Jude el oscuro
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Jude el oscuro

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En la peripecia de Jude Fawley –en el abandono de su mujer, en su renuncia forzosa a seguir estudios universitarios, en la relación ilícita, tortuosa y vagabunda que emprende con su prima Sue-, Thomas Hardy quiso basar "una fábula trágica" con el propósito de "mostrar que, como dice Diderot, la ley civil debería ser sólo el enunciado de una ley natural". Sin embargo, esta personal ilustración del conflicto entre la ley y el instinto fue acogida con tanta saña y escándalo por sus contemporáneos que un obispo hasta llegó a quemarla públicamente. "Tal vez el mundo –dice uno de sus personajes- no esté lo bastante iluminado para comprender una experiencia como la nuestra", y Hardy podría muy bien haberse defendido con sus palabras. Porque Jude el oscuro (1895) fue la primera novela que se atrevió a hablar a su época, por extenso y sin tapujos, de sexo, matrimonio y religión y que quiso que fueran sus personajes quienes expusieran las inquietudes e interrogantes cuyas consecuencias sufrirían en un mundo que sólo les ofrecía, como respuesta, confusión y oscuridad.

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Información

Año
2013
ISBN
9788484289029
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
SEXTA PARTE

En Christminster
otra vez

VI. 1.

A su llegada encontraron la estación animada; unos jóvenes con sombrero de paja habían ido a recibir a unas muchachas que tenían un notable parecido familiar con ellos y llevaban vestidos claros y ligeros.
–Parece que está muy alegre la ciudad –dijo Sue–. ¡Pero si hoy es el Día de la Conmemoración! ¡Jude, mira que eres pillo, lo has hecho a propósito!
–Sí –dijo Jude tranquilamente mientras se hacía cargo del niño más pequeño, le decía al hijo de Arabella que fuera junto a ellos, y Sue atendía al mayor suyo–. Pensé que para venir un día cualquiera, lo mismo podíamos venir hoy.
–¡Pero me da miedo que esto te deprima! –dijo Sue mirándole con ansiedad.
–Eso no ha de ser ningún obstáculo para nuestros planes; tenemos mucho que hacer antes de instalarnos aquí. Lo primero, buscar alojamiento.
Dejaron en la estación los equipajes y las herramientas y siguieron a pie por la calle familiar, en medio de la muchedumbre en fiestas que marchaba en la misma dirección. Llegaron a los Cuatro Caminos, e iban a torcer ya hacia el barrio donde les sería más fácil encontrar hospedaje cuando, al mirar la hora y ver la presurosa multitud, dijo Jude:
–Vamos a ver el desfile, dejemos ahora el alojamiento, ¿quieres? Podemos buscarlo después.
–¿No crees que debíamos tener primero un techo seguro? –preguntó ella.
Pero el espíritu de Jude parecía embriagado de fiesta, así que bajaron por la calle Mayor, con el más pequeño en brazos de él, la niña de la mano de Sue y el hijo de Arabella caminando pensativo y silencioso junto a ellos. Los grupos de graciosas hermanas, ataviadas con sus vestidos ligeros, y de padres, humildes ignorantes que no habían llegado a pisar colegio alguno en su juventud, caminaban en la misma dirección, junto a hermanos e hijos cuyos semblantes reflejaban la firme convicción de que jamás habían existido propiamente seres humanos hasta que aparecieron ellos sobre la tierra aquí y ahora.
–Mi fracaso se me hace más vivo viendo estos jóvenes –dijo Jude–. ¡Hoy me espera una lección sobre la presunción!… ¡Para mí, es el Día de la Humillación!… ¡De no haber venido tú a rescatarme, me habría entregado a la desesperación!
Sue vio en su rostro que se hallaba en uno de sus momentos de humor turbulento y atormentado.
–Habría sido mejor ir directamente a solucionar muchas cosas, cariño –contestó ella–. ¡Estoy segura de que todo esto despertará en ti dolorosos recuerdos y no te hará ningún bien!
–Bueno…; ya que estamos cerca, vamos a verlo –dijo él.
Torcieron a la izquierda por delante de una iglesia de pórtico italiano cuyas columnas salomónicas estaban cubiertas de plantas trepadoras y siguieron por el callejón hasta que llegaron al teatro circular coronado por una linterna que tan familiar le era a Jude, para quien representaba el triste símbolo de sus abandonadas esperanzas; desde esa linterna había contemplado por última vez la Ciudad de los Colegios la noche en que, tras honda meditación, se convenció definitivamente de la futilidad de su intento de llegar a convertirse en hijo de la Universidad.
