La inquilina de Wildfell Hall
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La inquilina de Wildfell Hall

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Tras muchos años de abandono, la ruinosa mansión de Wildfell Hall es habitada de nuevo por una misteriosa mujer y su hijo de corta edad. La nueva inquilina –una viuda, al parecer –no tarda, con su carácter retraído y poco sociable, sus opiniones a menudo radicales y su extraña, triste belleza, en atraer las sospechas de la vecindad, y a la vez la rendida admiración de un joven e impetuoso agricultor. Pero la mujer tiene, en efecto, un pasado...más terrible y tortuoso si cabe de lo que la peor de las murmuraciones es capaz de adivinar. La inquilina de Wildfell Hall (1848), segunda y última novela de Anne Brontë, une al bello relato de un amor prohibido e invernal el retrato intensísimo del fracaso de un matrimonio degradado por el abuso y la violencia, descrito "con una predilección morbosa por lo grosero, cuando no brutal" que escandalizó y repugnó a sus contemporáneos. De hecho, todavía hoy, la dureza, audacia y auténtico rigor de esta novela siguen siendo igual de sorprendentes y desafiantes.

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Información

Año
2017
ISBN
9788490652862
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Anne Brontë
La inquilina de Wildfell Hall






Traducción
Waldo Leirós




ALBAminus
Nota al texto
La presente traducción de The Tenant of Wildfell Hall está basada en la primera edición de la novela, publicada por T. C. Newby en Londres a finales del mes de junio de 1848; a ella se han añadido el Prefacio y las correcciones pertinentes incorporadas a la segunda edición, aparecida en agosto de ese mismo año. El texto ha sido fijado modernamente por Herbert Rosengarten en sus ediciones de Clarendon y Oxford University Press (ambas de 1992).
Prefacio de la segunda edición
Si bien reconozco que el éxito de la presente obra ha sido mayor que el que yo esperaba y que las alabanzas que ha arrancado a unos pocos críticos benevolentes han sido superiores a sus méritos, también debo admitir que desde otros ámbitos ha sido criticada con una aspereza para la que tampoco estaba preparada y que tanto mi juicio como mis sentimientos me aseguran que es más amarga que justa. Apenas está en las manos de un autor el refutar los argumentos de sus censores y justificar sus propias producciones, pero espero que se me permita aquí hacer algunas observaciones con las que habría prolongado la primera edición si hubiera previsto la necesidad de semejantes precauciones frente a los malentendidos creados por aquellos que habrían de leerla con una mente llena de prejuicios o de contentarse con juzgarla después de una rápida ojeada.
Mi objetivo al escribir las páginas que siguen no fue simplemente entretener al Lector, ni tampoco proporcionarme un placer, y menos aún congraciarme con la Prensa y el Público. Deseaba decir la verdad, porque la verdad siempre comunica su propia moral a aquellos que son capaces de aceptarla. Pero como con demasiada frecuencia el tesoro inapreciable se esconde en el fondo del pozo, se necesita valor para bucear en su búsqueda, sobre todo porque el que lo hace atraerá sobre sí probablemente más desprecio e inquina por el fango y el agua en los que se ha atrevido a sumergirse que agradecimiento por la joya que encuentre; de la misma manera que quien asume la tarea de limpiar el apartamento de un soltero descuidado recibirá más insultos por el polvo que levante que elogios por la limpieza que realice. No se piense, sin embargo, que me considero competente para enmendar los errores y abusos de la sociedad, sino solo humildemente deseosa de hacer mi pequeña contribución a tan noble empresa, y si pudiera de alguna manera conseguir que se me escuchara, preferiría susurrar al oído del público unas cuantas verdades saludables que un montón de estúpida blandenguería.
Como la historia de Agnes Grey fue acusada de cargar las tintas en aquellos pasajes que eran precisamente una copia exacta de la realidad, en los que se evitó escrupulosamente toda exageración, de la misma manera, en la presente obra, me encuentro con la censura de describir con amore, «con una predilección morbosa por lo grosero, cuando no por lo brutal», aquellas escenas que no han sido, me aventuraría a decir, más penosas de leer para el más escrupuloso de mis críticos, que de lo que para mí fue describirlas. Puede que haya ido demasiado lejos, en cuyo caso tendré cuidado de no preocuparme o preocupar a los lectores de nuevo de la misma manera; pero si tenemos que abordar la malignidad y personajes malignos, mantengo que es mejor describirlos como son realmente que como a ellos les gustaría parecer. Presentar algo malo bajo una luz lo menos hiriente posible es, no cabe duda, el camino más agradable que puede elegir un escritor de ficción; pero ¿es acaso el más honesto y seguro? ¿Es mejor revelar al viajero joven e irreflexivo los peligros y trampas de la vida o recubrirlos con ramas y flores? ¡Oh, lector!, si no se tratara con tanta frecuencia de ocultar delicadamente los hechos –ese susurro de «paz, paz» cuando no hay paz–, habría menos miseria y pecado para los jóvenes de uno y otro sexo que se ven obligados a extraer su amargo conocimiento de la experiencia.
