LAS DOS HEROÍNAS DE PLUMPLINGTON
(1882)
LAS DOS JÓVENES
El año pasado en la pequeña ciudad de Plumplington –en esta misma época, pues era noviembre–, las damas y los caballeros que forman su sociedad estaban muy preocupados por los asuntos de dos señoritas. Ambas eran hijas únicas de dos caballeros de edad, muy conocidos y respetados en Plumplington. Es posible que no todo el mundo sepa que Plumplington es la segunda ciudad de Barsetshire, y que, aunque no cuenta con ningún miembro en el Parlamento como Silverbridge, tiene una población de más de veinte mil almas y tres bancos diferentes. El señor Greenmantle es el director de uno de ellos y, según dicen, tiene participaciones en el negocio. En cualquier caso, tiene fama de ser un hombre muy amable. Su hija Emily es, en teoría, la heredera de todos sus bienes, y muchos de los jóvenes caballeros de la vecindad la han considerado un buen partido. No hace mucho tiempo, corrió el rumor de que el joven Harry Gresham iba a proponerle matrimonio, y no parecía que al señor Greenmantle le disgustara la idea. Se lo propusiera o no, las inclinaciones de Emily Greenmantle no seguían ese rumbo, y, mientras los círculos de Plumplington discutían el asunto, salió a la luz que la joven dama prefería con mucho a un tal señor Philip Hughes. Pues bien, el señor Philip Hughes era un joven muy prometedor, pero, por aquel entonces, no era más que el cajero del banco de su padre. No tardó en saberse que el señor Greenmantle estaba furioso. El señor Greenmantle era un hombre que jamás perdía la compostura, pero quienes le conocían solían afirmar que sería muy difícil hacerle desistir de sus propósitos. Es posible que no tuviera éxito con Harry Gresham, pero todos sabían que no entregaría a su hija y su dinero a un hombre como Philip Hughes.
El otro caballero de edad era el señor Hickory Peppercorn. No podía decirse que el señor Hickory Peppercorn y el señor Greenmantle pertenecieran a la misma clase social. A nadie se le ocurriría pensar que el señor Peppercorn pudiera sentarse a cenar en compañía del señor Greenmantle y de su hija. Y tampoco el señor y la señorita Peppercorn esperaban ser invitados a una de las cenas del señor Greenmantle. Sin embargo, la señorita Peppercorn tomaba con frecuencia el té de las cinco en casa de la señorita Greenmantle; y las dos jóvenes colaboraban juntas en muchos asuntos de la ciudad. Ambas eran de gran ayuda en las escuelas, y el viejo doctor Freeborn sentía por las dos un gran aprecio. Es posible que el señor Greenmantle, que tal vez pensaba que el doctor Freeborn era demasiado presuntuoso, sintiera ciertos celos por ese motivo. Nunca discutía con él, pues el señor Greenmantle era muy buen feligrés; pero sí le tenía cierta envidia. La familia del señor Greenmantle se hundía en la insignificancia más allá de su abuelo; mientras que el doctor Freeborn podía hablar tranquilamente de sus antepasados en los tiempos de Carlos I.* Pero el hecho cierto es que el doctor Freeborn hablaba de las dos jóvenes como si no existieran diferencias entre ellas.
El señor Hickory Peppercorn era un hombre casi tan amable como su vecino, y se sentía especialmente orgulloso de serlo. Era el encargado o... más que el encargado, una especie de institución en la fábrica de cerveza de los señores Du Boung y Cía., una firma que tiene otro establecimiento en la ciudad de Silverbridge. Su posición en el mundo puede describirse diciendo que siempre viste una chaqueta y unos pantalones oscuros de tweed y un sombrero de copa. Todos los elogios son pocos para el señor Peppercorn. Ya hemos señalado su mayor defecto. Estaba y está muy encariñado con su dinero. No habla mucho de él; pero me temo que lo tiene siempre muy presente. Como empleado de la firma, es la personificación de la constancia y la honradez. Cuando él se encuentra en la fábrica, los socios pueden irse a dormir tranquilamente si así lo desean. Y no hay nadie que trabaje con él que no sepa lo bueno y sincero que es. Conoce todos los métodos de fabricar cerveza, y su mera existencia es una prueba de la prosperidad de los señores Du Boung y Cía.