Hoy, en la plaza que se abría entre ese edificio y el colegio más próximo, se agolpaba una multitud expectante. En el centro habían hecho un corredor mediante dos barreras de andamios que iba desde la puerta del colegio a la de un gran edificio que había junto al teatro.
–Aquí es…; ¡están a punto de pasar! –exclamó Jude con repentina excitación. Y abriéndose camino a empujones, se situó junto a la barrera con el pequeño aún en brazos; Sue y los otros dos niños le siguieron detrás. La multitud se apretujaba a sus espaldas charlando, bromeando y riendo, mientras llegaban coche tras coche a la puerta de servicio del colegio y se iban apeando unos señores de aspecto solemne, ataviados con ropajes rojos como la sangre. El cielo se había encapotado y se oía tronar de vez en cuando.
El Padrecito Tiempo se estremeció.
–¡Parece el Día del Juicio! –susurró.
–No son más que ilustres doctores –dijo Sue.
Mientras esperaban, empezaron a caer gruesas gotas de lluvia sobre ellos; el retraso se hacía fastidioso. Sue sintió nuevamente deseos de marcharse.
–Ya no tardarán –dijo Jude sin volver la cabeza.
Pero la comitiva no salía; y alguien, por matar el rato, se puso a mirar la fachada del colegio y preguntó al azar qué querría decir una inscripción latina que había en el centro. Jude, que se hallaba cerca, se lo explicó, y al ver que la gente que los rodeaba escuchaba con interés, continuó describiendo las esculturas del friso (que él había estudiado años antes), y criticando algunos detalles de las fachadas frontales de otros colegios de la ciudad.
La multitud ociosa, incluidos los dos policías de la puerta, le miraban como los licaonios a Pablo, porque Jude era propenso a entusiasmarse demasiado con cualquier tema que le saliera al paso, y todos parecían asombrarse de que aquel forastero supiera más que ellos sobre los edificios de su propia ciudad; hasta que uno exclamó:
–¡Caramba, yo conozco a ese hombre! Trabajaba aquí hace años. ¡Se llama Jude Fawley, eso es! ¿No se acuerdan que le apodaban el Predicador de San Suburbio, eh?, ¿porque eran ésas sus ideas? Se ha debido de casar a lo que se ve, y el crío que lleva en brazos debe de ser hijo suyo. Taylor le reconocería en seguida, porque él conoce a todo el mundo.
El que hablaba era un hombre llamado Jack Stagg, con el que había trabajado Jude en otro tiempo restaurando la sillería de algunos colegios; y dio la casualidad de que Taylor el Calderero estaba allí cerca también. La escena le llamó la atención, y al ver de quién se trataba, le gritó a Jude desde el otro lado de la doble empalizada:
–¡Muy honrados de verte de vuelta, amigo!
Jude hizo un gesto afirmativo.
–A lo que se ve, no has ganado mucho con irte de aquí, ¿eh?
Jude asintió a esto también.
–¡Como no sea unas cuantas bocas que llenar! –El comentario provenía de otro, y Jude reconoció la voz del Tío Joe, otro albañil al que conocía.
Jude contestó de buen humor que no podía decir que no; y entre comentario y comentario, se entabló una conversación entre él y la muchedumbre de ociosos, en el curso de la cual Taylor el Calderero le preguntó si se acordaba aún del Credo de los Apóstoles en latín y de la noche de la apuesta en la taberna.
–Pero la fortuna no te ha acompañado en eso, ¿verdad? –saltó Joe–. No has tenido arrestos para ir hasta el final, ¿a que no?
–¡No les contestes más! –suplicó Sue.
–¡Creo que no me gusta Christminster! –murmuró melancólicamente el Padrecito Tiempo, sumergido e invisible bajo la multitud.
Pero viéndose el centro de la atención de todos, de las bromas y comentarios, Jude no se sentía inclinado a rehuir las explicaciones abiertas de cosas en las que no veía un motivo serio para avergonzarse; y poco después se sintió impulsado a decir en voz alta al gentío que le escuchaba:
