Alba Clásica
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Al terminar su formación en un hospital de Londres, el joven señor Harrison acepta un puesto de ayudante de médico rural en la pequeña ciudad ?«yo lo llamaría pueblo»? de Duncombe. «Le parecerá a usted un dato estadístico curioso –le dice su mentor al llegar?, pero cinco de cada seis cabezas de familia de cierto rango en Duncombe son mujeres. Tenemos un gran número de viudas y solteronas ricas. A decir verdad, querido señor, creo que usted y yo somos casi los únicos caballeros.» Y, aunque el recién llegado se fija inmediatamente en Sophy, la hija del párroco, no tardará en convertirse en el centro de una equívoca red de expectativas y decepciones que pondrá a prueba su paciencia… y también su vanidad. Las confesiones del señor Harrison (1851) prefigura claramente Cranford: en su ambiente, en su humor delicado, en su retrato de las pequeñas peripecias que cambian o prolongan el modo de vida de una comunidad apartada y aparentemente tranquila, se percibe ya el interés de Elizabeth Gaskell por trazar, a su manera, una «historia de la vida doméstica en Inglaterra», como había sido intención, aunque nunca llegara a escribirla, del poeta romántico Robert Southey. Del interés de la autora por este plan da fe el artículo «La Inglaterra de la última generación», un divertido compendio de anécdotas de la vida de Knutsford, la pequeña ciudad en que pasó la mayor parte de su infancia y adolescencia, publicado en 1849 y que incluimos como apéndice en este volumen.

Mi querida Sherezade… [La llamo así, señora Gaskell, ] porque tengo la seguridad de que sus poderes narrativos son incapaces de agotarse en una sola noche, seguro que du-ran al menos mil y una. Charles Dickens

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Información

Año
2018
ISBN
9788490654262
Categoría
Letteratura
Categoría
Classici
Elizabeth Gaskell
Las confesiones del señor Harrison








