Capítulo sexto
La cabaña de los hermanos estaba concluida. Tenía unas cinco brazas de largo por tres de ancho. Un hastial daba al este y otro al oeste, y, según se entraba por la puerta, situada en el hastial este, a la derecha se hallaba una gran estufa, y a la izquierda un establo, donde Valko había de pasar el invierno. Arrancaba del umbral un piso de tierra cubierto de ramas de abeto que llegaba hasta la mitad del recinto, donde se convertía en un magnífico suelo hecho de anchas planchas de madera, sobre el cual se abría un espacioso sobrado. Los hermanos utilizaban su nueva casa como habitación y como sauna. A veinte pasos de la cabaña habían construido un granero, ensamblado con pequeños y redondos troncos de abeto.
Los hermanos disponían, pues, de un buen refugio contra la tempestad, el viento y el frío del invierno, y de una despensa para sus provisiones, pudiendo dedicarse ya en cuerpo y alma a la caza y captura con variados medios. Pronto empezaron a caer gallos-lira y ortegas, liebres y ardillas, tristes y torpes tejones, sin que la muerte perdonara a los patos y peces del lago Ilvesjärvi. En las colinas y en el inmenso bosque de abetos resonaron los ladridos de Killi y Kiiski y los disparos de las escopetas, y de vez en cuando un oso de piel hirsuta se desplomaba ante los perdigones de los hermanos, aunque no era la época adecuada para esta caza.
Llegó el otoño con sus heladas noches, y los saltamontes, los lagartos y las ranas perecieron o corrieron a buscar refugio en sus profundos escondrijos; era el momento de preparar las trampas de brillante acero para las zorras, arte en que los hermanos, habiéndolo aprendido de su padre, eran consumados maestros. Más de un astuto y ágil zorro pagó con su fina piel un trozo de apetitosa carne. Las liebres, como se sabe, dejan en el bosque la huella de su paso, y los hermanos tendieron centenares de lazos de cobre amarillo para desgracia de las cobardes de piel blanca. En una intrincada hondonada, en el límite oriental de la pradera, habían construido una excelente trampa para la caza del lobo, y, con la misma intención, habían cavado cerca de la choza un profundo hoyo en terreno seco y arenoso. El cebo atrajo a la trampa a más de un lobo hambriento, y los apuros de la presa, revolviéndose en el fondo del hoyo en la oscura noche otoñal, eran el desesperado y ruidoso aviso de que aquélla había caído en la trampa. Entonces uno de los hermanos, apoyado en la valla, apuntaba con su escopeta, tratando de acabar de un disparo con la fiera de pelos erizados; otro alumbraba con una tea; un tercero, agitando un tizón en el aire, ayudaba a los perros a sacar del enramado a las bestias feroces. Los gritos de los muchachos, los ladridos de los canes y los ruidos de los disparos formaban una tremenda barahúnda; el bosque y las cavernosas paredes de Impivaara retumbaban sin cesar. Había, pues, una ruidosa agitación; la nieve, pisoteada en todos los sentidos, se teñía de rojo, hasta que al fin todas las fieras de tupida cola yacían sobre su propia sangre. Entonces empezaba para los hermanos la grata tarea de desollar las piezas. Uno o dos ejemplares de aquellas criaturas de ojos oblicuos del bosque cayeron también en el hoyo del extremo occidental de la pradera.
Una mañana, a primera hora, mientras sus hermanos seguían durmiendo, Timo salió de la choza y fue a visitar la trampa. La visión de la cubierta, medio hundida, le hizo concebir buenas esperanzas. Cuando llegó al borde del hoyo descubrió en el fondo, con alegría, una mancha gris. Se trataba, en efecto, de un enorme lobo que, con el hocico en el suelo, permanecía inmóvil, con los ojos fijos en el muchacho. ¿Qué decidió entonces Timo? Dar muerte él solo al lobo y volver a la choza con la peluda presa sobre los hombros, para presumir. Cogió una escala que estaba apoyada en la pared de la casa y la colocó cuidadosamente en el hoyo. Luego bajó los peldaños armado de una gran maza de madera, con el propósito de machacar la cabeza de la fiera. Apretando los dientes, daba una y otra vez en el vacío, ya que el lobo apartaba la cabeza instintiva y velozmente cada vez que el hombre descargaba su pesada arma. Timo arrojó por fin la maza entre las patas de la fiera y decidió ir a comunicar la novedad a los hermanos.
Poco después acudían todos, armados de estacas, cuerdas y lazos corredizos, para capturar la presa; pero cuando llegaron junto a la trampa vieron, decepcionados, que ésta estaba vacía. El lobo había huido tranquilamente por la escala que Timo había dejado en el hoyo y se había adentrado en el bosque dándole gracias a la suerte. Los hermanos, que lo comprendieron enseguida, corrieron a buscar a Timo con las peores intenciones, soltando maldiciones y rechinando los dientes; pero el culpable se había puesto ya fuera de su alcance, intuyendo que no sería prudente quedarse para discutir el asunto sobre el terreno, y que lo mejor sería esconderse de momento en lo más intrincado del bosque de abetos. Los otros no dejaban de insultarle y amenazarle con los puños levantados, jurando ablandarle de arriba abajo como un nabo cocido si se atrevía sólo a entreabrir la puerta de la choza, a la que volvieron enfurecidos después de haber agotado toda clase de improperios y amenazas. Timo vagó por los bosques como un forajido, pero, mientras tanto, los hermanos se fueron calmando, pensando que el daño se debía más a falta de cuidado que a malicia. Así, antes de que anocheciera, Juhani se encaramó a la cima de Impivaara y llamó a Timo gritando con voz potente en todas direcciones, prometiéndole bajo juramento que no tomarían venganza alguna. Al cabo de un rato volvió Timo, con rostro sombrío y lanzando miradas recelosas. Se desnudó sin decir palabra, se tumbó sobre su lecho y al momento empezó a roncar ruidosamente.
Llegó por fin el momento más propicio para la caza del oso. Los hermanos cogieron sus venablos, cargaron sus armas con balas de acero y se dirigieron al bosque para despertar a su rey, que dormía aún en su oscura guarida bajo los abetos cubiertos de nieve. Más de un oso corpulento cayó bajo las balas de los hermanos cuando salía enfurecido de su apacible retiro. Con frecuencia se producía una encarnizada lucha en que saltaba la nieve enrojecida por la sangre que brotaba de las heridas producidas por ambas partes, hasta que el oso de áspera pelambre caía exánime. Entonces regresaban los hermanos a casa y curaban sus llagas con un bálsamo preparado por ellos mismos, hecho de aguardiente, sal, pólvora y flor de azufre, cubriéndolas luego con una capa de alquitrán de color marrón amarillento.
Así obtenían los hermanos sus alimentos del bosque y de la arboleda de la colina, llenando su despensa de toda clase de caza: aves, liebres, tejones y carne de oso. Tampoco se olvidaron de recoger forraje para su viejo y fiel Valko. Cerca del pantano se lev...