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Peter Brook, una de las figuras más relevantes e innovadoras del teatro occidental, pasa revista en este volumen a cuarenta años de su trabajo en el teatro, la ópera y el cine; desde sus primeros montajes en los años cuarenta hasta su memorable versión del Mahabharata. Entre sus muchos éxitos están las producciones de diversas obras de Shakespeare, como El Rey Lear o Sueño de una noche de verano, sus experiencias con el «teatro de la crueldad», que culminaron con Marat/Sade y sus películas en especial El señor de las moscas. En 1970, Brook abandonó la Royal Shakespeare Company para fundar una compañía en París y profundizar en la investigación teatral. Esta iniciativa tuvo como resultado diversas experiencias en Oriente Medio, Asia y África, así como la reelaboración bajo un nuevo prisma de algunas piezas clásicas como El jardín de los cerezos.

En este texto, Brook comparte con el lector sus descubrimientos y sus problemas, haciéndole partícipe de una visión íntima y enriquecedora de algunos de los mayores acontecimientos teatrales del último medio siglo. Un libro que deleitará a los aficionados del teatro tanto como a los profesionales de las artes escénicas.

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Información

1
Un sentido de la dirección
La intuición sin forma
Cuando comienzo a trabajar una pieza, empiezo con una profunda intuición, sin forma, que es como un aroma, un color, una sombra. Esa es la base de mi trabajo, de mi papel; así me preparo para los ensayos cada vez que monto una obra. Hay una intuición sin forma que es mi relación con la obra. Es la convicción que tengo de que dicha obra debe ser hecha hoy; sin esa convicción no puedo hacerla. No tengo técnica. Si estuviera en un concurso donde me dieran una determinada situación dramática y me dijeran que la pusiera en escena, no sabría por dónde empezar. Podría aplicar una suerte de síntesis de técnicas y algunas ideas elaboradas a partir de mi propia experiencia en la puesta en escena, pero no serviría de mucho. No poseo noción alguna de estructura para poner en escena una obra, porque trabajo a partir de aquella sensación vaga y amorfa; a partir de ella comienzo los preparativos.
Ahora: hablar de preparativos significa que estoy poniéndome en marcha en pos de esa idea. Comienzo por plantear un set,1 lo deshago, lo hago, lo vuelvo a deshacer, lo trabajo, lo resuelvo. ¿Cómo será el vestuario? ¿Qué colores usaré? Todo ello constituye el lenguaje que busca hacer de aquella intuición algo más concreto. Hasta que, gradualmente, de todo ello surge la forma, una forma que habrá de ser modificada y puesta a prueba, pero que, de todos modos, ya ha emergido. Y no una forma cerrada, porque es apenas el set, y digo «apenas el set» porque es solamente la base, la plataforma. A partir de ese momento, comienza el trabajo con los actores.
El trabajo en los ensayos debe consistir en crear un clima en el que los actores se sientan libres para generar todo aquello que puedan aportar a la obra. Por esta razón, en la primera etapa de los ensayos todo es abierto y yo no impongo absolutamente nada. En cierto sentido, esto es diametralmente opuesto a esa técnica en la cual, el primer día, el director explica de qué se trata la obra, y cómo va a encararla. Yo solía hacer lo mismo años atrás, hasta que me di cuenta de que es una pésima manera de empezar...
De modo que empezamos con ejercicios, con una fiesta, con cualquier cosa, menos ideas. En algunas obras, Marat/Sade por ejemplo, durante las tres cuartas partes del período de ensayos alenté a los actores, y a mí mismo –siempre el proceso es de ida y vuelta–, a generar excesos, por la sencilla razón de que el tema era sumamente dinámico. Y hubo un exceso de ideas tan arrolladoramente barroco que si alguien nos hubiera visto en pleno período avanzado de ensayos habría tenido la certeza de que la puesta en escena ya estaba sumergida hasta la desintegración en un desbordamiento de eso que se llama «invención del director». Yo alentaba a todos a que pusieran de todo, bueno o malo. No censuraba nada, a nadie, ni a mí mismo. Decía: «¿Por qué no hacéis esto?», y surgían «gags», estupideces. No importaba. Lo hacíamos con la intención de obtener, de todo ello, una cantidad de material tan profusa que luego nos permitiera afinar gradualmente lo aprovechable. ¿Con qué criterio? Bueno: con el de ajustarlo en su relación con aquella intuición sin forma.