No se debe suponer, a la vista de las actuaciones del desgraciado calavera y el pequeño grupo de libertinos que aquí se presentan, que son un ejemplo de las prácticas comunes de una sociedad: se trata de un caso extremo, como espero que a nadie se le escapará; pero sé que semejantes personajes existen, y si he prevenido a un solo joven temerario sobre las consecuencias de seguir su camino, o he impedido que una sola muchacha caiga en el mismo error natural de mi heroína, el libro no habrá sido escrito en vano. Pero también debo decir que si algún lector honesto obtiene más dolor que placer de su lectura y cierra el último volumen con una impresión desagradable en la cabeza, con humildad suplico su perdón, pues nada ha estado más lejos de mi propósito; y pondré todo de mi parte para hacerlo mejor la próxima vez, pues me gusta proporcionar un placer inocente. Pero entiéndaseme bien: no limitaré mi ambición a esto, ni siquiera a producir «una obra de arte perfecta». Consideraría el tiempo y los talentos empleados en ello malversados y malgastados. Los modestos talentos que Dios me ha dado los pondré con todas mis fuerzas al servicio de su más alta utilidad; no solo quiero entretener, sino también beneficiar; y cuando sienta que es mi deber decir una verdad desagradable, con la ayuda de Dios, la diré, aunque sea perjudicial para mi nombre y vaya en detrimento del placer inmediato del lector y del mío propio.
Una palabra más y concluyo. Respecto a la identidad de quien ha escrito el libro, me gustaría dejar meridianamente claro que Acton Bell1 no es Currer ni Ellis Bell y, por tanto, no deben atribuirse a ellos sus errores. En cuanto a si su nombre es real o ficticio, poco puede importarles a quienes solo conocen de tal persona sus obras. Como bien poco, creo yo, puede importar que semejante nombre esconda la personalidad de un hombre o una mujer, tal como uno o dos de mis críticos afirman haber descubierto. Tomo la imputación por su lado bueno, como un cumplido a la descripción justa de mis personajes femeninos; y aunque no tengo más remedio que atribuir buena parte de la severidad de mis censores a esta sospecha, no me molestaré en refutarla, porque, en mi opinión, si un libro es bueno, lo es independientemente del sexo de quien lo ha escrito. Todas las novelas se escriben, o deben ser escritas, para que las lean hombres y mujeres, y no puedo concebir que un hombre se permita escribir algo que sea realmente vergonzoso para una mujer, o que una mujer sea censurada por escribir algo que sea conveniente y adecuado para un hombre.
22 de julio de 1848
A J. Halford, esq.
Querido Halford:
La última vez que nos vimos, me obsequiaste con un relato muy interesante y pormenorizado de los acontecimientos más notables de tu vida, ocurridos con anterioridad a nuestro primer encuentro; y a continuación me pediste a cambio parecidas confidencias. No encontrándome en aquel momento en un estado de ánimo propicio para la narración, decliné hacerlo, con la excusa de no tener nada especial que contar, y otras parecidas que fueron consideradas totalmente inadmisibles por tu parte; porque aunque cambiaste de inmediato de conversación, lo hiciste con el aire de un hombre que no se queja pero está profundamente dolido y tu semblante se cubrió con una nube que lo oscureció hasta el final de nuestra charla, y, por lo que sé, lo sigue oscureciendo; porque tus cartas se han distinguido desde entonces por una cierta rigidez y reserva dignas y al mismo tiempo semimelancólicas, que me habrían afectado seriamente si mi conciencia me hubiera acusado de merecerlas.
¿No te da vergüenza, mi querido amigo, a tu edad, cuando nos conocemos tan íntimamente y desde hace tanto tiempo y cuando te he dado tantas pruebas de franqueza y confianza, sin quejarme nunca de tu carácter, a su vez, taciturno y reservado? Pero, en fin, así es, supongo. No eres de natural comunicativo y pensaste que habías hecho una gran cosa y que habías dado en aquella ocasión una prueba sin parangón de confianza y amistad –que, sin duda, has jurado, será la última de este género–, y consideraste que lo menos que yo debía hacer, después de tan inmenso favor, era seguir tu ejemplo sin dudarlo ni un momento...
¡En fin...! No he cogido la pluma para hacerte reproches, ni para defenderme, ni para pedir disculpas por ofensas pasadas, sino para, si fuera posible, expiarlas.
Es un día lluvioso, diluvia más bien, la familia se ha ido de visita, yo estoy solo en mi biblioteca, he estado examinando cartas y papeles antiguos, húmedos, meditando sobre tiempos pasados... Así que estoy en el estado de ánimo adecuado para entretenerte con una historia del viejo mundo; y después de retirar los pies, bien chamuscados, de los quemadores, he girado sobre los talones y me he dirigido a la mesa para dedicar las líneas que preceden a mi viejo y hosco ...

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  1. Nota al texto