El señor Peppercorn tiene una hija, Polly, a la que quiere tanto que las demás jóvenes de Plumplington sienten envidia de ella. Cuando es necesario hacer algo, se pide a Polly que hable con su padre; y, si Polly habla con su padre, todo está solucionado. En lo que concierne al dinero, no se sabe que el señor Peppercorn haya negado jamás algo a su hija. Para él es un orgullo que Polly vista, al menos, con la misma elegancia que Emily Greenmantle. Y lo cierto es que se gasta casi el doble en su vestimenta, que Polly acepta con modestia. Su padre no habla demasiado, pero de vez en cuando deja escapar un suspiro. Entonces se descubrió, y fue un verdadero golpe para Plumpington, que Polly también tenía un pretendiente. Y la última persona que se enteró de la noticia fue el señor Peppercorn. Cuando el rumor llegó a sus oídos, fue como si nunca hubiera esperado que ocurriera semejante contratiempo. Y, sin embargo, Polly era una joven preciosa e inteligente de veintiún años, y lo único asombroso –en caso de ser cierto– era que jamás hubiera tenido un pretendiente. Parecía la joven ideal para los pretendientes, y también alguien muy capaz de ponerlos en su sitio.
Hacía dos meses que se conocía la historia del pretendiente de Emily Greenmantle cuando salió a la luz la del pretendiente de Polly. Había un joven de Barchester que iba todos los jueves a Plumplington para vender malta al señor Peppercorn. Era un joven fuerte y bien parecido, de seis pies y una pulgada de altura, ojos claros y cabello y bigote muy rubios, genio vivo, buen corazón y unos hombros a los que dejaría indiferente un saco de trigo. Todo el mundo sabía en Plumplington que no tenía un penique, y que ganaba cuarenta chelines a la semana trabajando para la empresa de los señores Mealing en Barchester. Los hombres decían que era muy probable que triunfase en la vida, pero nadie creyó que tuviera el descaro de cortejar a Polly Peppercorn.
Sin embargo, todas las jóvenes repararon en ello, y muchas señoras mayores, e incluso algunos hombres. Y finalmente Polly le dijo que, si tenía algo que comunicarle, se entrevistara antes con su padre.
–Entonces ¿vas a aceptarlo como novio? –preguntó Bessy Rolt, sorprendida.
Jack Hollycombe andaba por allí en esos momentos, aunque no lo bastante cerca para oír las palabras de Bessy. Pero Polly se sinceró con su amiga cuando las dos estuvieron solas.
–Por supuesto que pienso aceptarlo como novio, si él quiere. ¿Qué suponías? No creerás que soy capaz de comportarme así con un joven sin tener esas intenciones. Odiaría hacerlo.
–Y ¿qué dirá tu padre?
–¿Por qué va a oponerse? Le he oído decir que no ganaba más de siete chelines y seis peniques a la semana cuando empezó a trabajar en Du Boung. Consiguió que la pobre mamá se casara con él, y nunca fue un hombre apuesto.
–Pero ahora tiene algún dinero.
–Y Jack todavía no, pero es un muchacho muy bien parecido. De modo que estamos en paz. Creo que papá haría cualquier cosa por mí, y no querrá romperme el corazón cuando se entere de mis intenciones.
Pero una semana después el panorama había cambiado. Jack se había dirigido al señor Hickory Peppercorn, y éste le había respondido con la mayor aspereza. A Jack no le habían sentado nada bien las palabras del señor Peppercorn, y el viejo Hickory, como le llamaban, había exclamado en un arrebato de ira:
–¡Jovenzuelo insolente! No tienes ni un penique. ¿Acaso no sabes lo que heredará mi hija?
–Nunca lo he preguntado.
–Pero sabías que tendría dinero.
–No me importa. Estaré a las duras y a las maduras. Me casaré con su hija y esperaré a que le dé algo.
