Con la misma moneda
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Con la misma moneda

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A Sadie Thompson la ingresa su madre en un internado de monjas a los tres años y allí la deja hasta los once, vacaciones incluidas. Un día se presenta con un marido nuevo y la niña convive con ellos un curso. A los dieciocho, en plena época de exámenes, su padrastro la requiere porque la madre está hospitalizada y alguien tiene que cuidar a los perros. La madre muere, dejándole un apartamento y unos considerables ahorros que tenía en secreto, así como una talla de caoba de una Madonna. Concluido el funeral, Sadie le roba un Mercedes a su padrastro y recoge en él a un joven autoestopista que lo primero que le dice es que no debería recoger autoestopistas; pero a ella le cae tan simpático que le regala el Mercedes. Así empieza, a los diecinueve años, la nueva vida de Sadie… y no tardará en descubrir que la solidaridad femenina es callada y marginal, y que los hombres, nada callados y siempre centrales, no son sus amigos. Un extraño lema que le repite la gente que le miente y hace daño ?«Lo hice porque te quiero»? la obsesiona. Con la misma moneda (1981), última de las tres novelas que escribió Verity Bargate, es definitivamente rara, irreverentemente fantasiosa: toca límites y los cruza. Como No, mamá, no, plantea una rebelión que solo puede llevarse a cabo con una violencia inesperada.

