Amada Lydia
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Amada Lydia

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El narrador de esta novela, al que solo conocemos por el nombre de «señor Richardson» (a pesar de sus diecinueve años), vive en el pueblecito de Evensford, donde es reportero del periódico local. Allí se le encarga cubrir el «gran acontecimiento» que supone el regreso a la villa de la familia Aspen, la única aristocracia (de más de quinientos años) del lugar: los hermanos Rollo, Juliana y Bertie Aspen, y su sobrina de diecinueve años, Lydia, cuyo padre acaba de fallecer y cuya madre, según dicen, murió también hace ya tiempo. El joven señor Richardson no solo tendrá una misión «periodística» en la vida de esta insigne familia: será el encargado de iniciar a Lydia en la modesta comunidad y de crearle un círculo de amigos y, poco a poco, enamorado de ella, será también el objeto de sus juegos, de sus caprichos, de sus desmanes. Amada Lydia (1952) es un pequeño clásico de la novela inglesa del siglo XX, un estudio de un amor de juventud de tintes turguenevianos, cuyo encanto reside en la intensidad y lucidez con que se representan los vaivenes, los sentimientos, el dolor y la inseguridad de esa frágil etapa de la vida.

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Información

Año
2016
ISBN
9788490652442
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
H. E. Bates
Amada Lydia






Traducción
Jaime Zulaika




rara avis
ALBA
Nota al texto
Amada Lydia se publicó por primera vez en 1952 (Michael Joseph, Londres).
A Laurence
El «yo» de este relato es puramente ficticio, al igual que los personajes que describe.
Primera parte
I
Después de la muerte de su hermano mayor, las dos hermanas Aspen volvieron a Evensford a finales de febrero, en medio de una nevada repentina, a bordo de un Daimler enorme, con su carrocería pardusca y monogramas dorados en las puertas.
De un lado al otro del valle, setos negros, tendidos como un naufragio de leños arrojados a la orilla por la crecida del río, parcelaban en rectángulos enormes las riadas de enero, transformadas en vastos lagos de hielo. Soplaba sobre esta capa un viento fuerte y oscuro, directamente procedente del noreste, que fustigaba el extremo de la ciudad donde High Street discurre recta a lo largo de unos cientos de metros, pasa por delante de lo que es hoy el desguace de automóviles de Johnson, y por debajo de los arcos ferroviarios, y luego cruza los pasos elevados que convierten la calle en una especie de canal seco. Hacía tanto frío que parecía que desde el valle el viento batía un hielo sólido, que estallaba en torbellinos de un polvo áspero y glacial y revoloteaba formando nubes acres. El hielo creaba en todas partes charcos negros y secos, lustroso en los lugares resguardados, ondulante como unas olas oscuras en los chaflanes o sobre las bajantes de las que ráfagas de viento habían barrido las últimas lluvias.
Las heladas habían empezado en la tercera semana de enero y desde entonces hasta principios de abril no nos concedieron ni un día de tregua. Las acompañaba constantemente el mismo viento oscuro que soplaba, cortante y virulento, sobre largos prados lisos de aguas congeladas. La nieve no llegó hasta la tarde en que volvieron las hermanas Aspen; y entonces empezó a caer a rachas repentinas, tan ligera como un vapor y después arenosa y más gruesa, como granos de arroz.
Empezó a nevar exactamente en el momento en que el macizo Daimler marrón sobrepasó la vieja capilla Succoth, con sus escalones helados como una cascada de cristal molido, enfrente de las oficinas locales del County Examiner, parte de cuyas ventanas esmerilaba un dibujo de helechos estrellados. Cayó de repente sobre un remolino de viento oscurecido al que confirió blancura. Parecía que el viento se retorcía en el aire violentamente y que arrancaba de la nada una nieve semejante a un vapor blanco que al mismo tiempo se estrellaba de costado contra el Daimler. Por las ventanas del Examiner, donde yo estaba curándome el esguince de muñeca que me había hecho patinando, vi que el coche daba un bandazo y viraba, que derrapaba y volvía a enderezarse. En el asiento trasero, entre una confusión de mantas de viaje de piel de leopardo, pareció que Juliana, la menor de las señoritas Aspen, también daba un tumbo, catapultada hacia delante, y se agarraba con la mano derecha al cordón de seda de la ventanilla. La hermana mayor, Bertie, rebotó como una bola rosada. Las dos vestían aún de negro, pero una bufanda violeta de lana envolvía el cuello de la menor, como si estuviera resfriada, y cuando se precipitó hacia delante, agarrando la bufanda con una mano y el cordón de la ventanilla con la otra, vi por primera vez, sentada entre sus tías, a la hija de Elliot Aspen.
Los largos rizos de pelo negro que le caían sobre los hombros daban la impresión de que llevaba una capucha. Solo le vi una parte de la cara, proyectada hacia delante por encima del cuello levantado del abrigo, sobresaltada pero no asustada por el patinazo. No levantó las manos. Fueron sus ojos, en cambio, los que parecieron alargarse, primero hacia una ventanilla y luego hacia la otra, en un esfuerzo por orientarse, como si no supiera exactamente dónde estaba. Y en aquel momento, antes de que el automóvil se enderezase y, ya derecho, prosiguiera la marcha, pensé que aparentaba unos quince años.
Fue mi primera equivocación sobre ella.
En la trascocina, la tetera estaba sobre el quemador de gas y Bretherton dormía al lado de la estufa. Encima de la mesa, desperdigadas sobre unas bolsas de papel roto y grasiento, estaban las sobras de su almuerzo, varios mendrugos de pan con mantequilla y una empanada de cerdo desmigajada.
Cuando Bretherton despertó, colorado de cerveza, eructando de malestar, al oír el tintineo de la cucharilla del té contra la tetera, parecía uno de esos cerdos modélicos, gordo y sonrosado, sentado sobre las patas traseras, con un anuncio de salchichas en las delanteras, como los que se ven en el escaparate de un carnicero. Las salchichas eran sus dedos. De un color rosa grisáceo, relucieron cuando los juntó, temblorosos, y luego se los llevó al bigote amarillento de tabaco. En las puntas tenía lunas negras de tierra con las que enseguida se rascó el arranque del pelo cada vez más ralo, mientras que en el primer desagradable sobresalto del despertar aporreó el escritorio con los codos rechonchos y peludos, agitando sus gruesos dedos blancos.
–Té –dije, depositando el tazón blanco encima del secante que tenía delante. Lo atacó allí mismo, gorgoteando encorvado, succionando como un puerco. El té marrón goteó sobre la mesa y el papel y se le derramó por la pechera y por la pajarita con el nudo ya hecho que se encajaba en la camisa con un gemelo de latón, dejándole en la nuez una brillante mancha verde.
Y después, en aquel estupor menguante, recordó su palabra favorita para mí.
–¡Ven aquí, Chorlito!
Me planté delante de la mesa mientras, por segunda vez, él se empapaba de té los labios.
–¿No tenías algo entre manos, Chorlito? Creo recordar...
–Una venta benéfica –dije–. A las cuatro en punto. Fondo de reconstrucción congregacionalista.
–Pues entonces ¡ve allí, por Dios!
–Son solo las tres pasadas –dije.
–Las tres, las dos, las cuatro, las ocho, la puñetera medianoche, ¿qué más da? No importa, vete, tienes que ir, vete...
–Todas son iguales –dije. Había veces en que me daba la impresión de haber escrito la crónica de un millón de ventas de beneficencia–. Una es igual que la otra...
Dio otro sorbo incongruente de la taza. Yo sabía que era incapaz de responder porque empezaban a chirriarle lo...

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