Cuentos del Lejano Oeste
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Cuentos del Lejano Oeste

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En uno de los primeros cuentos que reunimos en esta selección, un fraile de Salamanca es tentado por el Diablo en una montaña de California allá por 1770 y ve con pesar cómo su misión evangelizadora será pronto reemplazada por «hordas de ismaelitas» con «los ojos azules y los claros cabellos de la raza sajona», que avanzan «empujándose, alborotando, jadeando y fanfarroneando». Son los primeros buscadores de oro. En el cuento siguiente, situado en 1850, en un campamento de esos hombres rudos y familiarizados con la desesperación, la única mujer que vive entre ellos da a luz a un niño y muere; alimentándolo con leche de burra, y con un cariño y un afecto inesperados, logran esos mismos hombres sacarlo adelante. Bret Harte ha sido llamado con razón «el Dickens de los pioneros»: ilustrando con humor y sentimiento el coraje y la virtud de los primeros colonos, dio a conocer el salvaje Oeste a los «afectados» lectores de la Costa Este, para quienes California era pura leyenda, e implantó una serie de arquetipos perdurables de lo que entonces aún era una tierra prometida, aunque ya sacudida por la violencia y el racismo. Estos dieciséis Cuentos del Lejano Oeste son un homenaje a los aventureros, a los tahúres, a los bandidos, a las prostitutas, a las maestras… sujetos de una vida tan digna como excepcional.

«El señor Harte es capaz de lo mejor.» Charles Dickens

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Información

Año
2017
ISBN
9788490653593
Categoría
Littérature
Categoría
Classiques
Bret Harte
Cuentos del
Lejano Oeste






