Panorámicas
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Panorámicas

Ensayos sobre arte y política

  1. 328 páginas
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Panorámicas

Ensayos sobre arte y política

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Para movernos sobre un territorio podemos disponer de guías y mapas, o pisar directamente el terreno. Este es el planteamiento del que parte Panorámicas, un recorrido por las guías y mapas con los que John Berger reformuló su mirada del arte, así como por sus impresiones y reflexiones surgidas directamente de lo artístico, lo social y lo político.En la estela de los imprescindibles retratos recogidos en Sobre los artistas, Panorámicas presenta una brillante antología de piezas muy diversas -ensayos, relatos cortos, poemas- que replantean radicalmente nuestra concepción del arte y su papel en el mundo. El dibujo, la narración, Roland Barthes, Rosa Luxemburg, Walter Benjamin, Bertolt Brecht, los museos, la crítica o el retrato. En sus páginas Berger no solo rinde homenaje a los personajes y las herramientas que lo guiaron a través del territorio, sino que nos sumerge directamente en nuevas y apasionantes formas de pensar la idea de creador, los movimientos artísticos y el contexto político y social del arte. Un reto, en definitiva, para cuestionar profundamente nuestras preconcepciones sobre el papel de la creatividad en nuestras vidas.

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Información

Año
2018
ISBN
9788425231148
Edición
1
Categoría
Art

II. Terreno

Voy
voy
a tumbarme en la tierra
la tierra
agachará sus orejas
y con mi antebrazo
antebrazo
entre ellas
mis dedos juguetearán
juguetearán con
su hocico
siempre fresco
por un aire que viene
de sabe Dios dónde.

