Viajeros
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De Jonathan Swift a Alan Hollinghurst

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De Jonathan Swift a Alan Hollinghurst

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«Es muy probable que la literatura nazca, en gran medida, del viaje, del relato que el nómada compartía alrededor del fuego. El relato del viajero está seguramente en el origen de la ficción narrativa», dice Marta Salís en la presentación de esta antología. Fuente tan antigua como inagotable de epopeyas, novelas, poemas y cuentos, la experiencia del viaje ?aventurarse y conocer? es la materia de los sesenta y cinco relatos aquí reunidos, que cubren un arco temporal de casi tres siglos de la tradición occidental. Sea cual sea el medio de locomoción –en burro, en barco, en tren, en globo, en nave espacial?, o su motivo y propósito –exploración, conquista, placer, trabajo, necesidad, liberación?, rara vez el viaje abandona su dimensión simbólica: desde antiguo se presenta como una alegoría de la vida humana y ha sido por tanto, un pretexto, una especie de escenario móvil, para plantear dilemas de identidad, tribulaciones psíquicas, conflictos sociales, valores culturales en entredicho, visiones políticas…

De Jonathan Swift a Alan Hollinghurst, Viajeros ofrece una rica variedad de tratamientos y puntos de vista, de la mano de autores como Voltaire, Nathaniel Hawthorne, Jules Verne, Guy de Maupassant, Antón P. Chéjov, Edith Wharton, Ramón María del Valle-Inclán, Katherine Mansfield, Isaak E. Bábel, Johannes V. Jensen, Cesare Pavese, Jane y Paul Bowles, Flannery O'Connor, Langston Hughes, Juan Rulfo, Margaret Drabble y Clarice Lispector, entre muchos otros.