Traducción
Concha Cardeñoso Sáenz de Miera

«De cómo Santa Claus visitó Simpsons Bar»
traducido por Miguel Temprano García




ALBA
Nota al texto
En este volumen se reúnen algunas de las narraciones más características de Bret Harte, especialmente las ambientadas en California, el «lejano y salvaje Oeste», que en la época en que se publicaron era prácticamente un mito para los «afectados» lectores de la Costa Este de Estados Unidos. Empezando por su primer cuento publicado y terminando por uno de los últimos, hemos querido incluir también, como apéndice, «Los argonautas del 49», una crónica personal, publicada en 1882, de la vida de aquellos pioneros de los que él mismo formó parte. Los textos se han traducido a partir de la edición de Works de su autor (Houghton Mifflin, Boston y Nueva York, c. 1897-1906).
La procedencia original de los textos es la siguiente:
«Mi metamorfosis» (My Metamorphosis): The Golden Era, abril de 1860.
«M’liss» (M’liss): The Golden Era, septiembre de 1863. Una versión más corta de este cuento se había publicado en la misma revista en diciembre de 1860 con el título de The Work on Red Mountain.
«La leyenda del Monte del Diablo» (The Legend of Monte del Diablo): The Atlantic Monthly, octubre de 1863.
«La suerte de Roaring Camp» (The Luck of Roaring Camp): Overland Monthly, agosto de 1868.
«Los desterrados de Poker Flat» (The Outcasts of Poker Flat): Overland Monthly, enero de 1869.
«El socio de Tennessee» (Tennessee’s Partner): Overland Monthly, octubre de 1869.
«El idilio de Red Gulch» (The Idyl of Red Gulch): Overland Monthly, diciembre de 1869.
«Brown de Calaveras» (Brown of Calaveras): Overland Monthly, marzo de 1870.
«El hijo pródigo del señor Thompson» (Mr. Thompson’s Prodigal): Overland Monthly, julio de 1870.
«La Ilíada de Sandy Bar» (The Iliad of Sandy Bar): Overland Monthly, noviembre de 1870.
«De cómo Santa Claus visitó Simpson’s Bar» (How Santa Claus Came to Simpson’s Bar): Atlantic Monthly, marzo de 1872.
«Wan Lee, el pagano» (Wan Lee the Pagan): Wan Lee, the Pagan and Other Stories, George Routledge and Sons, Londres, 1874.
«Una ingénue de las Sierras» (An Ingénue of the Sierras): The Idler, mayo de 1893.
«Una alumna de Chestnut Ridge» (A Pupil of Chesnut Ridge): Trent’s Trust and Other Stories, Houghton Mifflin Co., Boston y Nueva York, 1896.
«Tres vagabundos de Trinidad» (Three Vagabonds of Trinidad): Under the Redwoods, Houghton Mifflin Co., Boston y Nueva York, 1900.
«Los argonautas del 49» (The Argonauts of ’49): Introducción General del segundo volumen de The Works of Bret Harte, Chatto & Windus, Londres, 1882.
Mi metamorfosis
(1860)
Después de cuatro años de internado y experiencia educativa dejé la academia del reverendo Blatherskite con una confianza profunda en los libros y un desprecio supremo del mundo, en cuya cosmogonía incluía yo toda clase de instituciones prácticas. Provisto de una gran imaginación poética, una memoria saturada de novelas y cuentos y un temperamento sensible, repleto de aristas afiladas todavía sin limar por el contacto con la sociedad, resbalé llanamente en la siguiente aventura.
El gran principio viajero característico de esta clase de temperamento me llevó a recorrer mundo. El amor por lo bello me convirtió en artista. Un pequeño patrimonio satisfacía todas mis necesidades, y así, un buen día, me encontré perdiendo el tiempo, lápiz y cuaderno de dibujo en mano, en uno de los condados interiores más amenos de Inglaterra.
No lejos del pueblo en el que me alojaba, una finca grande y noble se extendía por el campo. Todo lo que el refinamiento de una familia importante e incalculablemente rica había reunido a lo largo de generaciones se encontraba en aquel parque ancestral. El espíritu liberal que lo distinguía abrió sus puertas al desconocido curioso y aquí fue donde dibujé muchos bocetos de árboles y bosque, un estudio, un conjunto sugerente de luz y sombra que se puede ver en dos trabajos incluidos en el catálogo de la Academia de Dibujo con los números 190006 y 190007 respectivamente, y que el Art Journal calificó favorablemente de «el esfuerzo prerrafaelista más logrado del virtuoso Van Daub».
Una tarde de julio (el aire caliente ascendía en ondas visibles, palpables incluso), después de un paseo tranquilo por el parque, llegué al borde de un lago silvestre. Un semicírculo de hierba rodeado de robles y hayas descendía unos cuantos metros hasta la orilla del agua, que estaba adornada con estatuas. Allí vi a Diana con sus perros de caza, a Acteón1, a Pan con su flauta, a algunos sátiros, faunos, náyades, dríadas e innumerables deidades de los dos elementos. Era un rincón rural, extraño y fascinante. Me tumbé suntuosamente en el césped, allí mismo.
Se me había olvidado hablar de una cosa que me gustaba mucho. Era un apasionado de la natación. El aire asfixiaba y la superficie del lago parecía fresca y tentadora; nada podía evitar que diera rienda suelta a mi predilección, salvo el temor a que alguien me sorprendiera. Como sabía que la familia no se encontraba en la mansión, que pasaban pocos desconocidos por allí y que era un poco tarde, me decidí. Me quité la ropa en el lindero de los árboles y me zambullí audazmente. ¡Con qué placer absorbían el puro elemento los poros sedientos! Buceé. Me revolqué como un delfín. Fui a nado hasta la otra orilla, donde la hierba, y, entre los juncos susurrantes, me quedé flotando boca arriba, mirando las estatuas y pensando en las pintorescas leyendas que las envolvían. Los pensamientos se refocilaban con entusiasmo en los placeres sensuales de la vida. «¡Felices –dije yo– los tiempos en que las náyades gozaban de estas aguas! ¡Bienaventuradas las inocentes y pacíficas dríadas que habitaban los troncos de aquellos robles! ¡Hermoso el sentimiento y exquisito el gusto que supo encarnar en seres vivos los armoniosos elementos de Natura!» ¡Ay, ojalá me hubiera contentado con pensar estas ridiculeces! Pero hete aquí que de pronto se me ocurrió una solemne tontería. En unas cuantas brazadas llegué a la orilla, corté unas ramas de aliso, las trencé, las rellené con juncos y con ellas me cubrí los lomos. Con otras pocas tejí una corona que me ceñí al estúpido cráneo. Plenamente satisfecho, fui a mirarme en el espejo del agua. Podía ser el mismísimo Acteón o una grácil dríada de género masculino. En cualquier caso, la ilusión era perfecta.
Seguía mirándome cuando me sobresalté al oír voces. Imaginen mi desaliento al volverme y ver a un nutrido grupo de damas y caballeros elegantes repartidos por la pradera. Inmediatamente pensé que la familia había regresado con algunos amigos. ¿Qué podía hacer? Había dejado la ropa en la otra orilla. El espacio abierto que mediaba entre el lugar en el que estaba y el bosque hacía imposible huir en aquella dirección sin ser visto. Además, unas cuantas parejas se aproximaban por el camino que llevaba directamente hasta mí. Angustiado, miré a todas partes. A poca distancia se alzaba un pedestal con forma de pirámide cuya estatua había derribado y echado al agua el tiempo, el gran iconoclasta. Entonces me vino a la cabeza una idea brillante. Me encontraba en este brete horrible porque me había dado el capricho absurdo de disfrazarme, así que decidí aprovecharlo para salvarme. El pedestal medía unos dos metros y medio. No tardé nada en encaramarme a lo alto y adoptar una postura. Con el corazón desbocado pero el cuerpo completamente rígido, esperé a que llegaran. Ojalá no tardaran mucho. Rogué por que así fuera.
Para mejorar el efecto, cerré los ojos. Los pasos se acercaban. Oí voces y recrujir de sedas.
Todo un coro femenino: «¡Precioso!».
En voz baja: «¡Qué natural! ¡Es perfecto!».
Una voz opaca y ronca, probablemente del pater familias: «Sí, no cabe duda. La postura es sencilla y grácil. El contorno es excelente, no moderno, diría, pero muy bien conservado».
Una con falsete que arrastraba los sonidos: «Siií, bastante bueno. Una copia muy aceptable; he visto muchas como esta en Roma. Allí proliferan por todas partes; pero no me parece muy bien hecha; las piernas son feas, ¡muy feas!».
Esto era demasiado. Yo era un gran caminante y presumía de pantorrillas muy bien desarrolladas. Podía soportar las críticas femeninas, pero tener que callarme ante comentarios tan faltos de delicadeza de alguien que debía de ser un dandy de piernas como palillos me puso furioso. Me tragué la bilis de la cólera y apreté los dientes, pero sin mover un solo músculo externo.
–Bueno –dijo una voz que me emocionó–, no tengo intención de quedarme aquí toda la noche, rodeada de solo Dios sabe cuántos espíritus de los bosques. Este sitio me resulta extraño y sombrío. Casi me parece que ese caballero de ahí arriba está a punto de descender del pedestal para llevarnos a su casa, dentro de un tronco hueco.
Me atreví a abrir los ojos, aunque oía perfectamente todas y cada una de las sílabas que burbujeaban en esa voz musical y me mandaban la sangre poco a poco de vuelta al corazón. Pero el aire de la tarde ya era húmedo y frío y, debido a la falta de costumbre de estar desnudo, las piernas y los brazos se me habían entumecido y los tenía como dormidos. Empezaba a temer que jamás rec...

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  1. Nota al texto