Mario Abel Amaya
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Entre Tosco y Alfonsín

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Mario Abel Amaya

Entre Tosco y Alfonsín

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El relato biográfico de alguien que sacrificó su vida por sus convicciones enfrenta el difícil desafío de hacerle justicia, de no dejarse atrapar por el encanto de una trayectoria que, en la melancolía de la retrospección aparece única y heroica. El retrato que nos ofrece Jaime Rosemberg logra eludir ese fácil camino y cuenta la historia de un hombre cuyo principal potencial estuvo radicado en la solidez de sus ideas: desde su infancia en las poco amables –especialmente para su salud, asediada por el asma– tierras de la Patagonia, su formación universitaria en una Córdoba en ebullición, su temprano acercamiento al líder de la UCR, Raúl Alfonsín; su perfil idealista en el ejercicio de la profesión de abogado, especialmente dedicado a la defensa de presos políticos de cualquier alineación; su paso por la cámara de diputados, hasta sus últimos días detenido y torturado hasta el límite de sus jaqueadas capacidades físicas. Estas páginas recorren –mediante el testimonio de sus familiares, amigos (de distintas filiaciones partidarias e ideológicas), compañeros de militancia– los trabajos y los días de Mario Abel Amaya, "el petiso" cuya figura, al final del texto emerge gigante para ocupar un justo lugar en la memoria de los argentinos.

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Información

Editorial
Eudeba
Año
2020
ISBN
9789502331225
Categoría
Historia
Capítulo 1
De San Luis a la Patagonia
Al ruidoso e interminable viaje en carreta le siguieron monótonas horas en un barco precario y sin comodidades. Finalmente, el joven Ceferino Rosario Gatica llegó a su destino, y se convirtió en el primero del clan familiar en pisar aquellas tierras áridas y por entonces despobladas. Como muchos miembros de su familia, Ceferino era maestro rural y había nacido en Luján, un casi desconocido poblado de la provincia de San Luis, por entonces gobernada por el médico Carlos Alric, referente local del presidente radical Hipólito Yrigoyen, llegado a la presidencia en las primeras elecciones que contaron con voto secreto, por la aplicación de la Ley Sáenz Peña.
A mediados de 1918, el flamante maestro salió de Luján y semanas más tarde llegó al valle del río Chubut para trabajar en la Escuela Nacional N° 39, de un ignoto paraje denominado Bryn Crwn, sede –como toda la región– de la inmigración galesa. Allí, el adelantado de los Gatica se casó, tuvo siete hijos y un trabajo más que estable: fue director de esa misma escuela por décadas.
Según un texto publicado años después por el historiador Diego Gatica en el diario El Chubut, “tras la buena hospitalidad que le brindaron, Ceferino instó al resto de su familia a que viniese a ejercer el magisterio en tierras valletanas. Llegaron en los años siguientes ocho parientes de Gatica, entre hermanas, hermanos, primas y primos”, destaca la publicación.
La zona ya tenía, por entonces, la impronta de la inmigración galesa a la provincia, cuyo punto inicial fue la llegada del velero Mimosa, en 1865, con 153 pasajeros a bordo y que influyó de forma decisiva en el diseño de los centros poblados cercanos al río Chubut. La llegada de los inmigrantes de ese país europeo a la que hoy es Puerto Madryn, la fundación de Rawson, ese mismo año y la de Trelew, casi veinte años después, ligada al tendido de la línea férrea patagónica, tuvieron como denominador común el protagonismo casi excluyente de esos inmigrantes, que trajeron consigo sus costumbres, su idioma y hasta su moneda, incluso la integración con las poblaciones de indígenas tehuelches fue, en general, armónica. El progreso paulatino de los recién llegados tuvo como consecuencia inmediata el arribo de posteriores migraciones de otros países europeos, que llegaron a “hacer la América” en ese paraje desolado y de clima hostil.
Los galeses que llegaron al bello y extenso valle rodeado de cadenas montañosas eran orgullosos defensores de su origen, se habían ido de su país para no someterse al imperio británico, que había pretendido forzarlos a abandonar su propio idioma y a limitar sus expresiones artísticas y religiosas. Seis décadas después, y desde su banca en el Congreso, el diputado chubutense Mario Abel Amaya elogiaría al galés “altivo, dueño de un profundo amor a la libertad, que reniega de toda posibilidad de dominación, y emprende la aventura” de llegar a aquella tierra lejana y por momentos inasible.
