Mi prima Rachel
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Philip Ashley, el narrador de esta novela, es un joven huérfano que ha sido criado por su primo Ambrose, un terrateniente de Cornualles veinte años mayor que él, en una gran casa aislada, de rutinas amables e incontestadas, sin conflictos y sin mujeres. Cuando el primo debe viajar a Italia por razones de salud, conoce a una mujer, Rachel, una pariente lejana educada en Florencia, viuda de un conde que murió en un duelo y la dejó cubierta de deudas. Se casa con ella y poco después muere súbitamente. «Juré que todo lo que Ambrose hubiera pagado en dolor y sufrimiento se lo devolvería a la mujer que los había causado», se dice Philip al conocer la noticia. Pero apenas han pasado unas semanas y Rachel se presenta en Cornualles… y esa animosidad irracional que el joven sentía por ella se va convirtiendo poco a poco en una fascinación incontrolable que no disminuye a medida que las circunstancias de la muerte de su primo se revelan cada vez más sospechosas. Mi prima Rachel (1951) es una gran novela psicológica, llena de suspense, en la que Daphne du Maurier exploró, como en Rebeca, la influencia fantasmal en una casa de una figura ausente. Es también un sutil estudio de lo que un hombre cree que es una mujer y del accidentado viaje que dan los prejuicios cuando se enfrentan a una realidad inesperada.

Concha Cardeñoso Sáenz de Miera ha sido galardonada con el XIII Premio de Traducción Esther Benítez por la traducción de esta novela.

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Información

Año
2017
ISBN
9788490652909
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Daphne du Maurier
Mi prima Rachel






