Nota al texto
Después de aparecer por entregas en varios periódicos del Reino Unido a través de la agencia Tillotson’s Newspaper Literature Syndicate de septiembre de 1879 a enero de 1880, La hija de Jezabel se publicó en forma de libro ese último año (Chatto & Windus, Londres). Collins se basó en una obra de teatro suya, The Red Vial, que había fracasado cuando se estrenó en 1858.
A Alberto Caccia
Permítame decirle, en primer lugar, que esta nueva novela no es la prometida continuación de mi última obra de ficción, Las hojas caídas.
La primera parte de esta historia, por circunstancias relacionadas con las diversas formas de publicación que ha adoptado hasta la fecha, se ha dirigido a un público lector relativamente reducido en Inglaterra. Cuando el libro se publique definitivamente en su versión más económica, entonces y solo entonces llegará al gran público inglés. Será entonces cuando pueda completar el plan de escribir la segunda parte de Las hojas caídas.
¿Por qué?
Su conocimiento de la literatura inglesa –con el que estoy en deuda desde que hizo usted la primera traducción, inteligente y fiel, de mis novelas a la lengua italiana– le ha enseñado desde hace mucho tiempo que hay ciertos temas sociales, relevantes, que están prohibidos para el novelista inglés (tanto da el rigor y la delicadeza con que pueda tratarlos) por la estrechez de miras de una minoría de lectores y también por la crítica que alimenta sus prejuicios. Sabe usted igualmente, pues me ha hecho el honor de leer mis libros, que guardo demasiado respeto por mi arte para permitir que se le impongan límites caprichosos y desconocidos en cualquier otro país civilizado de la tierra. Cuando mi obra se concibe con un propósito puro, reclamo la misma libertad que se otorga al redactor de un periódico o al clérigo en su púlpito, pues sé, por experiencia previa, que el tiempo y el incremento de los lectores a buen seguro terminarán por hacerme justicia, si es que escribo yo lo bastante bien para merecerlo.
En esos círculos cargados de prejuicios a los que antes me he referido, uno de los personajes de Las hojas caídas ofendió ciertas sensibilidades, de un modo similar a como le ocurrió a Tartufo cuando sacó su pañuelo y le pidió a Dorina que se cubriera el pecho. No solo me niego a justificarme sino que, dadas las circunstancias, declaro que jamás he apelado con mayor sinceridad a los mejores y más nobles sentimientos de los lectores cristianos que en esa última novela, cuando les presenté al personaje de la víctima inocente de una infamia, rescatado y purificado de la contaminación de las calles. Recuerdo lo que en la desagradable estela del Tartufo se dijo, en este país, de Basil, de Armadale, de La nueva Magdalena, y bien sé que, en general, el público honrado ha hecho amplia justicia a estas novelas en todo el país. Por esta razón, esperaré a escribir la segunda parte de Las hojas caídas hasta que la primera haya encontrado el modo de llegar a la gente.
Volviendo un momento a la presente novela, encontrará usted en estas páginas (así lo espero) dos interesantes estudios del ser humano.
En el personaje llamado Jack Straw, tiene usted la muestra de un intelecto debilitado, presentado con ternura en su faceta más luminosa y feliz, y empleado como recurso para atenuar algunas de las escenas de intriga y terror más oscuras de esta narración. También en madame Fontaine me he propuesto indagar en la interesante cuestión de la moral que toma como fundamento el más poderoso de todos los instintos de una mujer, el instinto del amor materno, y busca la solución en la purificadora influencia de esta virtud para refrenar una naturaleza por lo demás degradada, falsa y cruel.
Los acontecimientos en los que se ven envueltos estos dos protagonistas principales se han combinado con el mayor cuidado y se han basado, en la medida en que me ha sido posible, en causas sencillas y naturales. Vista la desconfianza que manifiestan ciertos lectores cuando un novelista construye su ficción sobre los cimientos de un hecho, tal vez no esté de más señalar (antes de dar por concluidas estas líneas) que las escenas secundarias en la morgue de Fráncfort se han estudiado in situ. El reglamento y los planos de este singular edificio mortuorio han estado sobre mi mesa para ayudar a mi memoria mientras redactaba los pasajes finales del relato.
Con esto dejo La hija de Jezabel en manos de mi buen amigo y hermano en el arte literario, que presentará esta última también a los lectores italianos.
W. C.
Gloucester Place, Londres, 9 de febrero de 1880
Primera parte. El señor David Glenney consulta su memoria y da comienzo al relato
Capítulo I
En el caso de la hija de Jezabel, mis recuerdos comienzan con la muerte de dos caballeros extranjeros, en dos países distintos, el mismo día del mismo año.
Ambos eran hombres de cierta notoriedad a su manera, y ambos desconocidos el uno para el otro.
El señor Ephraim Wagner, comerciante (natural de Fráncfort del Meno), murió en Londres, el tercer día de septiembre de 1828.
El doctor Fontaine, famoso en su tiempo por sus hallazgos en el campo de la Química experimental, murió en Wurzburgo, el tercer día de septiembre de 1828.
Tanto el comerciante como el doctor dejaron viuda. La viuda del comerciante (inglesa) no tenía hijos. La viuda del doctor (perteneciente a una familia del sur de Alemania) tenía una hija para consolarse.
En ese tiempo lejano –escribo estas líneas en el año de 1878, cuando ha transcurrido medio siglo–, yo era un muchacho, empleado en la oficina del señor Wagner. Por ser sobrino de su mujer, me acogió amabilísimamente casi como a uno más de la familia. Lo que me dispongo a relatar, lo vi con mis propios ojos y oí con mis propios oídos. En esto se apoyará mi memoria. Como otros ancianos, recuerdo acontecimientos que ocurrieron en los comienzos de mi carrera con mucha mayor claridad que sucesos acaecidos hace apenas dos o tres años.
Hacía meses que el pobre señor Wagner no andaba bien de salud, pero los médicos no temían una muerte inmediata. Él les demostró que se equivocaban y se tomó la libertad de fallecer en un momento en el que todos aseguraban que había razonables esperanzas para confiar en su recuperación. Cuando esta tragedia cayó sobre su mujer, yo me encontraba fuera de Londres, en un viaje de trabajo a nuestra sucursal en Fráncfort del Meno, dirigida por los socios del señor Wagner. El día de mi regreso resultó ser el siguiente al funeral. También era la fecha elegida para la lectura del testamento. El señor Wagner, debo añadir, había adoptado la nacionalidad británica, y un abogado inglés se encargó de redactar su testamento.
Las cláusulas cuarta, quinta y sexta de dicho documento son las únicas que aquí necesitamos señalar.
En la cláusula cuarta dejaba a su viuda la totalidad de sus bienes, en tierras y en dinero. En la quinta cláusula ofrecía una nueva prueba de su incuestionable confianza en ella: la nombraba única ejecutora de su voluntad.
La sexta y última cláusula comenzaba con estas pal...