Nota al texto
La crítica recibió La educación sentimental en noviembre de 1869 (Michel Lévy Frères, París) con gran frialdad, prefiriendo en muchos casos no hablar de la novela por deferencia al autor de La señora Bovary, que no vivió lo suficiente para presenciar la posterior consideración que alcanzó medio siglo después su novela, de la que el escritor André Billy alabó, ya en el siglo xx, «la riqueza y la variedad del contenido y el poder de encantamiento de la prosa». Aunque sí supo de la defensa y la reivindicación que de ella hicieron los jóvenes escritores que iban a reunirse en torno a Zola poco después para fundar la escuela naturalista y proclamaban en público que aquel libro era su biblia y la obra maestra de la novela francesa.
Para la presente traducción se ha utilizado el volumen de La Pléiade de 1963 en edición de A. Thibaudet y R. Dumesnil.
Primera parte
I
El 15 de septiembre de 1840, a eso de las seis de la mañana, el Ville de Montereau, a punto de zarpar, soltaba grandes torbellinos de humo delante del muelle Saint-Bernard.
Llegaba gente sin resuello; barriles, cables y cestas de ropa estorbaban el paso; los marineros no contestaban a nadie; las personas tropezaban entre sí; los fardos subían entre los dos tambores y el barullo se fundía con el zumbido del vapor que, escapando por las junturas de las chapas, lo envolvía todo en una nube blanquecina mientras la campana de proa repicaba sin parar.
Por fin, zarpó el barco; y las dos orillas, pobladas de almacenes, de astilleros y de fábricas, fueron pasando como dos cintas anchas que se desenroscan.
Un joven de dieciocho años y pelo largo, con un álbum bajo el brazo, estaba, inmóvil, junto al timón. Miraba, entre la niebla, campanarios y edificios cuyos nombres no sabía; luego, abarcó, con una última mirada, la isla de Saint-Louis, la isla de La Cité y Notre-Dame; París no tardó en desaparecer y él lanzó un hondo suspiro.
Frédéric Moreau, recién obtenido el título de bachiller, regresaba a Nogent-sur-Seine, donde iba a pasar dos meses tediosos, antes de empezar Derecho. Su madre, con el dinero justo, lo había enviado a El Havre a visitar a un tío cuya herencia esperaba que recayera en Frédéric; acababa de volver el día anterior, y se resarcía de no poder pasar una temporada en la capital yendo a provincias por el camino más largo.
El barullo iba mermando; todo el mundo había ocupado ya su sitio; había quienes, de pie, buscaban entrar en calor en torno a la máquina, y la chimenea escupía con un estertor lento un penacho de humo negro; unas gotitas de rocío corrían por los cobres; el puente se estremecía con una leve vibración interior y las dos ruedas, girando velozmente, azotaban el agua.
Unos arenales orillaban el río. El barco se cruzaba con almadías, que ondulaban con los remolinos de las olas, o con alguna barca sin velas en la que pescaba un hombre sentado; luego se disiparon las brumas flotantes, asomó el sol, la colina que iba siguiendo por la derecha el curso del Sena fue perdiendo altura poco a poco y apareció otra, más próxima, en la orilla de enfrente.
La coronaban unos árboles entre casas de poca altura con tejados a la italiana. Tenían jardines en cuesta separados por unas tapias nuevas, verjas de hierro, césped, invernaderos y jarrones con geranios a intervalos regulares en terrazas donde podía uno asomarse de codos. A más de uno, al divisar esas viviendas tan coquetonas, tan apacibles, le daba envidia no ser dueño de alguna para vivir en ella hasta el final de sus días, con una buena mesa de billar, una lancha, una mujer o cualquier otro sueño. El placer recién descubierto de una excursión marítima facilitaba las efusiones. Los bromistas ya estaban empezando con sus chanzas. Muchos cantaban. Reinaba el buen humor. Corría el vino, en copitas.
Frédéric pensaba en la habitación que iba a ocupar al llegar, en el esquema de una obra dramática, en temas para cuadros, en futuras pasiones. Le parecía que la dicha que se merecía la excelsitud de su alma tardaba en llegar. Se recitó a sí mismo versos melancólicos; andaba por el puente con pasos rápidos; llegó hasta el final, junto a la campana; y, en un corro de pasajeros y marineros, vio a un caballero que galanteaba a una campesina, al tiempo que sobaba la cruz de oro que llevaba esta en el pecho. Era un hombretón de unos cuarenta años con el pelo muy ensortijado. Su complexión robusta iba enfundada en una chaqueta entallada de terciopelo negro; dos esmeraldas le brillaban en la camisa de batista y el ancho pantalón blanco caía encima de unas curiosas botas rojas, de cuero de Rusia, adornadas con dibujos azules.
La presencia de Frédéric no lo alteró. Se volvió hacia él en varias ocasiones, reclamando su atención con guiños; luego, convidó a puros a cuantos tenía alrededor. Pero aquella compañía debió de aburrirlo y se fue algo más allá. Frédéric lo siguió.
La conversación versó de entrada sobre las diversas clases de tabaco y luego, con toda naturalidad, sobre las mujeres. El caballero de las botas rojas le dio consejos al joven: exponía teorías, refería anécdotas, se citaba a sí mismo a título de ejemplo y lo despachaba todo con tono condescendiente y una perversión ingenua muy graciosa.
Era republicano; había corrido mundo, conocía las interioridades de los teatros, de los restaurantes, de los periódicos, y a todos los artistas famosos, a los que llamaba, tomándose confianzas, por el nombre de pila; Frédéric no tardó en ponerlo al tanto de sus proyectos y él lo animó a llevarlos a cabo.
Pero se interrumpió para fijarse en el cañón de la chimenea; luego masculló a toda prisa unas cuentas muy largas para saber «cuánto, a tantos movimientos por minuto, cada pistón debía de…». Y, tras dar con la cantidad, admiró mucho el paisaje. Decía que estaba encantado de haberse liberado de los negocios.
Frédéric sentía cierto respeto por él y no se resistió al deseo de preguntarle cómo se llamaba. El desconocido respondió de un tirón:
–Jacques Arnoux, propietario de El Arte Industrial, en el bulevar de Montmartre.
Un criado con un galón de oro en la gorra vino a decirle:
–¿Tendría a bien bajar el señor? La señorita está llorando.
El caballero hizo mutis.
El Arte Industrial era un establecimiento híbrido que incluía una revista sobre pintura y una tienda de cuadros. Frédéri...