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Información

Año
2018
ISBN
9788490654279
Verity Bargate
Con la misma moneda






Traducción
Íñigo F. Lomana




rara avis
ALBA
Nota al texto
Con la misma moneda se publicó por primera vez en 1981 (Jonathan Cape Ltd, Londres). El título original, Tit for tat, es una frase hecha que también habría podido traducirse por «Toma y daca» u «Ojo por ojo». Pero en inglés tit significa «teta» y esta alusión a un tema fundamental de la novela se pierde en cualquier traducción.
Para Eileen
I
No conocí de verdad a mi madre hasta los once años. Acababa de volver de unas vacaciones que habían empezado un día en que me dijo adiós con la mano, ocho años antes. Y ahora, con su tercer marido al lado, tenía ganas de impresionar. Especialmente en público, ya que por fin podía permitirse ir bien vestida. Así pues, casi cuatro semanas después de que su barco procedente de Australia llegara a puerto, vinieron los dos a recogerme a mi internado de monjas. Como la confundí con otra madre y la disgusté, en un primer momento no quiso darme el koala de peluche que me traía de regalo. Era el día de la entrega de premios, así que no pudimos hablar mucho rato.
–Cómo has crecido, hija mía –me dijo, dedicándole una sonrisa a la espalda de la princesa María Luisa–. Estás enorme. Este es tu nuevo papá. Lo vamos a pasar en grande.
Y, sin más presentaciones, al ir a darle la mano, los dos se dieron la vuelta y se alejaron y yo me fui corriendo a mi asiento. Cuando volvía a ese mismo asiento con mi primer premio entre las manos, miré a mi madre para ver cómo era estar orgullosa de alguien. Ella, sin embargo, tampoco parecía saberlo porque estaba besando a aquel individuo sin nombre.
Despedirme de las monjas para siempre no fue fácil, ya que el convento había sido mi hogar –tanto a lo largo del curso como en vacaciones– durante ocho años. La hermana Theresa lloró; yo no.
Y así nos fuimos los tres –papá, mamá y la pequeña– a esa casa nueva y enorme tan llena de silencio que no parecía necesitar ni muebles.
Llegado el momento, empecé a ir a un colegio nuevo y el suplicio de estar en casa se volvió más llevadero. Como nunca había estado en un colegio que no fuera un internado, el trato amable y afectuoso que me dispensaron me cogió desprevenida y estuve muy cerca de sentirme feliz. De no ser porque todas las tardes, inexorablemente, daban las cuatro.
El nuevo marido se llamaba Jock, lo cual quizá explique por qué mi madre prefería no llamarlo de ninguna manera. Las cosas insondables y extrañas que sucedían entre ellos hacían que me entraran unas ganas enormes de meterme dentro otra vez los dos bultitos que me habían salido en el pecho.
Tenía que hacer los deberes en la mesa de nogal del comedor, con un hule para que mis actividades escolares no dejaran ninguna huella en la madera. Mi madre y su marido entraban con mucha frecuencia a por más bebida o a cantar y a tocar en el piano La vie en rose. En aquellos primeros días estaban siempre besándose y, a pesar de que tenían a su entera disposición una casa con cinco dormitorios, por regla general lo hacían delante de mí. La mayor parte de las veces, yo tenía que concentrarme en no perder la concentración en lugar de en hacer los deberes. Jamás pude olvidar el ruido que hacían, aunque hasta que conocí a Tim no comprendí por qué sonaba tan terriblemente mal. Sus besos eran demasiado húmedos para expresar un deseo erótico genuino; parecía como si chapotearan el uno en la boca del otro. Por si eso fuera poco, cada uno tenía su propio dormitorio. El de Eva era grande y cómodo; el de Jock, pequeño y con olor a rancio.
Algunos días tenía que hacerle la cama. Todo lo que yo detestaba se concentraba en ese dormitorio y en la obligación de tener que respirar el olor de su cuerpo al meter las sábanas. Ni siquiera robarle las pocas monedas que se dejaba por allí esparcidas me procuraba la más mínima sensación de éxito o victoria. Era demasiado fácil.
Un día mientras estaba cambiándome para jugar al hockey, una chica llamada Janet Brown se acercó a mí.
–Hola, Sadie. Creemos que tendrías que ponerte sujetador. Todas lo llevamos y tú estás en nuestro equipo, ¿vale? Me pareció alucinante la parada que hiciste la semana pasada, cómo sacaste el palo y lo colocaste abajo sin mirar. Si me quedara sorda, esa es una de las cosas que más echaría de menos: el ruido, el chasquido, que hizo la pelota. Es un ruido maravilloso.
–Gracias, Jan. Después del partido de hoy, guardaré un registro. En la columna de la derecha estarán los chasquidos: todos los grandes tiros que consiga parar. Y la de la izquierda estará vacía: todos los grandes tiros que se me escapen.
Janet se echó a reír. Yo me volví, levanté la pierna y me ajusté las guardas. Las monjas las consideraban un lujo y lo habitual era que a la chica que más las hubiera disgustado durante la semana le tocase la portería. Sábado tras sábado, yo era la elegida; incluso cuando había tanta niebla que no podía ver el extremo inferior del palo, no digamos ya la pelota. Sin embargo, después de un par de inviernos con las espinillas llenas de moratones, me convertí en una portera sorprendentemente buena.
Pasó casi una semana antes de que Eva y yo tuviéramos la oportunidad de estar en la misma habitación sin que la presencia de Jock nos impidiese hablar. Tenía la garganta seca. Me sentía torpe y vulgar al lado de aquella novia tan codiciada.
–Madre –dije, pero inmediatamente rectifiqué. No le gustaba que la llamara madre porque, según me dijo, la hacía sentirse mayor. Pero a mí seguía costándome pronunciar su nombre. Me parecía de mala educación. Como había cometido ya dos errores, puesto que de ninguna manera debía hablar yo en primer lugar, me aclaré la garganta–. Quería decir Eva.
Ella volvió la cara, pero, aunque sus cejas enarcadas denotaban curiosidad, sus ojos estaban en otra parte.
–Mis compañeras del colegio me han dicho que tendría…
–¿?
–… que llevar…
–¿¿??
–… un…
–¿¿¿???
–… sujetador.
Ahora por lo menos me miraba.
–¿Un qué?
–Un sujetador. Un sostén.
–Ah. ¿Sabes algo de la menstruación?
–Mmmm.
–Algo sabrás, ¿no? –dijo acusadoramente.
–Sí, bueno, un poco… Pero no sé ni por qué sucede ni dónde. Ni siquiera por qué agujero.
–No te hace falta saberlo. Y, por cierto, hablas de un modo muy ordinario. Grosero… Te daré todo lo que necesitas. Lo importante es que cuando te cambies de compresa envuelvas la vieja en un periódico y la eches a la caldera.
Cerró la puerta, y yo me pregunté por qué no me envolvía en un periódico y me echaba a la caldera a mí también.
Cuando volví del colegio al día siguiente, mi cama parecía un carrito de hospital lleno de paquetes y guantes de látex. Me chocó no encontrar hilo de sutura. Los sujetadores que estaban de moda en el colegio eran los que tenían forma de cucurucho, no los de algodón de color rosa de la marca Aertex. Después de tantos años dándome la vuelta para ocultar mis pezones, ahora tendría que seguir haciéndolo para ocultar la prenda que estaba destinada a evitarme ese bochorno. Me probé uno y me miré en el espejo. Los dos parches de color rosa parecían unos injertos de piel.
Luego me puse con las compresas. Abrí el paquete y saqué una. Tenía que haber algún error: ese morral no podía ser para mí. Me sería imposible caminar.
Durante las vacaciones de verano, empezaron a dolerme los pechos y me asusté. Mi cuerpo parecía estar convirtiéndose en el de otra ...

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