La intuición comienza a tener forma cuando se la confronta con toda esa masa de material; cuando emerge como el factor dominante a partir del cual ciertas nociones quedarán descartadas. El director continuamente está provocando al actor, estimulándolo, haciéndole preguntas, creando una atmósfera en la que pueda bucear, probar, investigar. Al hacerlo, vuelve del revés, tanto individualmente como con los demás, todo el entramado de la obra. En este proceso se hacen visibles ciertas formas que uno empieza a reconocer, y en la etapa final de los ensayos el trabajo del actor irrumpe en una zona oscura, que es la existencia subterránea de la obra, y la ilumina; y cuando esa zona subterránea de la obra es iluminada por el actor, el director queda en posición de ver la diferencia entre las ideas de aquel y la obra propiamente dicha.
En esta última etapa, el director elimina todo lo superfluo, todo eso que pertenece simplemente al actor y no a la conexión intuitiva que el actor ha establecido con la obra. El director, en virtud de su trabajo previo, como consecuencia de su papel, y también debido a la intuición, está en una mejor posición para decir qué es propio de la obra y qué pertenece a esa superestructura de desperdicios que cada uno trae consigo.
Las etapas finales del ensayo son muy importantes, porque es allí cuando se empuja y alienta al actor a que descarte todo lo que está de más, a que corrija, a que ajuste. Y hay que hacerlo sin miramientos, sin piedad incluso para con uno mismo, porque en toda invención del actor hay algo de uno mismo. Uno ha hecho sugerencias, ha inventado un montón de situaciones, muchas veces para ilustrar algo. Todo eso pasa, y lo que queda es una forma orgánica. Porque la forma no es un conjunto de ideas impuestas a una obra, sino la obra misma iluminada; la obra orgánica y unificada no es debido a que se haya descubierto una previa concepción unificada que se ha aplicado a la obra desde el comienzo; nada de eso.
Cuando hice Titus Andronicus, hubo muchos elogios que subrayaban que la puesta en escena era mejor que la obra. La gente decía que por fin una puesta en escena había logrado sacar algo de un material imposible, ridículo. Todo ello resultaba muy halagador, pero no era cierto, porque yo sabía perfectamente que nunca hubiera logrado una puesta en escena así con otra obra. Es en este aspecto en el que la gente suele confundirse con respecto a qué es exactamente el trabajo de director. Se piensa, de alguna manera, que dirigir es como trabajar de decorador de interiores, que cualquier ambiente pude embellecerse si se cuenta con dinero suficiente y con todo lo que haga falta. No es así. En Titus Andronicus todo el trabajo consistió en tomar las insinuaciones y las íntimas tendencias, las líneas internas de la obra, para exprimirlas, incluso aquellas apenas embrionarias, y hacerlas visibles... Pero cuando no hay nada con qué empieza, nada puede hacerse. Alguien podría traerme un «thriller» y decirme: «Hágalo como Titus Andronicus», y yo por supuesto no podría, porque lo que no está, lo que no existe de manera latente, no puede ser hallado.
Visión estereoscópica
Un director puede trabajar una obra como si fuera un film, y utilizar todos los elementos del teatro: actores, diseñadores, músicos, etc., como si fueran sus sirvientes, para transmitir al mundo lo que tiene que decir. En Francia y Alemania este tipo de enfoque cuenta con una amplia adhesión, y se le llama la «lectura» que el director hace de la obra. Yo he llegado a la conclusión de que es darle a la dirección un sentido muy triste y grosero; es más honorable, si lo que uno busca es el dominio absoluto de los propios medios de expresión, usar de sirviente a la pluma, o al pincel. La opción a esta alternativa, igualmente desafortunada, es que el director se convierta él mismo en el sirviente, transformándose en el coordinador de un grupo de actores, limitándose a dar sugerencias, voces de aliento o consideraciones críticas. Los directores de esta clase son por lo general buena gente pero, como todo liberal tolerante y bienpensante, su trabajo nunca podrá ir más allá de cierto punto.