La claridad del Renacimiento

Es deprimente. No para de llover. Llueve, pero no nos podemos quejar. Está nublado, feo. Cada uno de estos comentarios describe el mismo día desde diferentes puntos de vista: el subjetivo, el práctico, el moralista y el visual. Todos los pintores de verdad ven y sienten de una manera que es cien veces más extremadamente visual y tangible de lo que puede ilustrar el último de esos comentarios o, en verdad, cualquiera de ellos. Pero lo que ven y sienten es, por lo general, lo mismo que ve y siente todo el mundo. Esto que digo, no es que no me dé cuenta, es una perogrullada. Pero cuántas veces parece olvidarse. De hecho, ¿se lo ha dado por supuesto alguna vez de una manera consistente desde el siglo XVI?
Hace poco pasé un día en la National Gallery viendo, sobre todo, las obras renacentistas flamencas e italianas. ¿Qué es lo que las hace tan esencialmente distintas de casi todas las obras que las siguieron, y, especialmente, las británicas? La pregunta puede parecer ingenua. Historiadores, sociólogos, economistas, químicos y psicólogos se han pasado la vida definiendo y explicando esta y otras muchas diferencias existentes entre los artistas, los períodos históricos y las culturas. Esas investigaciones son muy valiosas, pero su complejidad nos oculta muchas veces dos hechos básicos y muy obvios. El primero de ellos es que la explicación más certera se encuentra es nuestra propia cultura, no en otras, y es la cultura del humanismo individualista que se inició en Italia en el siglo XIII. Y el segundo hecho es que dos siglos y medio después de que comenzara tuvo lugar en esa cultura, al menos en la pintura, una ruptura fundamental. Después del siglo XVI, los artistas se hicieron más profundos psicológicamente (Rembrandt), más ambiciosos de éxito (Rubens), más evocadores (Claude), pero, al mismo tiempo, también perdieron una facilidad, una veracidad visual que excluye toda ostentación; perdieron lo que Bernard Berenson denominaba los “valores táctiles”. Después de 1600, los grandes artistas, llevados cada uno por su propia obsesión solitaria, estiraron y extendieron el ámbito de la pintura, derribaron sus fronteras. Antoine Watteau se fue hacia la música, Francisco de Goya hacia el teatro, Pablo Picasso hacia la pantomima. Unos cuantos, como Jean Siméon Chardin, Camille Corot y Paul Cézanne, aceptaron sus límites más estrictos. Pero antes de 1550, todos los artistas los aceptaban. Uno de los resultados más importantes de esta diferencia es que, en las grandes incursiones posteriores, solo los genios podían triunfar; antes, hasta un talento menor podía proporcionar un profundo placer.
No estoy defendiendo la aparición de un nuevo movimiento prerrafaelita, ni estoy haciendo ningún juicio cualitativo —en el sentido humano más amplio— del arte de los últimos tres siglos y medio. Pero ahora, cuando tantos artistas tienden a lanzarse vanamente contra las fronteras de la pintura —tanto desde el punto de vista de la técnica como de la experiencia subjetiva—, con la esperanza de conseguir un salvoconducto personal; ahora, cuando apenas puede describirse el territorio legítimo de la pintura, creo que sería útil observar los límites dentro de los cuales aceptaron permanecer algunos de los más grandes pintores de nuestra cultura.
Cuando uno visita las salas dedicadas a la pintura del Renacimiento, de pronto le parece como si en todas las demás salas que ha visitado hubiera sufrido una especie de miopía que lo nublaba todo. Y esto no se debe a que la mayoría de los cuadros hayan quedado muy limpios después de una delicada restauración, ni tampoco a que el claroscuro es una convención posterior. Se debe a que todos los pintores renacentistas flamencos e italianos creían que era el propio tema —y no su manera de pintarlo— el que tenía que expresar las emociones y las ideas que se habían propuesto expresar. Puede que esta distinción parezca muy leve, pero es fundamental. Hasta un artista tan afectado como Cosimo Tura nos convence de que todas las mujeres que pintó representando a la Virgen tenían de verdad articulaciones dobles en los dedos, doblemente sensibles. Sin embargo, un retrato de Goya nos convence de la idea que tiene Goya del modelo antes de convencernos de su anatomía; porque reconocemos que la interpretación de Goya es convincente, su tema nos convence. Frente a las obras del Renacimiento sucede exactamente lo contrario. Después de Miguel Ángel, el artista nos permite seguirle, y él nos conduce a la imagen que ha creado. Es esta diferencia, la diferencia entre que la imagen sea un punto de partida o un destino, la que explica la claridad, la definición visual, los valores táctiles del arte del Renacimiento. Al artista renacentista le preocupaba exclusivamente lo que vería el espectador, y no lo que podría colegir a partir de la imagen. Comparemos la Venus de Urbino (1538) de Tiziano, con su inaprensible Ninfa y Pastor de 30 años más tarde.
Esta actitud tuvo varios resultados importantes. Vedaba todo intento de naturalismo literal, porque el único atractivo del naturalismo es la deducción de que es “casi como el natural”; obviamente no es como el natural, porque, de hecho, la pintura es una imagen estática. Impedía toda evocación meramente subjetiva. Forzaba al artista, en tanto en cuanto se lo permitía su saber, a enfrentarse simultáneamente con todos los aspectos visuales de su tema —el color, la luz, el volumen, la línea, el movimiento, la estructura— en lugar de centrarse en un solo aspecto y deducir los demás, tal como fue sucediendo de forma creciente desde entonces. Le permitía combinar, de una forma más generosa de lo que pudieron hacerlo los artistas posteriores, realismo y decoración, observación y formalización. La idea de que son incompatibles se basa únicamente en el supuesto actual de que lo que se puede deducir de una es incompatible con lo que se puede deducir a partir de la otra: visualmente, una superficie bordada o unos tapices, inventados igual que la más hermosa arquitectura efímera que se haya construido jamás, se pueden combinar con un análisis anatómico realista, tan naturalmente como lo cortesano y lo material se combinan en Shakespeare.
Pero, sobre todo, la actitud del artista renacentista le hizo utilizar al máximo la forma visual más expresiva del mundo: el cuerpo humano. Posteriormente, el desnudo devendría una idea, arcádica o bohemia. Durante el Renacimiento, sin embargo, cada párpado, cada muñeca, cada pie infantil, cada nariz era una doble celebración, del hecho de la milagrosa estructura del cuerpo humano y de que solo mediante los sentidos de este cuerpo podemos aprehender el resto del mundo visible, tangible.
Esta falta de ambigüedad es el Renacimiento, y su soberbia combinación de sensualidad y nobleza surge de una confianza que no se puede recrear artificialmente. Pero cuando al fin logremos recobrar la confianza, el arte de la sociedad resultante podría tener más que ver con el Renacimiento que con cualquiera de las teorías artísticas morales o políticas del siglo XIX. Mientras tanto, es una forma saludable de recordarnos que incluso hoy, como Berenson ha observado tantas veces y con tanta sabiduría, la vitalidad del arte europeo reside en sus “valores táctiles y su movimiento”, los cuales son el resultado de la observación de la “importancia corpórea de los objetos”.

Una vista de Delft

En esa ciudad
al otro lado del agua
donde todo ha sido visto
y cuidan de los ladrillos como de gorriones,
en esa ciudad como una carta de la familia
leída una y otra vez en un puerto,
en esa ciudad con su biblioteca de tejas
y sus calles recordadas por Johannes Vermeer,
que dejó deudas al morir,
en esa ciudad al otro lado del agua
donde los muertos levantan el censo
y no quedan habitaciones
porque la mirada de él las ocupa todas,
donde el cielo aguarda
las noticias de un nacimiento,
en esa ciudad que se vierte por los ojos
de los que se fueron,
allí
entre dos campanadas matutinas,
cuando se vende el pescado en la plaza
y en las paredes los mapas
muestran la profundidad del mar,
en esa ciudad
me estoy preparando para tu llegada.