Lo cierto es que, un año después que Ceferino, las hermanas Celestina y Esperanza Gatica también llegaron como maestras recibidas en Luján a la naciente escuela N° 35 de Dolavon, por entonces un flamante poblado a treinta kilómetros de Trelew, en el este provincial. Las clases no empezaron, cuentan las crónicas de la época, “hasta que las maestras llegaron procedentes de Buenos Aires en barco, previa travesía en carros desde su San Luis natal a la gran urbe porteña”. La precariedad en aquella escuela era casi total: hasta que se recibieron los bancos y otros materiales para el desarrollo de las clases, alumnos y maestros estudiaron sobre tablones y cajones prestados por la Compañía Mercantil. Las clases en primero y segundo grado comenzaron el jueves 24 de julio de 1919 dictadas, justamente, por las hermanas Gatica. La escuela N° 35 tuvo una particularidad: nació junto con el mismo pueblo de Dolavon. La llegada de muchas familias con sus hijos pequeños –el gobierno de Yrigoyen promovía la migración interna desde las provincias del norte argentino hacia la despoblada e inhóspita Patagonia– convierte en insuficientes las escuelas que ya funcionaban en la región: la Nº 9 de Maesteg y la Nº 10 de Ebenezer, ambas alejadas de este centro. La inauguración de la escuela contó con la presencia del propio gobernador, Rafael Robin Escalante, él también proveniente de Catamarca.
“El señor gobernador se trasladó el sábado 19 (de abril de 1919) al nuevo pueblo de Dolavon (Valle Superior) presidiendo el acto electoral que tuvo lugar en ese día. Realizó el escrutinio y en el día 21 de ese mes puso en posesión de su cargo a los concejales electos, inaugurando la primera municipalidad de ese progresista pueblo”, afirmaban las crónicas de aquella jornada. “El mismo día se inauguró la nueva escuela infantil de esa localidad con la asistencia del señor gobernador y del inspector Sr. Daniel V. Ochoa. El primer director de la Escuela Nº 35 fue Adolfo San Martín; junto a él estaban Celestina P. Gatica y Esperanza Gatica de Rosales, entre otros miembros de la familia de docentes puntanos”, continúa el relato, dotado de la formalidad y la pompa de aquellos años, reproducido por el diario El Chubut.
Ana Rosa y Casiano
Enterada del éxito de sus parientes docentes, y con el mismo deseo de dejar tierras puntanas para probar suerte en el sur, Ana Rosa Gatica se sumó a la aventura. Con apenas 19 años, la joven llegó en 1924 –el mismo año del casamiento de su primo Ceferino con Edelmira Quiroga Bowen– para desarrollar su tarea docente, y como varios de sus familiares lo hizo en la escuela N° 35. Tiempo después llegaron sus cuatro hermanos: Mercedes (quien estuvo por un corto tiempo como docente en Chubut), Modesta de los Dolores “Lola”, que trabajó en la escuela N° 34 de Gaiman, a 19 kilómetros de Dolavon, Alberto (que luego se mudará a La Pampa) y César, que se dedicó a la medicina.
Fuerte y dotada de gran carácter a pesar de su físico pequeño y esmirriado, Ana Rosa se asentó entonces en Dolavon y también formó una familia. Casi como parte de un destino predeterminado, se casó con otro maestro puntano, Casiano Amaya, el 17 de julio de 1930 ante el juez de paz de Gaiman. El destino había querido juntarlos: nacido en la remota localidad de Cañada Honda, Casiano se había recibido de maestro en la Escuela Normal Provincial de San Luis y llegó a Chubut en mayo de 1919. Comenzó como maestro de quinto grado de la entonces escuela Nº 34 y años después coincidió con Ana Rosa en Boca Zanja. Se fueron a vivir a una chacra, entre Dolavon y 28 de Julio, cedida por su amigo Evan Richard Jones y allí tuvieron dos hijos: Héctor Alfredo “Kerulo”, nacido el 23 de junio de 1931, y Mario Abel, que nació el 3 de agosto de 1935 en el hospital local.
Por aquellos días, mientras el mundo se aprestaba a salir de años de relativa calma y se avecinaba la Segunda Guerra Mundial, en la Argentina se sucedían los gobiernos de la denominada Década Infame, electos mediante el fraude y de signo invariablemente conservador. Con el objetivo de borrar los avances en la participación popular que había impulsado Yrigoyen (fallecido en 1932) y que inquietaban a los sectores más favorecidos, estos grupo habían apoyado el primer golpe de Estado de la historia argentina, encabezado por José Evaristo Uriburu en 1930, y los gobiernos que le siguieron. El presidente Agustín P. Justo, con su política en favor de los intereses británicos expresados en el pacto Roca-Runciman, y sus sucesores Roberto Ortiz y Ramón Castillo fueron protagonistas de gestiones impopulares, con el radicalismo fuera de la competencia por decisión de la cúpula encabezada por Marcelo T. de Alvear y la represión como método de control social y político.