Yo pienso que uno debe partir por el medio la palabra «dirigir». La mitad de dirigir es, por supuesto, ser un director, lo que significa hacerse cargo, tomar decisiones, decir «sí» o «no», tener la última palabra. La otra mitad de dirigir es mantener la dirección correcta. Aquí, el director se convierte en un guía, lleva el timón, tiene que haber estudiado las cartas de navegación y tiene que saber si lleva rumbo norte o rumbo sur. No cesa de buscar, pero nunca de manera azarosa. No busca por la búsqueda en sí misma, sino porque tiene un objetivo; aquel que busca oro puede formular cientos de preguntas, pero todas ellas lo conducen al oro; el médico que busca una vacuna podrá realizar diversos e interminables experimentos, pero siempre con el propósito de curar ese determinado mal y no otro. Si este sentido de la dirección, de la orientación, está allí, latente, cada uno podrá desempeñar su papel con toda la plenitud y creatividad de la que sea capaz. El director podrá atender a lo que le digan los demás, aceptará sus sugerencias, incluso aprenderá de ello, modificará y transformará radicalmente sus propias ideas, cambiará constantemente de rumbo, inesperadamente podrá desviarse por uno y otro camino y, sin embargo, las energías colectivas acumuladas seguirán sirviendo al mismo, único fin. Esto permite al director decir que «sí» o que «no», y los demás estarán dispuestos a obedecerle.
¿De dónde viene este «sentido de la dirección», y cómo de hecho difiere de una impuesta «concepción directorial»? La «concepción directorial» es la imagen que precede al primer día de trabajo, mientras que el «sentido de la dirección» se cristaliza en una imagen justo al final del proceso. El director requiere solamente de una única concepción que deberá hallar en la vida, no en el arte, y que provendrá de que se pregunte qué produce en el mundo el hecho teatral, por qué está en el mundo. Obviamente, la respuesta no podrá surgir de ninguna premisa intelectual; ya demasiado teatro ha sucumbido envuelto en la vorágine de la teoría. Quizás el director deba pasarse la vida entera buscando la respuesta, con su trabajo alimentando su vida, su vida alimentando su trabajo. Pero el hecho es que actuar es un acto, y que este acto tiene acción, y que el lugar de esta acción es la representación, que la representación está en el mundo, y que todo aquel que esté presente estará bajo la influencia de lo que es representado.
La pregunta no es tanto «¿de qué se trata?». Siempre será sobre algo, y esto es lo que aumenta la responsabilidad del director. Esto es lo que lo llevará a elegir cierto tipo de material y a descartar otro; y justamente no solo por lo que ese material es, sino por su potencial. Es ese sentido de lo potencial lo que lo guiará en su búsqueda del espacio, de los actores, de las formas de expresión; un potencial que está allí y que a la vez es desconocido, latente, solo factible de ser descubierto, redescubierto y profundizado a través del trabajo activo de todo el equipo. Dentro del equipo, cada uno posee apenas una sola herramienta: su propia subjetividad. Tanto el director como el actor, por mucho que se abran, no podrán salirse de su propia piel. Lo que sí podrán hacer, sin embargo, es reconocer que el trabajo teatral exige que el actor y el director encaren, al mismo tiempo, muy diversas direcciones.
Uno debe ser fiel a sí mismo, creer en lo que uno hace, pero sin dejar de tener la certeza de que la verdad está siempre en otra parte. Solo entonces uno podrá evaluar la posibilidad de estar, de ser, con uno mismo y más allá de uno mismo, y así verá que este movimiento de ir de adentro hacia afuera se acrecienta con el intercambio con los demás, y que es el fundamento de la visión estereoscópica de la existencia que puede brindar el teatro.