Hickory no pudo echarle con cajas destempladas, pues los dos estaban allí por negocios, pero le advirtió que no se acercara a su casa.
–Como vuelvas a decirle una palabra a Polly, por muy viejo que sea, te daré unos buenos bastonazos en la espalda.
Pero Polly, que conocía bien el genio de su padre, se cuidó muy mucho de que éste no fuera testigo de su encuentro.
Después de aquella escena, Polly se preparó para luchar con un método inventado por ella. Nadie escuchó la conversación que sostuvo con su padre... el padre que tanto la había idolatrado; pero los habitantes de Plumplington comprendieron que Polly no pensaba dar su brazo a torcer. No faltó al respeto a su padre, ni pronunció una palabra que no fuera cariñosa o, al menos, educada. Pero decidió rebajar inmediatamente su posición social. Dejó de tomar el té con Emily Greenmantle, o de abordarla en la calle con la familiaridad de antes. Se mostró increíblemente humilde con el doctor Freeborn, que, sin embargo, se negó a tomar en serio su humildad.
–¿Qué te ocurre? –exclamó el doctor–. No hagas tanta comedia, o tendré que cogerte y zarandearte.
–Puede hacerlo si quiere, doctor Freeborn –dijo Polly–, pero sé bien quién soy y cuál es mi posición.
–Eres una muchachita muy decidida –dijo el doctor–, pero no te ayudaré a llevar la contraria a tu padre.
Polly guardó silencio, y se despidió del doctor con aire sumiso.
Pero ciertos cambios en la vestimenta fueron su mejor golpe de efecto. Todas sus nuevas sedas, el orgullo de su padre, fueron sustituidas por unos viejos vestidos de paño. La gente se preguntaba dónde habrían estado aquellos trajes, que nadie había visto durante años. Daba igual que fuera domingo, lunes o martes; aunque observaba una respetuosa diferencia entre los domingos y los demás días de la semana. Iba suficientemente bien vestida para ser la hija del encargado de una fábrica de cervezas, pero no era la Polly Peppercorn que Plumplington había conocido los dos últimos años. Y nadie comentó nada al respecto. Pero todo Plumplington comprendió que, en lo que se refería a su atuendo exterior, Polly estaba preparándose para ser la mujer de Jack Hollycombe y sus cuarenta chelines a la semana. Y todo Plumplington pensó que se saldría con la suya, y que Hickory Peppercorn se rendiría ante el fuego de artillería desplegado contra él. No podía sacar la ropa de su hija y obligarla a que se la pusiera, como habría hecho su madre si hubiera estado viva. Lo único que podía hacer era mesarse los cabellos, gritar airado y jurarse que no cedería ante aquellos fogonazos. Su hija nunca sería la esposa de Jack Hollycombe. Creía conocerla lo bastante bien para estar seguro de que no se casaría sin su consentimiento. Podía hacerle muy desgraciado llevando vestidos pasados de moda, pero no le partiría el corazón. Entretanto, Polly anduvo con mucho cuidado de que su padre no tuviera la oportunidad de propinar bastonazos en la espalda de Jack.
El asunto de la señorita Greenmantle se trató con más ceremonia, aunque dudo que inspirara unos sentimientos menos vehementes. El señor Peppercorn estaba muy agitado, al igual que Polly... y Jack Hollycombe. Pero Peppercorn hablaba de sus dificultades en público, y Polly no escondía sus propósitos, y Jack aparecía ante todos como el enamorado victorioso. El señor Greenmantle guardaba un silencio sepulcral sobre el grave problema que debía afrontar. Se había limitado a hablar con el culpable, y a cruzar una palabra o dos con el viejo doctor Freeborn. No había ningún conflicto en la ciudad que no llegara a oídos del doctor Freeborn; y el señor Greenmantle, a pesar de sus pequeños celos, no era ninguna excepción. Había hecho un par de comentarios al doctor sobre la desafortunada conducta de su hija. Pero la rigidez de su espalda, la seriedad de su rostro y el ceño continuamente fruncido r...