Enrolado en la oposición a los conservadores, el radicalismo vivió un año de importantes acontecimientos en aquel 1935. Si bien algunos se dieron antes de su llegada al mundo de Amaya en el mes de agosto, varios de ellos influirían en la vida futura del chubutense recién nacido.
Contra el fraude
En enero de ese año, la Convención Nacional de la UCR decidió levantar la abstención electoral, actitud que había tomado como consecuencia de la práctica de “fraude patriótico” que imperaba en el país y que garantizaba triunfos conservadores en cada elección. La decisión de dejar de lado la abstención electoral tuvo como impulsores a los grupos de “boinas blancas” que se identificaban con Alvear, por lo que se constituyó una dirección política del partido con hegemonía antipersonalista, en clara diferenciación con los partidarios del legado de Yrigoyen. Según el historiador Luis Alberto Romero, “la vuelta a la lucha política también aumentó las posibilidades de manifestación de los grupos más avanzados del radicalismo, nutridos de jóvenes veteranos de la militancia universitaria y que reivindicaban una tradición yrigoyenista” (2001: 85).
Fue en junio cuando La UCR experimentó otro momento importante de su más que centenaria historia: la fundación de la Fuerza de Orientación Radical de la Juventud Argentina, conocida masivamente por sus siglas, FORJA. El legado yrigoyenista –que Amaya estudiaría y defendería hasta sus últimos días– encontró un canal privilegiado de cauce en este grupo que, a decir de Romero, “comenzó a definir una línea más preocupada por los problemas nacionales” (2001). El apoyo posterior de los forjistas a Perón sería una derivación impensada de esa expresión ideológica y política que se reconocía heredera del caudillo radical.
A nivel de política nacional e internacional, en el país se vivían acontecimientos trascendentes. En mayo, por ejemplo, con la visita del presidente brasileño, Getulio Vargas, y una definición de trascendencia continental como lo fue la firma, en mayo, del Protocolo de Buenos Aires, que puso fin a la guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia. Un mes después, el país entero sufría con la inesperada muerte de Carlos Gardel, máxima estrella del tango, en un misterioso y trágico accidente de aviación en el aeropuerto de Medellín, en Colombia.
Pero aquel 1935 quedó, al menos para la política local, marcado a fuego por un hecho conmocionante ocurrido en el Senado. El 23 de julio de 1935 fue asesinado allí Enzo Bordabehere, senador electo por Santa Fe y que iba a acompañar al compañero de bancada Lisandro de la Torre, quien había denunciado en la Cámara alta manejos turbios en el comercio de carnes.
El asesino de Bordabehere fue el excomisario Ramón Valdez Cora, un “matón al servicio del caudillo conservador de Avellaneda, (Alberto) Barceló”, tal como definió el historiador José Gabriel Vazeilles (2000: 237). El disparo que mató a Bordabehere iba dirigido a De la Torre, quien en su denuncia en el Senado había remarcado que los frigoríficos gozaban de protección de las más altas esferas del gobierno de Justo para no pagar impuestos, que escondían sus ganancias y que otorgaban un trato preferencial a ganaderos como Luis Duhau, por entonces ministro de Agricultura. En el mes de octubre de 1935, se dispuso la intervención federal de la provincia de Santa Fe, donde gobernaba el Partido Demócrata Progresista, el espacio político de De la Torre.
El 3 de noviembre, el radicalismo obtuvo una victoria electoral en Córdoba, donde se impuso su candidato a gobernador, Amadeo Sabattini. El triunfo no fue sencillo: los militantes del partido radical cordobés habían vuelto a apelar entonces a un fuerte control del comicio (que incluía dirigentes armados y dispuestos a recurrir a la fuerza física en cada centro de votación) para impedir otro fraude de los conservadores. Como gobernador, Sabattini impulsó una gestión innovadora en lo social, y se convirtió en líder de un radicalismo que Amaya conocería muy bien en su época universitaria. La huelga de los obreros de la construcción (de origen comunista) lanzada en octubre, que duró más de noventa días y la fuerte renovación de la conducción de la CGT –a partir de un conflicto interno del sindicato Unión Ferroviaria– donde también adquirieron mayor peso los socialistas y comunistas, completó el cuadro de un año intenso que preanunciaba cambios vertiginosos en los tiempos que seguirían.