Traducción
Concha Cardeñoso Sáenz de Miera




rara avis
ALBA
Nota al texto
Mi prima Rachel se publicó por primera vez en 1951 en Londres (Victor Gollancz) y Nueva York (Doubleday).
Capítulo I
Antiguamente ahorcaban a la gente en Four Turnings.
Ahora ya no. Ahora los asesinos cumplen el castigo por su crimen en Bodmin, después de un juicio en Assizes. Es decir, si la ley los condena antes de que los mate su propia conciencia. Es mejor así, como una operación quirúrgica. Y entierran el cadáver como Dios manda, aunque en una tumba sin nombre. Cuando yo era pequeño no era así. Recuerdo que, siendo niño, vi a un hombre ahorcado en el cruce de los cuatro caminos. Le habían untado la cara y el cuerpo con pez para que se conservara. No lo bajaron de allí hasta cinco semanas después, y yo lo vi la cuarta.
Pendía de la horca entre el firmamento y la tierra o, como me dijo mi primo Ambrose, entre el Cielo y el Infierno. Al Cielo no llegaría nunca y el Infierno que conocía lo había perdido para siempre. Ambrose lo tocó con el bastón. Lo veo ahora como aquel día, moviéndose con el viento como una veleta en un pivote oxidado, triste pelele de lo que había sido un hombre. La lluvia le había podrido los pantalones, si no el cuerpo, que colgaban de sus hinchadas piernas hechos jirones, como papel mojado.
Era invierno y, para celebrarlo, algún gracioso le había puesto una ramita de acebo en la chaqueta. No sé por qué, pero, con siete años de edad, me pareció el colmo del ultraje, aunque no dije nada. Seguro que Ambrose me había llevado allí por algo, para ponerme a prueba tal vez, a ver si echaba a correr o me reía o lloraba. Era mi mentor, mi padre, mi hermano, mi consejero… En fin, era todo mi mundo y siempre estaba poniéndome a prueba. Dimos la vuelta al patíbulo, me acuerdo, y Ambrose seguía tocándolo y pinchándolo con el bastón; después se paró, encendió la pipa y me puso la mano en el hombro.
–Mira, Philip –dijo–, eso es lo que nos espera al final. A unos en el campo de batalla, a otros en la cama: a cada cual según su destino. No hay escapatoria. Nunca es pronto para aprender la lección. Pero así es como mueren los delincuentes. Es una advertencia para ti y para mí, para que llevemos una vida sobria. –A su lado, miré el balanceo del cadáver como si estuviéramos en la feria de Bodmin y el cadáver fuera la tía Sally, el muñeco del tiro al blanco de las casetas de la feria–. Fíjate en lo que puede deparar a un hombre un momento de pasión –dijo Ambrose–. Ahí tienes a Tom Jenkyn, honrado y tímido, menos cuando bebía más de la cuenta. Es cierto que su mujer siempre lo regañaba por todo, pero eso no es excusa para matarla. Si matáramos a las mujeres por la lengua que tienen todos los hombres seríamos asesinos.
Ojalá no me hubiera dicho el nombre del ahorcado. Hasta ese momento el cadáver era algo muerto, sin identidad. Lo vería en sueños, horrible, sin vida, lo supe perfectamente desde el momento en que posé la vista en el cadalso. Pero ahora tendría algo que ver con la realidad, con el hombre de ojos húmedos que vendía langostas en el muelle de la ciudad. Los meses de verano se ponía al lado de las escaleras con la nasa y dejaba las langostas en el suelo para que echaran fantásticas carreras que hacían reír a los niños. Lo había visto yo hacía poco tiempo.
–Bien –dijo, mirándome a la cara–, ¿qué te parece?
Me encogí de hombros y di un puntapié a la base del cadalso. No quería que Ambrose viera que me afectaba, que me llegaba al corazón y me atemorizaba. Me despreciaría. Ambrose, a sus veintisiete años, era dios de todo lo creado, principalmente de mi pequeño mundo, y lo único que deseaba yo en la vida era ser como él.
–Tom no tenía tan mala cara la última vez que lo vi –respondí–. Ahora está tan podrido que no serviría ni de cebo para sus langostas.
Ambrose se echó a reír y me tiró de la oreja.
–Así se habla –dijo–; eres un auténtico filósofo –y, en un instante de iluminación repentina, añadió–: Si tienes náuseas, vete a vomitar detrás de ese seto y yo no he visto nada.
Dio la espalda al cadalso y a los cuatro caminos y se alejó por la nueva avenida flanqueada de árboles que empezaba a plantar en aquella época, que atravesaba el bosque y serviría de segunda vía para ir a casa. Me alegré de que se fuera porque no llegué al seto a tiempo. Después me encontraba mejor, aunque me castañeteaban los dientes y tenía mucho frío. Tom Jenkyn volvió a perder identidad, a convertirse en una cosa sin vida, como un saco viejo. Incluso fue la diana de la piedra que le tiré. Con gran atrevimiento, me quedé mirando el cadáver oscilante, pero no pasó nada. La piedra golpeó la ropa sucia con un ruido seco y se asustó. Avergonzado de lo que había hecho, eché a correr por la nueva avenida tras los pasos de Ambrose.
Bien, eso pasó hace dieciocho años y, que yo recuerde, no volví a pensar mucho en ello... hasta hace unos días. Es curioso que, en momentos de crisis, nos vuelva la infancia a la cabeza como un látigo. No sé por qué no dejo de pensar en el pobre Tom, colgado allí, con las cadenas. Nunca oí contar su historia y son pocos los que la recordarían ahora. Mató a su mujer, o eso dijo Ambrose. Y nada más. Ella siempre lo regañaba, pero eso no era excusa para matarla. Es posible que, siendo aficionado a la bebida, la matara en plena borrachera. Pero ¿cómo? ¿Con qué arma? ¿Con un cuchillo o con sus propias manos? Tal vez aquella noche de invierno Tom fuera de la taberna al muelle haciendo eses, enfebrecido de amor, con la marea alta salpicando las escaleras y la luna llena reflejándose en el agua. ¿Quién sabe qué arranque de fantasía, qué sueños de conquista bullirían en su cabeza inquieta?
Tal vez llegara a tientas a su casa, detrás de la iglesia, hecho un desastre legañoso, apestando a langosta, y su mujer le echara una bronca por entrar en casa con los zapatos mojados, y le estropeara el sueño y por eso la mató. A lo mejor fue así. Si hay vida después de la muerte, como nos han enseñado, buscaré al pobre Tom y le preguntaré. Soñaremos juntos en el purgatorio. Pero él tenía sesenta años o más y yo tengo veinticinco. Soñaríamos cosas distintas. Así que, Tom, vuelve a las sombras y dame un poco de paz. Hace ya muchos años que quitaron el cadalso, y a ti con él. Te tiré una piedra por ignorancia. Perdóname.
La cuestión es que la vida hay que soportarla y vivirla. Lo complicado es cómo vivirla. El trabajo diario no presenta dificultades. Seré juez de paz, como Ambrose, y también me llamarán al Parlamento algún día. Seguirán honrándome y respetándome como a toda mi familia antes que a mí. Cultivar bien la tierra, cuidar a la gente. Nadie sabrá jamás la carga de culpabilidad que llevo sobre los hombros ni que todos los días, perseguido por la duda, me hago una pregunta para la que no tengo respuesta. ¿Rachel era inocente o culpable? Tal vez eso también lo averigüe en el purgatorio.
¡Qué suave y tierno suena su nombre cuando lo digo en voz baja! Remolonea en la lengua, lento e insidioso, casi como veneno, que sería lo más parecido. Pasa de la lengua a los labios resecos y de los labios vuelve al corazón. Y el corazón controla el cuerpo y también la cabeza. ¿Alguna vez me veré libre de él? ¿Dentro de cuarenta o cincuenta años? O ¿me quedará en el cerebro un rastro de materia descolorida y enferma? ¿Una célula minúscula de la sangre que no se haya precipitado con sus iguales a la fuen...

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  1. Nota al texto