Hay una sola, única etapa
Hoy en día, el teatro sufre un gran malentendido. Es la tendencia a pensar que en todo proceso teatral hay dos etapas, al igual que en otros campos. Primera etapa: la producción, la factura. Segunda etapa: la venta. Durante siglos, a excepción de ciertas formas de teatro popular y de ciertas formas particulares del teatro tradicional, efectivamente este ha sido el proceso. El período de ensayos se dedica a preparar el objeto, y a su debido tiempo el objeto es puesto en venta. Del mismo modo que un alfarero moldea su vasija, el autor escribe su libro, el director filma su película y después la ofrece al mundo. Este malentendido no solo abarca el trabajo del dramaturgo, sino también el del diseñador y el del director. Aun cuando la mayoría de los actores entienden instintivamente que la preparación no es la construcción, sin embargo, e incluso en el mismo título del gran trabajo de Stanislavski La construcción del personaje, el malentendido persiste, en la implicación de que un personaje puede ser construido como una pared; que por fin un día se coloca el último ladrillo y el personaje queda así terminado, completo. Según mi entender, es exactamente al revés. Yo diría que el proceso consiste no en dos etapas, sino en dos fases. Primera: la preparación; segunda: el nacimiento. Lo cual es muy diferente.
Si nos atenemos a reflexionar según estas premisas, muchas cosas cambian. El trabajo de preparación puede durar apenas cinco minutos, como sucede en la improvisación; o varios años, como en otras formas teatrales. No es importante. La preparación implica un estudio riguroso y consciente de todo obstáculo, de la manera de evitarlo o superarlo. Hay que barrer el camino, lenta o rápidamente, de acuerdo con el estado en que se encuentre. Aquí, me gustaría reemplazar la imagen del alfarero por la de un cohete que parte a la luna: meses y meses se dedican a la enorme tarea de prepararlo para el despegue hasta que, por fin, un buen día... ¡POW! La preparación consiste en probar, verificar, ajustar, limpiar: el vuelo es algo de naturaleza completamente diferente. Del mismo modo, la preparación de un personaje es exactamente lo opuesto a construirlo; es demolerlo, quitar ladrillo a ladrillo todo lo que constituye la musculatura del actor, las ideas e inhibiciones que se interponen entre él y su papel, hasta que un día, como una poderosa ráfaga de aire fresco, el personaje invade todos sus poros.
Este proceso es de rigurosa aplicación en el deporte, donde a nadie se le ocurriría entrenarse para una carrera planificando a la vez la trayectoria de la misma; en mi opinión, el deporte brinda las imágenes más precisas, y las mejores metáforas, de una representación teatral. Por un lado, en una carrera o en un partido de fútbol no hay en absoluto libertad. Existe un reglamento, el juego está delimitado por líneas muy rigurosas, igual que en el teatro, donde cada participante-actor aprende su papel y lo sigue absolutamente al pie de la letra. Sin embargo, esta formulación tan estricta no le impide improvisar, llegado el caso. Cuando se inicia la carrera, el corredor apela a todos los recursos de los que dispone. Apenas empieza la representación, el actor ingresa en la estructura de la puesta en escena: él también se halla total y absolutamente involucrado; improvisa dentro de los límites preestablecidos y, al igual que el corredor, también está sujeto a lo impredecible. Así, todo es posible, todo está abierto, y para el espectador el ev...

Índice

  1. cubierta
  2. Dedicatoria
  3. Prefacio
  4. 1. Un sentido de la dirección
  5. 2. Gente en el camino.Un «flashback»
  6. 3. Provocaciones. Crueldad, locura y guerra
  7. 4. ¿Qué es un Shakespeare?
  8. 5. El mundo como un abrelatas
  9. 6. Llenando el espacio vacío
  10. 7. La guerra de los cuarenta años
  11. 8. Aleteos de vida
  12. 9. La entrada a otro mundo
  13. Créditos de las fotografías
  14. Créditos
  15. Alba Editorial