El principio de la sabiduría
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El principio de la sabiduría

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El principio de la sabiduría

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Laura Tweedle Rambotham tiene doce años y es de una familia venida a menos. Su madre se gana la vida bordando pero está decidida a que tenga una buena educación, lo que para ella se resume en el siguiente principio: «Prefiero que seas buena y útil antes que inteligente». La envía, pues, a un prestigioso internado de Melbourne… donde lo primero que aprende la chica es que debe ocultar su origen y el modesto oficio de su madre.

Para H. G. Wells, El principio de la sabiduría (1910) era la mejor school story que había leído y sigue siendo, sin duda, una novela de formación rica, con pocas concesiones, sardónica y sorprendentemente moderna, salpicada con citas de Nietzsche y un profundo conocimiento de los maestros de la novela europea. Henry Handel Richardson se basó en su propia experiencia en el Presbyterian Ladies College de Melbourne para escribirla. La necesidad de adaptación –esto es, la necesidad de mentir–, el despertar sexual y las complejidades de un ambiente sumamente hostil se enfrentan en la intempestiva educación de su memorable heroína, que en cierto momento se sorprende a sí misma rezando para no tener «pensamientos distintos de los de las demás».

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Información

Año
2014
ISBN
9788484289821
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Capítulo XIV
–Mi primo Bob se muere por ti.
Laura miró a Tilly con sonrojada incredulidad.
–Pero ¡si nunca he hablado con él!
–Eso da igual. Te ha visto en la iglesia.
–¡Venga ya! Me estás tomando el pelo.
–¡Te doy mi palabra! Y le he prometido que voy a preguntar a mi tía si puedo invitarte a comer el domingo que viene.
Laura esperó ese día con sentimientos encontrados. La invitación a la gran casa de la ciudad donde vivían los parientes de Tilly la halagaba, pero también la incomodaba, y además no tenía ni la menor idea de lo que un chico que «se muere por ti» espera que seas o hagas. Bob era un apuesto joven de diecisiete años, alto, delgado y de piel morena, con dientes blancos como la leche y ojos de español, y a Laura se le secaba la boca solo de pensar que a lo mejor tenía que mostrarse alegre o pizpireta con él.
Aquella memorable mañana Tilly fue a su dormitorio mientras se vestía, y la miró con aire crítico.
–A ver… No te pongas ese sombrero marrón, por el amor de Dios. Bob no soporta el marrón.
Pero el sombrero marrón era el mejor que tenía Laura, así que se resistió.
–Bueno, si te da lo mismo no estar guapa, allá tú.
Claro que no le daba lo mismo; lo estaba deseando. Aceptó incluso que su amiga le prestara una cinta para el sombrero, porque «a Bob le encanta el azul» y salió sintiéndose rara, y no ella misma, con su sombrero de siempre y el adorno prestado.
La tía, una dama agradable y jovial, las llamó desde un gran carruaje, un birlocho cubierto con una capota blanca, y las dejó en su casa con una cariñosa advertencia:
–¡No vayáis a hacer diabluras!
¡Vade retro! –fue la genial respuesta de Tilly mientras la tía y el carruaje se iban.
Iban a ir a pasear «por la manzana*», según le explicó Tilly, y allí se encontrarían con Bob, pero antes tenían que asegurarse de que no se les había estropeado el peinado o descolocado el sombrero por el camino, y la dirigió hacia el dormitorio de su tía.
Aunque Laura tenía su propia dosis de vanidad natural, estaba demasiado impaciente para otra cosa que echar una rápida mirada a su reflejo. En aquel momento de su existencia, cuando un paseo en un coche de punto era suficiente novedad para embargarla de alegría, un día como el que se presentaba ante ella suponía una expectación sin límites.
Mientras esperaba, no dejó de cambiar el peso de su cuerpo de una pierna a otra. Tilly no tenía ninguna prisa por salir: se acicaló con muchos melindres desplazando pródigamente el gran espejo por sus lados móviles, y eso tras haberse mirado ya en el pequeño espejo balancín del colegio. Se examinó los dientes, se estiró los párpados inferiores, se peinó las cejas, retorció el cuello así y asá en un esfuerzo por contemplar su persona desde todos los ángulos, se tomó libertades con cepillos y perfumes… En definitiva, estaba sorda y ciega a cualquier cosa que no fuera el perfeccionamiento de su yo, un yo un poco hombruno que, pese a sus formas rollizas y mujeriles, afectaba un aire de chico bonachón, un papel que reforzaba vistiendo con cuello duro y puños.
Laura se alegró cuando por fin decidió que «así podía pasar», y salieron a la radiante mañana otoñal.
–¡Hace un día completamente delicioso!
–Sí, de primera. Dime, ¿tengo bien el talle?
–Muy bien. Más fino que nunca.
–Ya lo sé. Le he dado un empujoncito extra. ¡A ver si tenemos suerte y nos encontramos con uno o dos hombres que conozcamos!
