De su secuestro y su naufragio; de sus penurias en una isla desierta; de su viaje por las agrestes Tierras Altas de Escocia; de cómo conoció a Alan Breck Stewart y otros famosos jacobitas escoceses; y de lo que sufrió a manos de su tío Ebenezer Balfour de Shaws, falsamente así llamado. Escritas de su puño y letra y ahora presentadas por
Nota al texto
Secuestrado, o el chico del botón de plata (Kidnapped: or, The Lad with the Silver Button) se publicó por entregas en la revista Young Folks Paper del 1 de mayo al 31 de julio de 1866. A mediados de julio de ese mismo año apareció en un volumen titulado Secuestrado: memorias de las aventuras de David Balfour en el año 1751 (Kidnapped: Being Memoirs of the Adventures of David Balfour in the Year 1751) en Londres (Cassell & Co.) y unos meses más tarde en Nueva York (Scribner’s). Stevenson revisó la novela en 1892, cuando Cassell’s & Co. la publicó de nuevo, junto con su secuela Catriona, en un volumen titulado en conjunto Las aventuras de David Balfour (The Adventures of David Balfour). Esta última edición es la que se considera más próxima a la voluntad final del autor y sobre ella se basa la presente traducción.
Dedicatoria
Mi querido Charles Baxter:
Si llegas a leer este relato, es probable que te hagas más preguntas de las que yo quisiera responder. Por ejemplo, cómo ocurrió ese asesinato en Appin en el año de 1751, cómo es que las Torran Rocks se han acercado tanto a las costas de Earraid o por qué las transcripciones judiciales nada dicen de cuanto atañe a David Balfour. Son estos huesos duros de roer para mí. Ahora bien, si me pones a prueba sobre la culpabilidad o la inocencia de Alan, creo que podría defender la lectura del texto. Hasta el día de hoy encontrarás que, en Appin, la tradición está claramente a favor de Alan. Si indagas, puede que incluso te digan que los descendientes del «otro hombre», el que disparó, siguen viviendo en la comarca hasta la fecha. Pero el nombre de ese otro hombre no llegarás a oírlo por más que preguntes, y es que las gentes de las Tierras Altas aprecian un secreto por su valor intrínseco tanto como por el grato ejercicio de guardarlo. Podría extenderme largo y tendido para justificar tal punto y reconocer que tal otro es indefendible, pero es más honrado confesar desde el principio lo poco que me mueve el afán de precisión. Esto no es una pieza para la biblioteca del erudito sino un libro para el aula de la escuela nocturna, un día de invierno, cuando las tareas han terminado y se acerca la hora de acostarse. Y el honrado Alan, que fue en su día un monstruo temible, no tiene en su nuevo avatar propósito más urgente que el de robar la atención de algún joven caballero, apartarlo de su Ovidio y transportarlo un rato a las Tierras Altas y al siglo pasado, antes de dejarlo en la cama con unas cuantas imágenes interesantes para que se mezclen con sus sueños.
En cuanto a ti, mi querido Charles, ni siquiera espero que te guste esta narración. Aunque puede que a tu hijo llegue a gustarle, cuando crezca; tal vez le agrade ver el nombre de su padre en la dedicatoria. Entretanto, para mí es una satisfacción ponerlo ahí, como recuerdo de tantos días felices y de algunos (hoy quizá igual de gratos de recordar) tristes. Si a mí me resulta extraño observar desde la distancia tanto espacial como temporal estas pasadas aventuras de nuestra juventud, más extraño debe de ser para ti que hoy recorres las mismas calles –que mañana mismo podrías abrir la puerta de la Speculative, donde empezamos a codearnos con Scott, Robert Emmet y ese querido granuja de Macbean–, o pasar por la esquina de la calle donde los miembros de la admirable L. J. R. se reunían a beber cerveza en los mismos asientos que Burns y sus compañeros. Parece que te estuviera viendo pasear por allí, a plena luz del día, contemplando con tu mirada clara esos lugares que ahora se han convertido para tu compañero en parte del escenario de los sueños. ¡Cómo debe de resonar el pasado en tu memoria, en los intervalos de tus ocupaciones actuales! Que no resuene demasiadas veces sin que tengas un pensamiento cariñoso para tu amigo
R. L. S., Skerryvore, Bournemouth
Capítulo I
Emprendo mi viaje a la casa de Shaws
Comenzaré el relato de mis aventuras a primera hora de cierta mañana, en el mes de junio del año de gracia de 1751, cuando saqué por última vez la llave de la puerta de la casa de mi padre. El sol empezaba a iluminar las cimas de los montes cuando me puse en camino y, al llegar a la casa parroquial, los mirlos silbaban entre los lilos del jardín y la niebla que envolvía el valle al amanecer comenzaba a levantarse y disiparse.