Traducción
Catalina Martínez Muñoz








ALBA
Nota al texto
Las confesiones del señor Harrison se publicó por entregas entre febrero y abril de 1851 en la revista The Ladies’ Companion. Aunque anterior a Cranford, se considera perteneciente a lo que posteriores editores han denominado «Crónicas de Cranford».
El artículo «La Inglaterra de la última generación» se publicó en julio de 1849 en American Sartain’s Union Magazine, sugerido, según su autora, por la idea de Robert Southey de que era necesario escribir una historia de la vida doméstica en Inglaterra. El planteamiento y la atmósfera de este texto son muy afines a los de las narraciones de la autora situadas en la Inglaterra rural (en pueblos ficticiamente llamados Cranford o Duncombe) y seguramente el primer indicio de un plan que luego desarrollaría en ellas.
Capítulo I
El fuego ardía alegremente. Mi mujer acababa de subir a acostar al bebé. Charles estaba sentado delante de mí, bronceado y muy atractivo. Era agradable saber que íbamos a pasar varias semanas juntos, bajo el mismo techo, cosa que no habíamos hecho nunca desde que éramos unos críos. Yo estaba perezoso, sin ganas de hablar, comiendo nueces y mirando el fuego. Pero Charles empezaba a impacientarse.
–Ahora que tu mujer ha subido, Will1, tienes que decirme una cosa que quería preguntarte desde que la vi esta mañana. Cuéntame cómo fueron el cortejo y la conquista. Yo también quiero la receta para conseguir a una mujer tan encantadora. En tus cartas apenas dabas detalles. Vamos, cuéntamelo todo con pelos y señales.
–Si te lo cuento todo será una historia muy larga.
–Da igual. Si me canso, puedo dormirme y soñar que soy un soltero solitario y he vuelto a Ceilán; y cuando termines me despertaré y veré que estoy en tu casa. ¡Date prisa, hombre! «Érase una vez un joven y galante soltero.» ¡Hasta te doy el arranque!
–Muy bien: «Érase una vez un joven y galante soltero» que estaba completamente perdido cuando terminó su formación como médico… Tengo que hablar en primera persona, Charles, no puedo seguir con el joven y galante soltero…
Terminé de recorrer los hospitales justo cuando tú te fuiste a Ceilán y, no sé si te acuerdas, quería marcharme al extranjero, como tú, y se me pasó por la cabeza ofrecerme como médico marino, pero pensé que eso me haría perder prestigio profesional, me asaltaron las dudas y, mientras dudaba, recibí una carta del primo de mi padre, el señor Morgan, ese anciano caballero que escribía largas cartas llenas de consejos a mi madre, y que me dio un billete de cinco libras cuando acepté ser aprendiz del señor Howard en lugar de hacerme a la mar. Pues bien, por lo visto este caballero llevaba tiempo pensando en hacerme socio, si demostraba yo que daba la talla; y, como tenía buenas referencias mías, a través de un amigo médico que trabajaba en el Hospital de Guy2, escribió para proponerme el siguiente acuerdo: me ofrecía un tercio de los beneficios los primeros cinco años, después la mitad y finalmente todo sería para mí. No era una mala oferta para un joven que estaba sin blanca como yo, porque el señor Morgan tenía un próspero consultorio rural y, aunque yo no lo conocía personalmente, me había formado una excelente opinión de él y lo tenía por un solterón honorable, bondadoso, inquieto y entrometido; y resultó que no me equivocaba en mis suposiciones, según pude comprobar a la media hora de conocerlo. Me había imaginado que iría a vivir a su casa, dado que estaba soltero y era un buen amigo de la familia, pero creo que él se lo temía, porque cuando llegué a su puerta, con el portero que me subía la maleta, me recibió en las escaleras y, mientras me estrechaba la mano, le dijo al portero: «Jerry, si esperas un momento, podrás acompañar al señor Harrison a sus habitaciones. Donde Jocelyn, ya sabes». Luego se volvió a mí para dirigirme las primeras palabras de bienvenida. Tuve la tentación de considerarlo poco hospitalario, pero después lo comprendí mejor.
–La casa de Jocelyn –dijo– es lo mejor que he podido encontrar con tanta urgencia: hay mucha fiebre en este momento, y necesitaba que llegara usted este mismo mes. Se ha propagado una leve epidemia de tifus en la parte antigua de la ciudad. Creo que podrá pasar usted un par de semanas cómodamente allí. Me he tomado la libertad de pedirle a mi ama de llaves que envíe unas cuantas cosas para dar a las habitaciones un aire más hogareño: una butaca, un bonito estuche de preparados médicos y algo de comer. Pero, si me hace el favor de seguir mi consejo, mañana hablaremos de un pequeño plan que tengo en la cabeza. No quiero contárselo aquí, en las escaleras, así que no le entretengo más. Creo que mi ama de llaves ha ido a prepararle el té.
Me dio la sensación de que el caballero estaba preocupado por su salud y me instaba a cuidar de la mía, porque llevaba una especie de bata gris, holgada, pero iba sin sombrero. Aun así, me sorprendió que me recibiera en la puerta en vez de invitarme a entrar. Ahora creo que me equivoqué al suponer que temía resfriarse: lo que temía era que lo vieran mal vestido. Y, en cuanto a su aparente falta de hospitalidad, no necesité pasar mucho tiempo en Duncombe para darme cuenta de que era más cómodo tener mi propia casa, mi castillo, como se suele decir, libre de intromisiones, y comprendí que el señor Morgan tenía buenos motivos para haber establecido la costumbre de atender a todo el mundo en la puerta. Si me recibió así fue por pura inercia. Poco después tuve libre acceso a su casa.
Todo indicaba que alguien había puesto mucha amabilidad y previsión en arreglar mis habitaciones, y no dudé de que era obra del señor Morgan. Estaba yo esa tarde desganado, y me senté a observar la calle desde el mirador, encima de la tienda de Jocelyn. Duncombe se tiene por una ciudad, aunque yo lo llamaría un pueblo. La verdad es que visto desde la casa de Jocelyn es un sitio bastante pintoresco. Los edificios son cualquier cosa menos corrientes; pueden ser modestos en sus detalles, pero en conjunto son bonitos; no tienen esa fachada plana que vemos en muchas ciudades de mayores pretensiones. Un mirador aquí y allá, de vez en cuando un tejado a dos aguas recortado contra el cielo, un desván que sobresale: todo esto produce en la calle agradables efectos de luz y de sombra; y tienen una manera muy peculiar de encalar algunas casas, con un tinte rosado como el papel secante, más parecido a la piedra de Mayence que a ninguna otra cosa. Puede que sea de muy mal gusto, pero yo creo que les da un tono muy cálido. Algunas viviendas tienen un jardín delante, con césped a los lados del sendero de piedra y un par de árboles grandes –limeros o castaños de Indias– que proyectan las ramas más altas por encima de la calle y forman en la acera unos círculos secos en los que refugiarse de los chaparrones en verano.
Mientras estaba en el mirador, pensando en lo diferente que era esto de mi casa en el corazón de Londres, de donde había salido apenas doce horas antes –tenía la ventana abierta y, aunque estaba en el centro de la ciudad, en la calle principal, solamente me llegaban los olores de las cajas de langosta apiladas en la puerta de la tienda, en vez del polvo y el humo de la calle, y solo oía las voces de las madres, llamando a los niños que estaban jugando en la calle para que fueran a acostarse, y las campanas del reloj de la antigua iglesia, que a las ocho tocaron a rebato para recordar el toque de queda–, mientras estaba allí, tan tranquilo, la puerta se abrió y la criada, una chiquilla, hizo una reverencia y dijo:
–Por favor, señor. La señora Munton le envía saludos y quisiera saber cómo se encuentra después del viaje.
¡Vaya! ¡Qué gesto tan amable y cariñoso! ¿Se le habría ocurrido algo así siquiera al mejor de mis amigos del Guy? Sin embargo, era indudable que la señora Munton, una persona a la que ni siquiera conocía, estaba preocupada y no se tranquilizaría hasta que le mandase recado de que me encontraba perfectamente.
–Salude de mi parte a la señora Munton –contesté– y me encuentro perfectamente: le estoy muy agradecido.
Era importante decir «perfectamente», porque un simple «muy bien» habría hecho trizas el evidente interés que la señora Munton sentía por mí. ¡Qué buena, la señora Munton! ¡Qué amable, la señora Munton! ¡Incluso puede que joven, guapa, rica y viuda! Me froté las ma...

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