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Información

Año
2020
ISBN
9788490656983
Categoría
Viajes
Bola de Sebo
Guy de Maupassant
(1880)
Traducción
Marta Salís
Guy de Maupassant (1850-1893) nació en 1850 en el castillo de Miromesnil, en el seno de una ennoblecida familia normanda. De la mano de Gustave Flaubert, amigo de su madre, conoció en París a la sociedad literaria del momento. Su carrera literaria despegó con Bola de Sebo (1880), nouvelle ambientada en la guerra franco-prusiana, que le permitiría abandonar su empleo en un ministerio para dedicarse a escribir. Sus cuentos –recogidos, entre otros volúmenes, en La casa Tellier (1881), Mademoiselle Fifi (1882), Cuentos de la becada (1883), Las hermanas Rondoli (1884) y El Horla (1887)– lo acreditaron como uno de los maestros del género; y, cuando en 1883 salió a la luz su primera novela, Una vida, ya era un escritor famoso. A esta novela siguieron otras de la talla de Buen amigo (Bel-Ami) (1885), Mont-Oriol (1887), Pierre y Jean (1888), Fuerte como la muerte (1889) y Nuestro corazón (1890). Murió en París, víctima de una enfermedad hereditaria que lo llevó a la locura.
«Bola de Sebo» (Boule de Suif) se publicó el 16 de abril de 1880 en Las veladas de Médan, volumen que reuniría seis relatos de Émile Zola, Joris-Karl Huysmans, Henry Céard, Léon Hennique, Paul Alexis y Guy de Maupassant, y que sería la piedra fundacional del movimiento naturalista. Gustave Flaubert, al leer las galeradas, escribió a una de sus sobrinas: «El cuento de mi discípulo es una obra maestra, insisto en la palabra: una obra maestra de composición, de comicidad y de observación». Este juicio aún no ha sido invalidado, y puede decirse que es uno de los cuentos más leídos de la historia de la literatura. Ernest Haycox lo convirtió en 1837 en una novela del Oeste, Stage to Lordsburg, que sirvió de base para el guión de Dudley Nichols de La diligencia (1939), la célebre película de John Ford. Como relato de un viaje, su propósito es la huida (de una ciudad invadida en tiempos de guerra), pero este deja pronto de ser su eje narrativo. Aquí lo importante son las incidencias del trayecto y la relación que se establece entre los pasajeros, una representación completa de la sociedad estamental: la nobleza, la burguesía, el «tercer estado», el clero y, aunque sea en la figura de un invasor extranjero, también el ejército. Los encuentros casuales que se dan en los viajes pueden ser una dramática revelación de cómo funciona una sociedad.
Bola de Sebo
Durante varios días seguidos retazos del ejército derrotado24 habían cruzado la ciudad. No eran tropas, sino hordas a la desbandada. Los hombres tenían la barba crecida y sucia, los uniformes harapientos, y avanzaban con paso cansino, sin bandera, sin regimiento. Todos parecían confundidos, exhaustos, incapaces de pensar o de tomar una decisión; andaban únicamente por costumbre, y se desplomaban agotados en cuanto se detenían. Se veían sobre todo hombres pacíficos que habían sido movilizados25, apacibles rentistas, doblegados bajo el peso del fusil; jóvenes soldados de la guardia móvil26, fáciles de asustar y dados al entusiasmo, tan listos para el ataque como para la huida; y, entre ellos, algunos calzones rojos27, restos de alguna división diezmada en una gran batalla; artilleros de oscuro28 alineados con distintos soldados rasos; y, a veces, el casco reluciente de un dragón de trabajosos andares29, que seguía a duras penas la marcha más ligera de los soldados en formación.
Legiones de francotiradores con nombres heroicos –Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte– pasaban a su vez con aire de facinerosos.
Sus jefes, antiguos comerciantes de paño o de grano, exvendedores de sebo o de jabón, guerreros por la fuerza de las circunstancias, nombrados oficiales gracias a su dinero o al tamaño de sus bigotes, cubiertos de armas, de franela y de galones, hablaban con voz categórica, discutían planes de campaña y pretendían cargar sobre sus hombros de fanfarrón a una Francia agonizante; pero a veces temían a sus propios soldados, gente de saco y soga30, con frecuencia temerarios, saqueadores y libertinos.
Decían que los prusianos se disponían a entrar en Ruán.
La guardia nacional31, que desde hacía dos meses llevaba a cabo cautelosos reconocimientos en los bosques colindantes, abatiendo a veces con sus fusiles a sus propios centinelas y preparándose para el combate cuando un conejillo se movía entre los matorrales, había regresado a casa. Sus armas, sus uniformes, todos los mortíferos pertrechos con que antes sembraban el terror en los mojones de las carreteras nacionales tres leguas a la redonda habían desaparecido de repente.
Los últimos soldados franceses, finalmente, acababan de cruzar el Sena para llegar a Pont-Audemer por Saint-Sever y Bourg-Achard; y, tras ellos, el desesperado general, sin poder emprender nada con aquella desbandada de andrajosos, perdido él mismo en la gran debacle de un pueblo acostumbrado a vencer y aciagamente derrotado a pesar de su bravura legendaria, iba a pie entre dos ayudantes de campo.
Una calma profunda, una espera aterradora y silenciosa planeaba sobre la ciudad. Muchos habitantes barrigudos y castrados por el comercio esperaban con impaciencia a los vencedores, temblando ante la idea de que consideraran armas los pinchos de sus asadores o sus grandes cuchillos de cocina.
La vida parecía haberse detenido; las tiendas estaban cerradas, la calle muda. A veces un habitante, intimidado por el silencio, caminaba a toda prisa pegado a las tapias.
La angustia de la espera hacía desear la llegada del enemigo.
La tarde que siguió a la marcha de las tropas francesas, algunos ulanos32, salidos de no se sabe dónde, cruzaron a toda prisa la ciudad. Poco después, una masa negra descendió por la colina de Sainte-Catherine, mientras otras dos oleadas de invasores aparecían por las carreteras de Darnetal y de Boisguillaume. Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a la vez en la plaza del Ayuntamiento; por todas las calles vecinas llegaba el ejército alemán desplegando sus batallones, y el empedrado retumbaba bajo su paso fuerte y acompasado.
Órdenes gritadas en un idioma desconocido y gutural se elevaban a lo largo de las casas, que parecían muertas y desiertas, mientras detrás de los postigos cerrados unos ojos acechaban a aquellos hombres victoriosos, dueños de la ciudad, la fortuna y la vida por las «leyes de la guerra». Los moradores, en la penumbra de sus habitaciones, eran presa del pánico que desencadenan los cataclismos, las grandes hecatombes de la tierra, contra las que toda sabiduría y toda fortaleza resultan inútiles. Pues la misma sensación reaparece cada vez que el orden establecido de las cosas se ve erosionado, deja de existir la seguridad, y cuanto protegían las leyes de los hombres o las de la naturaleza se encuentra a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. El terremoto que aplasta bajo las casas derrumbadas a un pueblo entero; el río desbordado que arrastra a los campesinos ahogados con los cadáveres de los bueyes y las vigas arrancadas de los tejados; o el ejército glorioso masacrando a los que se defienden, llevándose prisioneros a los demás, saqueando en nombre del sable y dando gracias a un Dios al son del cañón, son asimismo azotes terribles que perturban toda creencia en la justicia eterna, toda la confianza que nos infunden en la protección del cielo y la razón humana.
Pequeños destacamentos llamaban a las puertas, y desaparecían luego en el interior de las casas. Era la ocupación después de la invasión. Para los vencidos empezaba el deber de mostrarse amables con los vencedores.
Después de un tiempo, una vez desaparecido el terror inicial, se impuso una calma nueva. En muchas familias, el oficial prusiano se sentaba a la mesa con ellos. A veces era educado y, por cortesía, lamentaba el destino de Francia y manifestaba su repugnancia por tomar parte en esa guerra. Era un sentimiento que había que agradecer; además, el día menos pensado podría necesitarse su protección. Tratándolo bien quizá tendrían que dar a menos hombres de comer. Y ¿por qué ofender a alguien del que se dependía por entero? Comportarse así sería más temeridad que valentía. Y la temeridad no es un defecto de los ciudadanos de Ruán, como en tiempos de aquellas heroicas defensas que dieron fama a la ciudad. Se decía, por último, razón suprema sacada de la urbanidad francesa, que nada impedía ser cortés en casa siempre que en público no se tratara con familiaridad al soldado extranjero. Fuera no se conocían, pero dentro conversaban encantados con él; y, por las noches, el alemán se quedaba cada vez más tiempo con la familia, al amor de la lumbre.
Incluso la ciudad recuperaba poco a poco su aspecto habitual. Los franceses apenas salían aún, pero los soldados prusian...