El dilema de los románticos

Recientemente se ha empezado a utilizar el término Romanticismo para definir casi todo el arte producido en Europa entre 1770 y 1860, más o menos. Ingres y Thomas Gainsborough, Jacques-Louis David y J. M. W. Turner, Aleksándr Pushkin y Stendhal. Así, no se les da la importancia que tienen a las batallas campales del siglo XIX entre el Romanticismo y el clasicismo, sino que, más bien, se sugiere que las diferencias entre las dos escuelas eran menos importantes que lo que ambas tenían en común con el resto del arte de su tiempo.
¿Cuál era este elemento común? Tomar un siglo de violentas revueltas y agitación e intentar definir la naturaleza general, global, de su arte equivale a negar la naturaleza de este período histórico. La importancia del resultado de cualquier revolución solo puede comprenderse en relación con sus circunstancias específicas. No hay nada menos revolucionario que las generalizaciones sobre la revolución. Las preguntas estúpidas, sin embargo, suelen tener respuestas estúpidas. Algunos tratan de definir el arte romántico por los temas tratados. Pero entonces Piero di Cosimo sería un artista romántico al lado de Georges Morland. Otros sugieren que el Romanticismo es una fuerza irracional presente en todo el arte, pero que a veces predomina más que otras sobre la fuerza opuesta del orden y la razón. Sin embargo, esto convertiría la mayor parte del arte gótico en romántico. E incluso habrá quien observe que todo esto debe de tener algo que ver con el clima inglés.
No, si uno ha de responder a esa pregunta —y, como digo, ninguna respuesta nos va a llevar tan lejos—, debe hacerlo históricamente. El período en cuestión se extiende entre los dos puntos a partir de los cuales se empiezan a gestar dos revoluciones, la francesa y la rusa. Jean-Jacques Rousseau publicó El contrato social en 1762. Karl Marx publicó El capital en 1867. No creo que haya dos hechos concretos que puedan revelar más. El Romanticismo fue un momento revolucionario que se cohesiona en torno a una promesa que está destinada a no cumplirse: la promesa del éxito de las revoluciones cuya filosofía se deriva del concepto del “hombre natural”. El Romanticismo representaba y demostraba los conflictos de quienes crearon la diosa de la Libertad, le pusieron una bandera en las manos y la siguieron, solo para descubrir que los llevaría a una emboscada: la emboscada de la realidad. Es este conflicto el que explica las dos caras del Romanticismo: su audaz espíritu exploratorio y su malsana autocompasión. Para los románticos puros, las dos cosas menos románticas del mundo eran, en primer lugar, aceptar la vida como era, y, en segundo, lograr cambiarla.
En las artes visuales, estas dos caras se revelan, por un lado, en la intuición de la posibilidad de unas dimensiones nuevas, y, por el otro en una claustrofobia opresiva. Tenemos las nubes de John Constable formadas por una tierra y un agua que no vemos, y tenemos el típico cuadro romántico de un hombre en su ataúd, enterrado vivo. Tenemos a Théodore Géricault, mirando abiertamente, tranquilo, a los internos de un manicomio; y tenemos a los pintores románticos alemanes del Mediterráneo, quienes pintaban las colinas y el cielo con un azul tan legendario que parece que toda la escena podría romperse como un plato. Tenemos a Georges Stubbs, quien comparó científicamente a los animales y miraba a los ojos a los tigres; y a James Ward, quien redujo las paredes rocosas de la garganta de Gordale Scar, en el norte de Inglaterra, a un monumento especialmente hendido para él. Tenemos una conciencia nueva del tamaño y las fuerzas del mundo, una conciencia que le confirió a la palabra Naturaleza un significado completamente nuevo; y tenemos las pasmosas, imponentes, nuevas supersticiones que protegían a los hombres de la enormidad de lo que estaban descubriendo: sobre todo, la superstición de que un sentimiento del corazón era en cierto modo comparable a una tormenta en el firmamento.
Como es natural, los centros focales del arte romántico variaron mucho dependiendo del lugar y del tiempo. En Inglaterra, lo que lo impulsó fue la Revolución Industrial, y la nueva luz (literal y metafórica) que proyectó en el paisaje; en Francia, el estímulo predominante fue la nueva modalidad de heroísmo militar establecido por Napoleón; en Alemania, fue la urgencia creciente por establecer una identidad nacional. Naturalmente, asimismo, la delicada situación política que he descrito muchas veces se presentaba de una forma indirecta. Hubo más artistas románticos influenciados directamente por el culto literario al pasado, cuando se creía que la vida había sido más “sencilla” y más “natural”, de los que lo fueron por el cartismo. La ciencia de Isaac Newton fue también relevante en la aparición del Romanticismo. Los románticos aceptaron la manera en la que la ciencia había venido a liberar el pensamiento de la atadura de la religión, pero al mismo tiempo alzaron una protesta intuitiva en contra de su cerrado sistema mecanicista, cuya falta de humanidad parecía quedar demostrada en la práctica por los horrores que producía el sistema económico. Las complejidades del momento son inmensas. Precisamente porque no les afectó el conflicto romántico, algunos artistas del período, por ejemplo, Francisco de Goya y Honoré Daumier...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Introducción
  6. I. Volver a trazar los mapas
  7. II. Terreno
  8. Procedencia de los textos