El aire, aire de Australia, las recibió como el burbujeo del champaña. Era increíblemente vivificante, puro y ligero. Desde lo alto de la colina situada al este, la calle, amplia y blanca, bajaba rápidamente, discurría un poco por una hondonada y luego volvía a subir por el otro extremo. Cuando las niñas salieron estaba tranquila, pero cuanto más bajaban más gente había. Estaba llena de gente ociosa como ellas, que había salido a ver y ser vista.
Laura ladeó la barbilla. No había tenido tal sensación de libertad desde que empezó el colegio. Y, por añadidura, ¿acaso no había un chico, un chico guapo, esperándola? Ésa era la clave del día, la finalidad con que se había organizado todo, y, sin embargo, Laura estaba hecha de tal pasta que se habría sentido aliviada si aquel momento hubiera podido prolongarse indefinidamente. El estado de expectación le resultaba muy placentero.
En cuanto a Tilly, esa jovencita iba balanceando los hombros sobre su fina cintura con un estilo algo provocativo, plenamente consciente del color gris azulado de sus bonitos ojos y del corte a la moda de su vestido. Tenía una habilidad que a Laura le parecía tan deseable como inalcanzable: la de parecer entregada a una animada conversación con su acompañante, cuando en realidad no oía ni una palabra de lo que decía Laura y, con el rabillo del ojo, se comía con los ojos a todos los que pasaban.
Llegaron a «la manzana», el tramo que constituye el paseo elegante de Collins Street. La calzada estaba repleta de cabriolés y otros carruajes, y las aceras estaban atestadas de gente. Las chicas avanzaban despacio. Los paseantes se encontraban con sus amistades, iban de compras, devolvían y sacaban libros de la biblioteca, tomaban helados en la heladería y fruta en la gran frutería de la vuelta de la esquina. Había muchos petimetres de cuello almidonado, algunos chicos de Trinity y Ormond* con cintas de colores en el sombrero, damas con paquetitos colgados de la muñeca e innumerables colegialas como ellas. Tilly se animó momentáneamente: sus grandes ojos se posaban, como los de un halcón, en todas las caras con las que se cruzaba, y las palabras que dirigía a Laura se volvieron más inconexas que antes. Al final, sus esfuerzos se vieron recompensados y consiguió, con una combinación de mirada y sonrisa, apartar a un joven al que conocía de un grupo que estaba en una puerta y prenderse de su brazo.
De excelente humor ahora que había logrado su objetivo, se dedicó al verdadero cometido de la mañana: pasear arriba y abajo. Ya no manifestaba siquiera un interés fingido por Laura, que caminaba junto a la pareja como una tercera persona lisiada y superflua. Aunque buscaba aplicadamente a Bob con la mirada no era capaz de encontrarlo, y la mayor parte del tiempo se le iba en esquivar a otras personas y perseguir a sus acompañantes, porque con la calle tan llena no era fácil ir andando los tres juntos.
Fue entonces cuando lo vio, y se llevó una desagradable sorpresa. ¡Ojalá Tilly no lo viera! Pero no tuvo esa suerte.
–¡Mira, ahí está Bob! –le dijo Tilly en ese momento con un codazo.
Desafortunadamente, el muchacho no había estado esperando ansiosamente el momento de verla aparecer. Iba andando con dos muchachas, riendo y conversando. Se quitó el sombrero para saludar a su prima y a su amigo, pero no se despidió de sus acompañantes y, tras cruzárselas, despareció entre el gentío.
Tilly se puso la mano delante de la boca para susurrar:
–Una de esas Woodward está loquita por él. Seguro que no se puede librar de ella.
Esto la consolaba un poco. Pero en el siguiente encuentro Bob siguió sin proponer unirse a ellos. ¿Cabría suponer que prefería la compañía de las chicas mayores y guapas con las que paseaba? Cuando volvió a pasar a su lado, Tilly, que le había dedicado una de sus más elocuentes miradas, se volvió y echó una ojeada al rostro de Laura.
–Laura, por lo que más quieras, pon una cara un poco más amistosa, o no vendrá.
De lo que tenía ganas Laura era de llorar. Habían interceptado su rayo de sol, habían marchitado su buen humor; si de ella hubiera dependido, se habría vuelto derecha al colegio, con el rabo entre las piernas. No necesitaba para nada a Bob, jamás había pedido que él «se muriera» por ella, y si ahora resultaba que encima tenía que pescarlo, era el colmo. Sin embargo, nada podía remediarlo; tenía que pasar el trago y, viendo que Tilly parecía dispuesta a culparla por su indiferencia, Laura selló sus labios y, en previsión de la nueva ocasión en que Bob asomara la nariz, los transformó en una débil sonrisa.
Poco después, se acercó a ellas. El primo Bob ya tenía preparada una sonrisa de saludo.
–¡Vaya, has estado armando un buen revuelo! –exclamó Tilly, y le dio con el c...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Nota al texo
  4. Capítulo I
  5. Capítulo II
  6. Capítulo III
  7. Capítulo IV
  8. Capítulo V
  9. Capítulo VI
  10. Capítulo VII
  11. Capítulo VIII
  12. Capítulo IX
  13. Capítulo X
  14. Capítulo XI
  15. Capítulo XII
  16. Capítulo XIII
  17. Capítulo XIV
  18. Capítulo XV
  19. Capítulo XVI
  20. Capítulo XVII
  21. Capítulo XVIII
  22. Capítulo XIX
  23. Capítulo XX
  24. Capítulo XXI
  25. Capítulo XXII
  26. Capítulo XXIII
  27. Capítulo XXIV
  28. Capítulo XXV
  29. Notas
  30. Créditos
  31. ALBA