El señor Campbell, el párroco de Essendean, me esperaba en la puerta del jardín. ¡Qué buena persona era! Me preguntó si había desayunado y, asegurándose de que no me faltaba nada, me cogió la mano entre las suyas y se la puso cariñosamente debajo del brazo.
–Bueno, Davie, muchacho –dijo–, te acompañaré hasta el vado, para indicarte el camino.
Y echamos a andar en silencio.
–¿Te da pena irte de Essendean? –me preguntó al cabo de un rato.
–Verá usted, señor –dije–, si supiera a dónde voy o lo que va a ser de mí, podría contestarle con franqueza. Essendean es un buen sitio, desde luego, y he sido muy feliz aquí, pero tampoco conozco otra cosa. Mi padre y mi madre han muerto, así que no estaré más cerca de ellos en Essendean que en el reino de Hungría. Y, sinceramente, si supiera que allí donde voy tendré una oportunidad de prosperar, iría con mucho gusto.
–¿Sí? –dijo el señor Campbell–. Muy bien, Davie. En ese caso me corresponde decirte tu suerte, en la medida en que me es posible. Cuando tu madre nos dejó, y tu padre, hombre digno y cristiano, enfermó hasta perder la vida, depositó en mis manos cierta carta, que según me explicó era tu herencia. Y me dijo: «En cuanto muera yo y se hayan vaciado la casa y vendido todos los bártulos (y eso ya se ha hecho, Davie), dele usted a mi chico esta carta en mano y mándelo a la casa de Shaws, que no está lejos de Cramond. De allí vine yo y allí es a donde le corresponde regresar a mi hijo. Es un chico listo y cabal, y estoy seguro de que se las arreglará bien y será querido allá donde vaya».
–¡A la casa de Shaws! –exclamé–. ¿Qué relación tenía mi padre con la casa de Shaws?
–Bueno –dijo el señor Campbell–, ¿quién lo sabe con certeza? Pero el apellido de esa familia, Davie, es el mismo que llevas tú: son los Balfour de Shaws: una casa respetable, honrada y antigua, aunque por azar venida a menos en los últimos tiempos. Tu padre también era un hombre instruido, como correspondía a su posición; nadie dirigía una escuela mejor que él, y no tenía los modales ni la forma de hablar de un maestrillo cualquiera. A mí, seguro que lo recuerdas, me gustaba traerlo a la casa parroquial para que se reuniera con la gente distinguida; y a todos los miembros de mi familia, a los Campbell de Kilrennet, los Campbell de Dunswire, los Campbell de Minch y otros, todos ellos caballeros muy conocidos, les agradaba mucho su compañía.
En fin, para que conozcas todos los detalles del caso, aquí tienes la propia carta testamentaria, escrita de puño y letra de nuestro difunto hermano.
Me dio la carta, que iba dirigida con estas palabras: «Para entregar en mano al distinguido caballero Ebenezer Balfour de Shaws, en su casa de Shaws, por mi hijo David Balfour». Me dio un vuelco el corazón ante la perspectiva que se abría de pronto para un muchacho de diecisiete años, hijo de un modesto maestro rural del bosque de Ettrick.
–Señor Campbell –dije, balbuceando–. ¿Iría usted si estuviera en mi lugar?
–Con toda seguridad –contestó el sacerdote– y sin tardanza. Un chico fuerte como tú debería llegar a Cramond, que queda cerca de Edimburgo, en dos días de caminata. En el peor de los casos, si tus nobles parientes (pues no puedo sino suponer que algo tienen de tu sangre) te cerraran la puerta, no tienes más que echar a andar otros dos días y llamar a la puerta de la casa parroquial. Pero confío en que serás bien recibido, tal como preveía tu pobre padre, y, por lo que te conozco, sé que con el tiempo llegarás a ser un gran hombre. Y ahora, Davie, muchachito, mi conciencia me dicta...