El arco iris
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El arco iris

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El arco iris (1915) de D. H. Lawrence –que presentamos por primera vez íntegra en español, en nueva traducción de Catalina Martínez Muñoz? cuenta la historia de una familia a lo largo de tres generaciones, desde la década de 1840 hasta 1905. Del granjero Tom Brangwen y su mujer Lydia Lensky, viuda de un médico polaco, hasta su nieta Ursula, ya una joven con trabajo y estudios, describe el paso de una sociedad rural a una urbana e industrial con una sensibilidad en su día completamente nueva, y aún hoy enormemente original y sorprendente. Prohibida en su día por «obscena», la novela encuadra la saga familiar en los esquivos y neblinosos márgenes de la intimidad, en los que el autor se vuelca como ningún otro lo había hecho antes: es en la conciencia de sí mismos, en su aceptación o rechazo de las condiciones de la vida en pareja, y de todo lo que ésta crea y destruye, donde los personajes se definen, huyen o se atrapan, viven y evolucionan. «Cuerpos y almas son lo mismo», dice Lawrence: ¿es posible, pues, encontrar un sitio para la sexualidad no solo en la naturaleza, sino en el orden del conocimiento y hasta en la religión? Para sus personajes es decisivo descubrir la oscuridad, «dar el salto de lo conocido a lo desconocido», y toda la agitacion y la voluptuosidad de este salto impregna cada una de las páginas de la novela.

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Información

Año
2016
ISBN
9788490651551
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
D. H. Lawrence


