La busqueda de lo absoluto
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SinopsisLa búsqueda del absoluto constituye una detallada crónica de la aventura espiritual de Balthazar Claës, arquetipo de héroe metafísico que intenta descubrir el secreto del absoluto, es decir, la unidad de la materia.Este genio sombrío arruinará a su familia; su esposa y su hija soportan su monomanía, no tanto para salvar sus bienes como por el amor que sienten hacia él. Las dos mujeres defienden el orden familiar y sentimental; el alquimista lo destruye en nombre de otro orden.La riqueza y la precisión en los detalles, la observación y descripción minuciosas de Balzac nos transportan a la pintura flamenca.En esta novela se encuentran muchos de los elementos de la literatura de este autor: es un maestro en los estudios de las costumbres y un visionario de una ciencia y una humanidad ideales. Están presentes todos sus temas habituales y, también, todos sus modos de composición.CríticaJunto al realismo afloró en Balzac una veta fantástica que tiene un buen exponente en "la búsqueda del absurdo", que se construye en torno al "científico loco".Manuel HidalgoLa realidad interior del ser humano no es tan variable como pudiera parecer: los anhelos, las esperanzas, los miedos y los miedos son los mismos ahora como hace doscientos años; el hecho de que Balzac los aborde desde una óptica minuciosa, quizá lenta, no es óbice para que su objetivo se cumpla: el lector comprende lo que se le está contando, se involucra en la trama y se siente partícipe de un universo que tiene características similares a las que él conoce.Solodelibros

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Información

Año
2012
ISBN
9788415564393
Categoría
Literature
Categoría
Classics

LA BÚSQUEDA
DEL ABSOLUTO

A la señora Joséphine Delannoy,* de soltera Doumerc

Quiera Dios, señora, goce esta obra de una vida más larga que la mía; la gratitud que me ha inspirado su persona y que, así lo espero, será equiparable al afecto casi maternal que me profesa usted, perduraría de ese modo más allá del término fijado a nuestros sentimientos. Ese sublime privilegio de prolongar mediante la vida de nuestras obras la existencia del corazón bastaría, suponiendo que se pudiera poseer alguna certeza al respecto, para consolar de todos los trabajos que cuesta a aquellos que tienen puesta la ambición en conquistarlo. Repetiré pues: ¡Dios lo quiera!

