; Londres) y sobre la que se basa la presente traducción.
Prólogo a la primera edición (1868)
Algunas de mis novelas anteriores proponían analizar la influencia que ejercen las circunstancias sobre la personalidad. Esta vez el proceso es el inverso. La presente historia trata de analizar la influencia que ejerce la personalidad sobre las circunstancias. Las reacciones que despierta en una muchacha una emergencia inesperada proporcionan los cimientos sobre los cuales se asienta este libro.
El mismo propósito anima el tratamiento de los demás personajes que aparecen en estas páginas. El curso de sus pensamientos y de sus actos en las circunstancias en que se ven inmersos resulta ser (como muy probablemente sucedería en la vida real) unas veces acertado y otras veces errado. En ambos casos su conducta determina por igual el rumbo de aquellas partes de la narración en las que participan.
Por este mismo principio se rige el experimento psicológico que ocupa un lugar destacado en las escenas finales de La Piedra Lunar. Después de establecer, mediante la consulta de determinados libros y la ayuda de autoridades en la materia, cuál habría sido el desenlace real de dicho experimento, me he abstenido de aprovecharme del privilegio del novelista, que consiste en especular sobre los posibles resultados, y he dado forma al relato con el objeto de que éste crezca a partir de lo que efectivamente habría ocurrido en realidad, lo cual, me permito informar a mis lectores, es también lo que ocurre en estas páginas.
En lo que concierne a la historia del diamante, tal como aquí se presenta, reconozco que se basa, en algunos detalles de importancia, en las historias verídicas de dos diamantes reales europeos. La fabulosa piedra que adorna el Cetro de la Rusia Imperial fue en otro tiempo el ojo de un ídolo hindú. El famoso Koh-i-Noor también se tiene por una de las gemas sagradas de la India, y, aún más, era objeto de una predicción que profetizaba la desgracia para quienes la despojaran de sus usos antiguos.*
Gloucester Place, Portman Square,
30 de junio de 1868
Prólogo a una nueva edición (1871)
Las circunstancias en las que se escribió La Piedra Lunar han conferido a esta novela –a juicio de su autor– un interés propio y singular.
Mientras la obra seguía publicándose periódicamente en Inglaterra y Estados Unidos, y cuando aún no se había completado más de un tercio de la historia, la más amarga aflicción de mi vida y la enfermedad más grave que he sufrido hasta la fecha me abatieron al mismo tiempo. A la vez que mi madre agonizaba en su casa de campo, yo me vi postrado en Londres, paralizado en las extremidades por un atroz ataque de gota. Abrumado por esta doble calamidad, no podía sin embargo olvidar mis obligaciones con el público. Mis buenos lectores en Inglaterra y América, a quienes nunca había defraudado, aguardaban con avidez sus entregas semanales de la historia. Y seguí trabajando, por mi bien y por el suyo. En las treguas del dolor, en los ocasionales intervalos en que éste remitía, dictaba desde mi lecho esa parte de La Piedra Lunar que tanto ha divertido al público: la «Narración de la señorita Clack». Nada diré del sacrificio físico que este esfuerzo me costó. Si vuelvo sobre él es para agradecer el alivio que dicha ocupación (forzosa como era) procuró a mi ánimo. El arte, que hasta ese momento había sido el mayor orgullo y el mayor placer de mi existencia, se convirtió en este trance más que nunca «en su mayor recompensa». No sé si habría vivido para escribir otro libro si la responsabilidad de la entrega semanal no me hubiera forzado a hacer acopio de mi exigua energía física y mental, pues cierto es que secó mis lágrimas inútiles y me ayudó a doblegar la crueldad del dolor.
Terminada la novela, esperé la acogida del público con una expectación que no había sentido antes ni he vuelto a sentir después con ninguno de mis libros. Si La Piedra Lunar hubiera fracasado, mi sufrimiento habría sido en verdad mucho más difícil de sobrellevar. La recepción del libro tanto en Inglaterra como en Estados Unidos y en la Europa continental fue instantánea y universalmente favorable. Nunca he tenido mejores razones que las que este libro me ha dado para sentirme agradecido a los lectores de todos los países. En todas partes mis personajes cosecharon simpatías y mi narración despertó un vivo interés. En todas partes el público ha pasado por alto mis errores y me ha recompensado con creces por el arduo trabajo que supuso escribir estas páginas en los momentos más oscuros de la enfermedad y la pena.
Sólo me resta añadir que la presente edición se ha beneficiado de una revisión minuciosa. Todo cuanto me es posible hacer para que el libro siga gozando de la aprobación de los lectores queda por tanto hecho.
W. C., mayo, 1871
Prólogo
La toma de Sirangapatna (1799)
Extracto de un documento familiar
I
Dirijo estas líneas, escritas en la India, a mis parientes en Inglaterra.
Su propósito es explicar el motivo que me ha llevado a retirarle mi amistad a mi primo John Herncastle. La discreción que hasta el momento he guardado en torno a este asunto ha sido malinterpretada por algunos miembros de mi familia cuya buena opinión de ningún modo quiero perder. Les ruego que pospongan su juicio hasta que hayan leído mi relato, y declaro, bajo palabra de honor, que lo que me dispongo a exponer es estricta y literalmente cierto.