Enseñar y dejar huella
Más allá de los vaivenes de la política local e internacional, la familia Amaya-Gatica se desarrollaba y crecía. En un listado de escuelas primarias de territorios y colonias nacionales, que data de 1940, Casiano aparece como director de la escuela N° 52 de Boca Zanja Norte, pegado a Dolavon. En la lista aparece, además, Ceferino Gatica como director de la escuela N° 100 de Gaiman.
Casiano y Ana Rosa dieron forma, juntos y en tándem pedagógico, a esa escuela rural, que con el tiempo fue rebautizada como “escuela Amaya”. En una mañana fría y soleada de junio de 2019 llegué a ese lugar por un camino de ripio que une a Dolavon con 28 de julio. Aún quedaba en pie –aunque derruida– la estructura de las tres habitaciones, que incluía una modesta sala de mapas, un depósito y un fogón a leña para soportar las inclemencias del clima. Afuera, solo quedaban los rastros de lo que alguna vez fuera el mástil en el que maestros y alumnos izaban la bandera nacional. A su alrededor, solo campos sembrados y el lejano contorno de las cumbres montañosas.
A escasos tres kilómetros de allí, en su casa de Dolavon, ochenta años después, Enriqueta Conrad de Peruzotti, vecina de la zona que conoció a los Amaya, me contó sobre sus recuerdos de niña alumna en aquella escuela rural, precaria pero rica en enseñanzas. “Ana Rosa le daba clase a primero inferior, superior y segundo. Y el señor Casiano a segundo, tercer y cuarto grado, eran unos cuarenta alumnos cada uno. Íbamos caminando con una amiga, unos cuatro kilómetros atravesando las chacras, siempre de tarde, salvo los sábados que teníamos manualidades”, recuerda Enriqueta, con asombrosa precisión, a sus 91 años. La división de tareas era clara: Ana Rosa enseñaba bordados y Casiano iniciaba a los varones en trabajos en madera, además de las materias clásicas como historia, matemática y todo lo relacionado con las fiestas patrias. “Ana Rosa nos decía que cantemos fuerte la canción de la bandera. Y ella cantaba muy bien”, continúa Enriqueta. Los maestros puntanos vivían a dos kilómetros de esa escuela, en una casa alejada pero espaciosa, con una vistosa galería que contaba con vitrales de colores. Solían, además, visitar a sus alumnos en sus casas para acelerar el proceso de aprendizaje. “Rosa era más estricta: una vez se quejó de que con Casiano los chicos no aprendían tanto como con ella”, rememora Enriqueta mientras muestra con orgullo un colorido bordado que supera las ocho décadas de existencia.
La espaciosa pero humilde casa de los maestros Rosa y Casiano tenía a su alrededor, como aún podía verse a mediados de 2019, un espacioso jardín con nogales y manzanos, que a Casiano le gustaba cuidar. En el final de los años treinta la familia contaba, además, con una particularidad: sus ocupantes eran poseedores de una radio, toda una rareza en una zona con múltiples carencias y escasa comunicación con lo que ocurría fuera de sus límites geográficos. “Querulo” y Mario Abel, que según Enriquetta “no iba a clases porque siempre estaba enfermito” crecieron entonces en una casa modesta pero ilustrada y con preocupaciones intelectuales, a menudo repleta de gente, punto de reunión de vecinos del pueblo interesados por lo que ocurría en aquel mundo convulsionado por entonces por la cruenta lucha de los Aliados contra el nazismo, que dejaría un terrible saldo en vidas humanas.
Esa maldita asma
El pequeño Mario Abel, o “Abelito” como lo llamaban en su casa, debió lidiar desde sus primeros años con dos problemas físicos evidentes: su miopía, que lo obligó a usar lentes, y el asma, que lo complicaba en los juegos infantiles y su relación con sus compañeros de clase. “Era un chico muy dinámico, movedizo, travieso, siempre estaba haciendo alguna macanita. Pero había que cuidarlo mucho”, recordó alguna vez Aurora Rancho, una de sus vecinas de 28 de julio. Otros vecinos, la familia Piú, proveía a los Amaya de leche, manteca, queso y dulces, una de las debilidades del pequeño Mario Abel. “Como era un chico muy delicado por sus problemas respiratorios, su madre lo cuidaba mucho”, coincidió Aurora en su testimonio para el video “Libertad”, hacia 2007.