–El problema con el que me he tenido que enfrentar, amigos, es difícil para cualquier joven…, y son miles los que, en el momento presente en que todo anda tan revuelto, vacilan entre seguir ciegamente el camino en que se encuentran, sin pararse a pensar primero en sus aptitudes, o a considerar cuáles son sus inclinaciones, y emprender a continuación el camino que esté más de acuerdo con ellas. Yo intenté hacer lo segundo y he fracasado. Pero no estoy dispuesto a admitir que mi fracaso signifique que estaba equivocado, de la misma manera que mi éxito tampoco habría probado que tenía razón, aunque así es como se valoran hoy en día los esfuerzos; o sea, no por su bondad esencial, sino por sus resultados accidentales. Si yo hubiera llegado a convertirme en uno de esos personajes de toga y birrete como los que ahora están saliendo por allá, todo el mundo habría dicho: «¡Hay que ver lo inteligente que ha sido ese joven al seguir sus inclinaciones naturales!». Pero viendo que al final me encuentro igual que al principio, dicen: «¡Hay que ver la tontería que ha hecho ese muchacho, al empeñarse en seguir una chifladura!».
»Pero ha sido mi pobreza y no mi voluntad la que me ha obligado a darme por vencido. Hacen falta dos o tres generaciones para llevar a cabo lo que he querido hacer yo en una; y mis impulsos, mis afectos, o casi debería llamarlos vicios, eran demasiado imperiosos para no obstaculizar a un hombre sin recursos atándole de pies y manos. Se necesitaría tener la sangre fría de un pez y el egoísmo de un cerdo para tener realmente la suerte de llegar a ser una de las personalidades del país. Podéis ridiculizarme, no voy a molestarme por ello; efectivamente, soy el clásico tipo al que le toman el pelo. Pero creo que si supierais la vida que he llevado estos últimos años os compadeceríais de mí. Y si lo supieran ellos –señaló con la cabeza el colegio al que estaban llegando varias personalidades académicas–, es muy posible que también.
–¡Es verdad, se le ve muy estropeado! –dijo una mujer.
El semblante de Sue pareció experimentar una emoción intensa y repentina; pero aunque estaba junto a Jude, éste le daba la espalda.
–Puedo hacer algo bueno todavía, antes de que me toque dejar este mundo: puedo servir de ejemplo de lo que no se debe hacer, ilustrando de ese modo un episodio moral –continuó Jude volviéndose más amargo, a pesar de que había empezado con el ánimo completamente sereno–. ¡Quizá después de todo no sea más que una miserable víctima de esa inquietud intelectual y social que hace desdichadas a tantas gentes en estos tiempos!
–No les digas eso –susurró Sue llorosa, al darse cuenta del estado de ánimo de Jude–. Tú no eres eso. ¡Has luchado noblemente para adquirir conocimientos, y sólo los espíritus más ruines del mundo te lo podrían reprochar!
Jude se cambió al bebé para descansar el brazo y concluyó:
–Y si parezco un hombre enfermo y sin dinero, no es eso lo peor. Me encuentro en un caos de principios, ando a tientas en un mundo de tinieblas, obro por instinto y sin seguir ninguna norma. Hace ocho o nueve años, cuando vine aquí por primera vez, tenía un buen número de ideas estables en la cabeza, pero se han ido desmoronando una por una; y cuanto más tiempo pasa, menos seguro me siento. Dudo mucho que tenga actualmente otra norma de conducta que la de seguir las inclinaciones que no hacen daño alguno ni a mí ni a nadie y pueden proporcionar alegría a quienes yo más quiero. Bien, señores, puesto que querían saber cómo me iba, ya lo saben. ¡De provecho les sirva! No puedo explicarles más aquí. Presiento que algo anda mal en nuestras fórmulas sociales: lo que sea, ya lo descubrirán otros hombres o mujeres más perspicaces que yo, si es que alguna vez lo llegan a descubrir…, al menos en nuestro tiempo. «Porque, ¿quién es el que sabe lo que es bueno para el hombre en esta vida?… ¿Y quién puede decir al hombre lo que tras él existirá bajo el sol?»
–Oíd, oíd –decía el populacho.
–¡Bien predicado! –dijo Taylor el Calderero. Y en privado comentó a sus vecinos–: Qué, ¿a que algunos d...

Índice

  1. Cubierta
  2. Prefacio a la primera edición
  3. PRIMERA PARTE. En Marygreen
  4. SEGUNDA PARTE. En Christminster
  5. TERCERA PARTE. En Melchester
  6. CUARTA PARTE. En Shaston
  7. QUINTA PARTE. En Aldbrickham y otros lugares
  8. SEXTA PARTE. En Christminster otra vez
  9. Notas
  10. Créditos
  11. Alba Editorial