Las diferencias personales entre mi primo y yo comenzaron a manifestarse en un gran acontecimiento público en el que ambos participamos: la toma de Sirangapatna, a las órdenes del general Baird, el 4 de mayo de 1799.
Con el fin de que las circunstancias se comprendan con claridad, debo volver por un momento al período anterior a este suceso y a las leyendas que circulaban por el campamento sobre el tesoro en oro y joyas almacenado en el palacio de Sirangapatna.
II
Una de las historias más disparatadas guardaba relación con un diamante amarillo: una gema famosa en las crónicas populares de la India.
Las tradiciones más recientes aseguran que la piedra estaba engastada en la frente del dios de cuatro brazos que representa a la luna. En parte por su peculiar color y en parte por la superstición según la cual esta gema estaba influida por la deidad a la que adornaba, de tal suerte que su brillo crecía o menguaba en consonancia con las fases lunares, el diamante recibió el nombre por el que todavía hoy se lo conoce: la Piedra Lunar. Tengo entendido que en la Grecia y la Roma antiguas se extendió en su momento una superstición similar, si bien no se refería (como en la India) a un diamante consagrado al servicio de una deidad, sino a una piedra semitraslúcida y correspondiente a un orden gemológico inferior, supuestamente influida por la luna, de la que también tomó el nombre por el que dicho mineral sigue conociéndose entre los coleccionistas de nuestro tiempo.
Las aventuras del diamante amarillo comienzan en el siglo XI de la era cristiana.
Fue en esta fecha cuando el conquistador mahometano Mahmud de Ghizni cruzó la India, invadió la ciudad sagrada de Somnauth y expolió los tesoros del famoso templo que en siglos anteriores fuera el santo lugar de peregrinación hinduista, además de maravilla del mundo oriental.
De todas las deidades veneradas en el templo, sólo el dios de la luna escapó a la rapiña de los conquistadores mahometanos. Custodiada por tres brahmanes, la inviolada deidad que lucía en la frente el diamante amarillo fue trasladada al abrigo de la noche a la segunda de las ciudades santas de la India, la ciudad de Benarés.
Allí se albergó en un nuevo altar, en una sala cuyas paredes se hallaban incrustadas de piedras preciosas, bajo una cubierta soportada por pilastras de oro, donde sus fieles pudieran venerarla. Y allí, la misma noche en que se completó el altar, Vishnú, el Preservador, se les apareció a los tres brahmanes en un sueño.
La deidad exhaló su aliento divino sobre el diamante que el dios portaba en su frente. Y los brahmanes se arrodillaron y ocultaron el rostro entre sus túnicas. Vishnú ordenó que tres sacerdotes custodiaran en lo sucesivo la Piedra Lunar, de día y de noche, hasta el fin de las generaciones de los hombres. Los brahmanes escucharon la orden y se plegaron ante la voluntad del dios. Vishnú predijo cierta desgracia para el fatuo mortal que osara profanar la piedra sagrada, así como para todos los miembros de su casa y linaje que de él la recibieran. Los brahmanes ordenaron que la profecía se inscribiera en letras de oro a las puertas del templo.
Tanscurrieron los siglos y, generación tras generación, los sucesores de los tres brahmanes custodiaron día y noche la valiosísima Piedra Lunar. Transcurrieron los siglos hasta que los primeros años del siglo XVII de la era cristiana presenciaron el reinado de Aurungzebe, emperador de los mongoles. El caos y la rapiña asolaron una vez más bajo su régimen los templos del culto a Brahma. El altar del dios de los cuatro brazos se mancilló con el sacrificio de animales sagrados; las imágenes de las deidades se hicieron añicos, y un oficial de alto rango del ejército de Aurungzebe se apoderó de la Piedra Lunar.
Incapaces de recuperar por la fuerza el tesoro perdido, los tres sacerdotes custodios se camuflaron con el fin de seguirle el rastro. Se sucedieron las generaciones; el guerrero que había cometido el sacrilegio pereció miserablemente; la Piedra Lunar fue pasando (y su maldición con ella) de mahometano en mahometano sin ley; y contra todo cambio y todo azar, los sucesores de los tres brahmanes permanecieron fieles a su misión, a la espera del día en que la voluntad de Vishnú, el Preservador, les restituyera su piedra sagrada. Corrieron los años de principio a fin del siglo XVIII cristiano. El diamante cayó en poder de Tippoo, sultán de Sirangapatna, quien quiso usarlo como ornamento en la empuñadura de una daga y ordenó que se guardara entre los tesoros más preciados de su armería. Incluso entonces –en el palacio del propio sultán–, los sacerdotes prosiguieron su secreta vigilancia. Eran tres oficiales de la casa de Tippoo, extraños para los demás, que se ganaron la confianza de su señor adoptando, o fingiendo adoptar, la fe musulmana; y a estos tres individuos apuntan las crónicas como los tres sacerdotes camufla...