Índice

  1. Cubierta
  2. Presentación, por Marta Salís
  3. Preámbulo. William Strachey: Tempestad (1610)
  4. Jonathan Swift: Desembarco en Brobdingnag (1726)
  5. Voltaire: Historia de los viajes de Escarmentado escrita por él mismo (1756)
  6. Johann Peter Hebel: Curioso paseo (1811)
  7. Nathaniel Hawthorne: Wakefield (1835)
  8. Jules Verne: Un drama en los aires (1851)
  9. Charles Dickens: El cuento del niño (1852)
  10. Carl Bernhard: El vellocino de oro (1852)
  11. Anthony Trollope: Un viaje a caballo por Palestina (1861)
  12. Amelia Edwards: El carruaje fantasma (1864)
  13. Mark Twain: Canibalismo en el tren (1868)
  14. Émile Zola: El viaje circular (1877)
  15. Guy de Maupassant: Bola de Sebo (1880)
  16. Meïr Aron Goldschmidt: Un viaje en vapor (1883)
  17. Arthur Schnitzler: América (1889)
  18. Sarah Orne Jewett: Cortejo de invierno (1889)
  19. Rudyard Kipling: El judío errante (1889)
  20. Clarín: El dúo de la tos (1896)
  21. Marcel Schwob: La Cruzada de los Niños (1896)
  22. Emilia Pardo Bazán: De polizón (1896)
  23. José Maria Eça de Queirós: La perfección (1897)
  24. Antón P. Chéjov: En la carreta (1897)
  25. Joseph Conrad: Juventud (1898)
  26. Edith Wharton: Un viaje (1899)
  27. O. Henry: Corazones y manos (1902)
  28. Willa Cather: Una muerte en el desierto (1903)
  29. Ramón María del Valle-Inclán: Santa Baya de Cristamilde (1904)
  30. William Hope Hodgson: Una voz en la oscuridad (1907)
  31. Jack London: Aloha Oe (1908)
  32. Thomas Mann: El accidente ferroviario (1909)
  33. Grace James: La Mujer de Hielo (1910)
  34. Luigi Pirandello: El viaje (1910)
  35. Saki: La docena del fraile (1910)
  36. Charlotte Perkins Gilman: La potestad de la viuda (1911)
  37. Fernando Pessoa: Viaje nunca hecho (1912-1913)
  38. Miguel de Unamuno: Mecanópolis (1913)
  39. James Joyce: Eveline (1914)
  40. Horacio Quiroga: A la deriva (1917)
  41. Isaak E. Bábel: En la estación (1918)
  42. Stefan Grabiński: El pasajero perpetuo (1919)
  43. Katherine Mansfield: El viaje (1921)
  44. Knud Rasmussen: El gran cazador de Aluk a quien se le rompió el corazón al ver el amanecer sobre su poblado (1921)
  45. H. P. Lovecraft: El caos reptante (1921)
  46. Hermann Ungar: El viaje de Colbert (1922)
  47. Franz Kafka: La partida (1922)
  48. Liam O’Flaherty: La marcha al exilio (1924)
  49. Johannes V. Jensen: ¿Llegaron al ferry? (1925)
  50. Iván A. Bunin: Insolación (1926)
  51. William Somerset Maugham: P O (1926)
  52. Cesare Pavese: Viaje de bodas (1936)
  53. Tennessee Willliams: Una manzana regalada (1936)
  54. Mogens Klitgaard: La refugiada Conchita Mosquera (1937)
  55. James Thurber: La vida secreta de Walter Mitty (1939)
  56. Langston Hughes: Desayuno en Virginia (1944)
  57. Jane Bowles: Idilio guatemalteco (1944)
  58. Paul Bowles: Un episodio distante (1947)
  59. Ray Bradbury: El estallido de un trueno (1952)
  60. Flannery O’Connor: Un hombre bueno es difícil de encontrar (1953)
  61. Juan Rulfo: Paso del Norte (1953)
  62. Philip K. Dick: El planeta imposible (1953)
  63. Margaret Drabble: Un viaje a Citera (1967)
  64. Clarice Lispector: El idioma de la «f» (1974)
  65. Richard Ford: Rock Springs (1982)
  66. Laila Lalami: Vuelta a casa (2005)
  67. Alan Hollinghurst: Reflejos (2007)
  68. Maggie O’Farrell: Todo el cuerpo (2017)
  69. Créditos
  70. Alba Editorial