Nota al texto
Bajo la verde fronda se publicó por primera vez, en dos volúmenes, en 1872 (Tinsley Brothers, Londres). El autor la revisó tanto en la edición completa de sus novelas de Wessex (Osgood, McIlvaine & Co., Londres, 1895-1896) como en la llamada edición Wessex (Macmillan, Londres, 1912-1913), que reunía sus novelas y su poesía. La presente traducción incorpora los cambios introducidos en esas últimas ediciones, muchos de ellos referidos a la topografía de Wessex.
Prefacio
Esta historia del coro de Mellstock y su larga historia de músicos de iglesia, como algunas descripciones de tradiciones similares que aparecen en Dos en una torre y Un batiburrillo de personajes, entre otros de mis escritos, pretende ser una estampa veraz y de primera mano de gentes, usos y costumbres que eran comunes en tales orquestas de pueblo hace cincuenta o sesenta años.
Uno se inclina a lamentar la sustitución de estos conjuntos musicales de iglesia por un único organista (normalmente un organillero) o intérprete de armonio, pues aun siendo indudables los beneficios que, en cuanto a control y ejecución, garantiza la presencia de un solo artista, el cambio ha tendido a echar por tierra los supuestos propósitos del clero y ha tenido como consecuencia directa la merma y la extinción del interés de los feligreses por las actividades eclesiásticas. Bajo el esquema antiguo, entre seis y diez instrumentistas adultos, además de muchos cantantes de distintas edades, se encargaban oficialmente de la rutina dominical y daban lo mejor de sí mismos para ofrecer una actuación artística acorde con los variopintos gustos musicales de la congregación. Con la interpretación musical limitada, como suele ser hoy el caso, a la mujer o la hija del párroco y los colegiales, o a la maestra y los chiquillos, se ha perdido una importante comunidad de intereses.
El entusiasmo de estos instrumentistas olvidados debía de ser muy intenso y persistente, porque se daban la caminata hasta la iglesia, a veces muy alejada de su casa, todos los domingos después de una agotadora semana de trabajo. La recompensa que normalmente recibían por su interpretación era tan pequeña que su esfuerzo en realidad puede considerarse un acto de amor. En la parroquia que tenía yo en mente mientras escribía este relato, la gratificación anual que recibían los músicos por Navidad era más o menos la siguiente: de la casa señorial diez chelines y una cena; del sacerdote diez chelines; de los ganaderos cinco chelines; de cada casa un chelín, lo que ascendía a un total de no más de diez chelines al año por cabeza: lo justo, como me dijo un antiguo ejecutante, para pagar las cuerdas de los violines, las reparaciones, la colofonia y las partituras (que casi siempre hacían ellos mismos). En aquellos tiempos, la música se copiaba a mano en papel pautado por las noches, después de trabajar, y los libros de música eran de encuadernación casera.
Era costumbre incluir unas gigas, reels, danzas marineras y baladas en el mismo libro, empezando por la última página, hasta que lo sagrado y lo profano se encontraba en el centro, a veces con efectos singulares cuando el texto de algunas canciones hacía gala de ese humor tan agudo que encantaba a nuestros abuelos, y posiblemente también a nuestras abuelas, y que hoy se tiene por indecoroso.
Las citadas cuerdas de violín, como la colofonia y el papel pautado, se las suministraba un buhonero que vendía exclusivamente estos artículos de parroquia en parroquia y pasaba por cada pueblo cada seis meses. Circulan historias del disgusto que se llevaron los violinistas de la iglesia en una ocasión, cuando iban a estrenar un nuevo himno por Navidad y el buhonero no llegó a tiempo, por la nevada que había caído en los montes, y del apuro en que se vieron para improvisar las cuerdas con tralla y bramante. El buhonero era generalmente un músico, a veces un modesto compositor, que traía sus propias melodías y animaba a los coros a adoptarlas por un precio módico. Algunas de las composiciones que ahora tengo delante, con sus repeticiones de líneas, medias líneas y medias palabras, sus fugas y sus pasajes instrumentales, siguen siendo buenas canciones, aunque hoy difícilmente se tolerarían en los libros de himnos más populares en las iglesias de la buena sociedad.
Agosto, 1896
Bajo la verde fronda se publicó por primera vez en el verano de 1872, en dos volúmenes independientes. Originalmente iba a titularse El coro de Mellstock, un nombre mucho más apropiado que se ha añadido como subtítulo desde las primeras ediciones, por considerarse desaconsejable cambiar el título con el que el libro se dio a conocer.
Al releer la narración después de tanto tiempo, se me ocurre la inevitable reflexión de que la realidad con que se hiló esta historia era un buen material para un estudio de este pequeño grupo de músicos de parroquia distinto del que, tan a la ligera, incluso de una manera absurda y frívola a veces, se presenta en los capítulos siguientes. Sin embargo, en el momento de su composición, las circunstancias desaconsejaban un tratamiento más profundo, esencial o trascendental, y así la presentación del coro de Mellstock que se ofrece en estas páginas tendrá que seguir siendo la única que haya hecho, al margen del puñado de escenas de esta desaparecida orquesta que he ofrecido en algunos poemas.
T. H., abril, 1912
Primera parte. Invierno
Capítulo I. Mellstock-Lane
Para quienes viven en el bosque, casi todos los árboles tienen una voz propia además de unos rasgos propios. Los abetos sollozan y gimen al paso de la brisa con la misma claridad con que se mecen; el acebo silba en combate consigo mismo; el fresno acompaña sus temblores de un siseo; el haya susurra al compás del vaivén de sus recias ramas. Y el invierno, que modifica las notas de estos árboles al despojarlos de sus hojas, no destruye su individualidad.
Una Nochebuena fría y estrellada, de la que aún se guarda memoria viva, subía un hombre por un sendero hacia Mellstock Cross, en la oscuridad de una foresta que así murmuraba singularmente a su entendimiento. Las únicas manifestaciones de su personalidad eran la rápida y ligera sucesión de sus zancadas briosas y la alegría con que su voz entonaba una cadencia rural:
Con la rosa y el lirio
y el narciso,
van a esquilar los mozos y las mozas.
El solitario sendero que estaba recorriendo comunicaba una de las aldeas de la parroquia de Mellstock con Upper Mellstock y Lewgate, y a sus ojos, tranquilamente vueltos a las alturas, los tallos negros y plateados de los abedules, con sus característicos péndulos, las ramas gris pálido del haya y la corteza oscura y estriada del olmo se veían en ese momento como contornos negros y planos delineados sobre un cielo en el que el vehemente parpadeo de las estrellas parecía el aleteo de unas alas. En el interior de aquella senda n...