En una carta al diario El Chubut, Rancho recordó aquellas vivencias compartidas con el menor de los Amaya cuando visitaba la chacra familiar. “Juntos íbamos a juntar los huevos del gallinero, cortar la alfalfa para los conejos, juntar frutas y verduras y poner grasita en la fiambrera que estaba colgada debajo del álamo, para que vinieran a comer y cantar las calandrias. Abelito tenía también un hurón y, no terminaba de reír detrás de la puerta, cuando al llegar algún amigo de la familia a tomar mate, lo largaba en la cocina, y la visita asustada terminaba parada arriba de una silla”, escribió Rancho. La vecina de Dolavon también recuerda que en la casa “había una hermosa vitrola grande; parecía una mesita de luz, con dos puertitas abajo donde su guardaban los discos de pasta de 78. Entre ellos el Himno Nacional Argentino. Abelito siempre era el centro de atención, y bailaba mientras hacía monerías subido arriba de una mesa, yo cantaba el paso doble El niño de las monjas que me había enseñado mi madrina de Trelew, doña Pascuala Urdampilleta, dueña del hotel La Vascongada”. Sobre la galería, Rancho la describe como el lugar de “reunión familiar al concluir el día; charlas con los vecinos o asaditos de por medio. Nosotros, ajenos a todo eso, solo queríamos encontrar ese grillito que tanto y tanto cantaba y que nunca podíamos ver, y hacía silencio cuando nos acercábamos, aunque íbamos en puntita de pie. Estaba el sapo grande… pero ese no nos gustaba”, recordó.
César Mac Karthy, dirigente peronista chubutense, que también conoció a Amaya en su infancia y volvió a cruzarse con él en el fragor de la actividad política, recordó que hacia 1945 los Amaya también se mudaron a la gran ciudad chubutense, siempre siguiendo a Ana Rosa, que había conseguido trabajo en la escuela N° 5 de Trelew, donde Querulo y Mario Abel terminaron de cursar el colegio primario. Una casa modesta y espaciosa, en la calle Pecoraro al 170, fue la elegida para la construcción del hogar familiar.
No fue aquel un año más para la política argentina. Como todos en Trelew, los Amaya asistían a la irrupción de un fenómeno avasallante y complejo que muchos tardaron en comprender: el peronismo. Desde junio de 1943, como parte de la revolución nacionalista que tomó el poder y desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, el coronel Juan Domingo Perón había comenzado a edificar una vertiginosa carrera que desembocaría, menos de tres años después, en el 17 de octubre de 1945. La impensada y masiva movilización popular en defensa del líder detenido derivaría en la fundación del movimiento político más influyente de la política nacional en el siglo XX. Un movimiento que chocaría, más temprano que tarde y de manera frontal, con el radicalismo y otros partidos de la oposición.
Llegó la adolescencia y Mario Abel –siguiendo los pasos de su hermano mayor– comenzó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Trelew, que fuera fundado en 1924 y que se convertiría en el primero de su tipo en la Patagonia. Hacia la intersección de las calles Sarmiento y Don Bosco iban cada día los hermanos Amaya, que pronto se aprendieron de memoria el himno del colegio, que con el estilo grandilocuente de la época expresaba:
Colegio Nacional de Trelew
Instantes que el alma grabó;
Quien puede olvidar el tañir
Del bronce que al aula llamó.
Colegio Nacional de Trelew
Remanso de austral emoción,
Con hilos de oro te uní
Al seno de mi corazón.
El colegio secundario fue, para Mario Abel, un espacio en el que pudo lucirse en c...

Índice

  1. Prólogo. Historia de un héroe real
  2. Introducción. El largo adiós
  3. Capítulo 1. De San Luis a la Patagonia
  4. Capítulo 2. Córdoba en llamas
  5. Capítulo 3. Con la ley en la mano
  6. Capítulo 4. Amaya Libre
  7. Capítulo 5. Soldado de Alfonsín
  8. Capítulo 6. Modelo 73
  9. Capítulo 7. Bajo fuego
  10. Capítulo 8. El calvario
  11. Capítulo 9. Investigación y condena
  12. Capítulo 10. Amaya vive
  13. Agradecimientos
  14. Fuentes consultadas
  15. Bibliografía
  16. Anexo. Legajo Universidad de Buenos Aires
  17. Cuadernillo de imágenes