El arco iris



Traducción:
Catalina Martínez Muñoz




ALBA
Nota al texto
D. H. Lawrence había empezado en 1913 una novela que iba a titularse The Sisters [Las hermanas] y que, con el tiempo y después de varias versiones, se convertiría en dos, El arco iris y Mujeres enamoradas. En 1915 envió el original de El arco iris a la editorial Methuen & Co. de Londres, donde el editor le pidió que suavizara o suprimiera el elemento sexual de algunas escenas, cosa a la que el autor se avino. Parece que luego, por su cuenta, Methuen hizo nuevos cambios. Nada de esto impidió que en noviembre de 1915 la novela fuera prohibida en virtud de la Ley de Publicaciones Obscenas, vigente en Gran Bretaña desde 1857. Más de mil ejemplares fueron secuestrados y quemados.
En 1989 Mark Kinkead-Weekes la reeditó para Cambridge University Press, basándose en el manuscrito original y teniendo en cuenta las correcciones y modificaciones atribuibles a Lawrence y no a su editor. La presente traducción se basa en esta edición, que actualmente se considera la más próxima a la voluntad de su autor.
Para Else
Capítulo I
Cómo Tom Brangwen se casó con una mujer polaca
I
Varias generaciones de los Brangwen habían vivido en la granja Marsh, en los prados por los que el Erewash de aguas mansas corría sinuoso entre los alisos, separando Derbyshire de Nottinghamshire. A unos tres kilómetros de la granja, la aguja de la iglesia descollaba en la colina, por la que trepaban, diligentes, las casas del pueblo. Cada vez que uno de los Brangwen levantaba la cabeza de su labor en los campos, lo que veía era el campanario de Ilkeston en el cielo vacío, y así, cuando su mirada regresaba a la tierra horizontal, era consciente de que algo se erguía por encima de él, a lo lejos.
Había en los ojos de los Brangwen una expresión singular, como si esperasen ávidamente algo desconocido. Tenían ese aire de estar preparados para lo que pudiera ocurrirles, una especie de seguridad, de expectativa: el aire de un heredero.
Eran gente saludable, rubia, de hablar lento, que se mostraba tal como era sin ninguna reserva, aunque despacio, por lo que podía apreciarse en sus ojos el paso de la risa a la ira: de una risa luminosa y azul a una ira de mirada azul y dura, pasando por todas las indecisas fases del cielo cuando el tiempo está variable.
Como vivían en aquellas tierras fértiles, tierras de su propiedad, próximas a un pueblo que no paraba de crecer, habían olvidado lo que era pasar apuros económicos. Nunca se hicieron ricos, porque siempre había hijos entre los que repartir el patrimonio. Pero en la granja Marsh nunca faltó de nada.
Así, los Brangwen iban y venían sin miedo a la penuria, trabajando con ahínco, no por necesidad sino porque estaban llenos de vida. Tampoco eran malgastadores. Tenían en cuenta hasta el último céntimo, y el instinto les hacía aprovechar incluso las mondas de las manzanas, para dárselas al ganado. Pero el cielo y la tierra bullían a su alrededor, ¿cómo iba esto a tener fin? Sentían la corriente de la savia en primavera, conocían la fuerza que no puede detenerse, que año tras año impulsa a la semilla para que ésta germine y, al retirarse, deja en la tierra sus brotes jóvenes. Conocían la íntima relación que existe entre el cielo y la tierra, el sol escondido en el pecho y en las entrañas, la lluvia succionada a lo largo del día, la desnudez que trae consigo el viento en otoño, y así de nada sirve que los pájaros se oculten en sus nidos. Su vida y sus relaciones consistían en sentir el pulso y el cuerpo de la tierra, que se abría en surcos para acoger la simiente y quedaba alisada y fina tras el paso del arado, se pegaba a las plantas de los pies, porque pesaba como el deseo, y se mostraba dura e indiferente cuando llegaba el momento de la siega. El maíz joven ondulaba como la seda, y su brillo acariciaba las extremidades de los hombres que lo veían. Apretaban las ubres de las vacas y las vacas daban leche y palpitaban en las manos de los hombres, acompasándose el latido de la sangre en las tetas de las vacas con el pulso de las manos de los hombres. Montaban sus caballos, sujetando la vida entre las rodillas para engancharlos al carro y, con una mano en la argolla de la brida, los hacían levantarse en contra de su voluntad.
En otoño cacabeaban las perdices, las bandadas de pájaros pasaban como un soplo de rocío por encima de las tierras en barbecho y los grajos aparecían en el cielo acuoso y gris, volando hacia el invierno con sus graznidos. Entonces los hombres se sentaban en casa al calor del fuego y, mientras las mujeres trajinaban con ligereza, ellos, con el cuerpo y las extremidades impregnadas por el día, el ganado y la tierra, la vegetación y el cielo, se sentaban al fuego con el cerebro inerte, como si la sangre fluyera con dificultad por la acumulación del esfuerzo de todo el día.
Las mujeres eran distintas. También en ellas dormitaba la intimidad de la sangre, los terneros de leche, las gallinas que corrían en tropel y los gansos que palpitaban en la mano cuando los atiborraban a comida y los ahogaban. Pero las mujeres miraban, desde las ciegas y acaloradas relaciones de la vida de la granja, al mundo verbal de fuera. Eran conscientes de los labios y de la mentalidad del mundo que hablaba y se expresaba; oían su rumor a lo lejos y se esforzaban por escucharlo.
A los hombres les bastaba con que la tierra se levantara en un montículo y les abriera sus surcos, con que el viento soplara para secar el trigo húmedo, agitando las jóvenes espigas y haciéndolas girar; les bastaba con ayudar a la vaca a parir o con cazar las ratas que merodeaban por debajo del granero, o con partirle el cuello a un conejo de un solo golpe con el canto de la mano. Era tanto el calor y la fuerza reproductora, y el dolor y la muerte que sentían en su sangre, tanto cielo y tierra y animales y plantas, tanto cambio e intercambio el que tenían con todos estos elementos y seres, que su vida era plena y estaba sobrecargada, sus sentidos perfectamente alimentados, sus caras siempre atentas al calor de la sangre, mirando el sol, deslumbradas de tanto contemplar la fuente de generación, incapaces de darle la espalda.
La mujer, sin embargo, quería una vida distinta, algo que no fuera intimidad sanguínea. Su casa, de espaldas a las granjas y los campos de cultivo, miraba al camino y al pueblo, con su iglesia y su Ayuntamiento, y al mundo, más allá. Quería ver el lejano mundo de las ciudades y los gobiernos y el alcance de la actividad humana, la tierra mágica a sus ojos, donde los secretos se desvelaban y los deseos se hacían realidad. Miraba hacia fuera, donde los hombres, dominantes y creativos, habían dado la espalda al palpitante calor de la creación y, dejando esto atrás, se disponían a descubrir lo que había más allá, a ampliar sus horizontes y el campo de su libertad, mientras que los varones de la familia Brangwen miraban hacia dentro, a la pujante vida de la creación, que corría, indecisa, por sus venas.
Contemplando la actividad humana del mundo en general desde la puerta de su casa, tal como le correspondía, mientras su marido miraba en dirección contraria, al cielo y la cosecha, los animales y los campos, la mujer se esforzaba para ver qué había logrado el hombre fuera con su lucha por el conocimiento, se esforzaba para oír cómo se expresaba él en su conquista, y sus deseos más hondos estaban puestos en la batalla que oía a lo lejos, la que se libraba en el filo de lo desconocido. También ella quería saber y formar parte de las huestes en combate.
Muy cerca de casa, en Cossethay, estaba el vicario, que hablaba ese otro idioma mágico y tenía ese otro porte más refinado, cosas ambas de las que ella se percataba, aun cuando nunca pudiera alcanzarlas. El vicario se movía en mundos muy alejados de aquel en el que existían sus vecinos. ¡Como si ella no conociera a sus vecinos!: saludables, lentos, de complexión fuerte y más que experimentados, pero simples, apegados a la tierra, cerrados al exterior y con un radio de movimientos muy restringido. El vicario, por su parte, que era moreno y seco y pequeño en comparación con su marido, tenía tal rapidez y tal radio de acción que, a su lado, Brangwen, con su derroche de afabilidad, parecía torpe y provinciano. La señora Brangwen conocía a su marido. En la naturaleza del vicario, sin embargo, había algo que escapaba a su conocimiento. Tal como Brangwen tenía poder sobre los animales, el vi...

Índice

  1. Nota al texto
  2. Capítulo I
  3. Capítulo II
  4. Capítulo III
  5. Capítulo IV
  6. Capítulo V
  7. Capítulo VI
  8. Capítulo VII
  9. Capítulo VIII
  10. Capítulo IX
  11. Capítulo X
  12. Capítulo XI
  13. Capítulo XII
  14. Capítulo XIII
  15. Capítulo XIV
  16. Capítulo XV
  17. Capítulo XVI
  18. Créditos
  19. ALBA