DE BALZAC


Existe en Douai en la calle de París una casa cuya fisonomía, distribución interior y detalles han conservado, más que los de ninguna otra mansión, el carácter de las antiguas construcciones flamencas, tan ingenuamente adaptadas a las costumbres patriarcales; pero antes de describirla, acaso convenga en interés de los escritores dejar sentada la necesidad de esas preparaciones didácticas contra las que protestan ciertas personas ignorantes y voraces que desean emociones sin soportar sus principios generadores, la flor sin la semilla, la criatura sin la gestación. ¿Habría de exigírsele, pues, al Arte que sea más fuerte que la Naturaleza?
Los acontecimientos de la vida humana, ya sea pública o privada, aparecen tan íntimamente ligados a la arquitectura, que la mayoría de los observadores pueden reconstruir las naciones o los individuos en toda la verdad de sus costumbres, según los restos de sus monumentos públicos o mediante el examen de sus reliquias domésticas. La arqueología es a la naturaleza social lo que la anatomía comparada a la naturaleza organizada. Un mosaico revela toda una sociedad, al igual que el esqueleto de un ictiosaurio entraña toda una creación. En una y otra parte, todo se deduce, todo se encadena. La causa permite adivinar un efecto, como cada efecto permite remontarse a una causa. El sabio resucita hasta las verrugas de los tiempos pasados. De ahí sin duda el prodigioso interés que inspira una descripción arquitectónica cuando la fantasía del escritor no distorsiona sus elementos; ¿acaso no puede todo el mundo relacionarla con el pasado mediante severas deducciones? Y, para el hombre, el pasado guarda singular semejanza con el futuro: ¿contarle lo que fue no equivale casi siempre a decirle lo que será? En definitiva, raro es que la descripción de los lugares en que transcurre la vida no recuerde a cada cual sus deseos traicionados o sus esperanzas en flor. La comparación entre un presente que burla las apetencias secretas y el futuro que puede hacerlas realidad constituye inagotable fuente de melancolía o de gratas satisfacciones. Por eso resulta poco menos que imposible no experimentar una especie de ternura ante la pintura de la vida flamenca, cuando sus accesorios aparecen bien expresados. ¿Por qué? Quizá sea, entre las distintas existencias, la que mejor entraña las incertidumbres del hombre. Danse en ella todas las fiestas, todas las relaciones familiares, un opulento desahogo que atestigua la continuidad del bienestar, un descanso que semeja beatitud; pero refleja sobre todo el sosiego y la monotonía de una felicidad cándidamente sensual en la que el goce ahoga el deseo anticipándose siempre a él. Cualquiera que sea el precio que conceda el hombre apasionado a las turbulencias de los sentimientos, jamás contempla sin emoción las imágenes de esa naturaleza social en la que los latidos del corazón están tan bien regulados que la gente superficial la acusa de frialdad. La multitud prefiere por lo común la fuerza anormal que desborda a la fuerza equilibrada que perdura. La multitud no tiene tiempo ni paciencia para percibir el inmenso poder oculto tras una apariencia uniforme. Y así, para sorprender a esa multitud arrastrada por la corriente de la vida, la pasión, al igual que el gran artista, se ve obligada a rebasar el objetivo, como hicieran Miguel-Ángel, Bianca Capello, la señorita de La Vallière, Beethoven y Paganini. Únicamente los grandes calculadores piensan que nunca hay que ir más allá del objetivo, y solo respetan la virtualidad impresa en una perfecta ejecución que confiere a toda obra esa honda serenidad cuyo hechizo captan los hombres superiores. Pues bien, la vida adoptada por ese pueblo esencialmente ahorrador se ajusta perfectamente a las condiciones de felicidad con que sueñan las masas para la vida ciudadana y burguesa.
La más exquisita materialidad aparece impresa en todas las costumbres flamencas. El confort inglés presenta tintes secos, tonalidades duras; en cambio, en Flandes, el viejo interior de los hogares deleita la vista por sus colores suaves, por una llaneza auténtica; sugiere el trabajo sin fatiga; la pipa evidencia una grata aplicación del far niente napolitano; refleja asimismo un sentimiento apacible del arte, su condición más necesaria, la paciencia, y el elemento que hace que sus creaciones sean duraderas, la conciencia. El carácter flamenco radica en esas dos palabras, paciencia y conciencia, que parecen excluir los ricos matices de la poesía y transmitir a las costumbres de ese país la misma falta de relieve que sus anchas llanuras, tan frías como su brumoso cielo. Pero nada más lejos. La civilización ha desplegado allí todo su poder modificándolo todo, aun los efectos del clima. Si observamos con atención las obras de los distintos países del globo, nos sorprende de entrada observar los colores grises y pardos especialmente asignados a las producciones de las zonas templadas, en tanto que los colores más esplendorosos distinguen las de los países cálidos. Las costumbres han de adaptarse necesariamente a esa ley de la naturaleza. Flandes, que otrora fue esencialmente pardo y abocado a tintes uniformes, halló el modo de hacer refulgir su atmósfera fuliginosa merced a las vicisitudes políticas que la sometieron sucesivamente a borgoñones, españoles y franceses, y que la hicieron confraternizar con alemanes y holandeses. De España, conservó el lujo de los escarlatas, los brillantes rasos, las tapicerías de vigorosos efectos, las plumas, las mandolinas y las corteses maneras. De Venecia, heredó, a cambio de sus telas y encajes, esa fantástica cristalería en la que el vino reluce y parece mejor. De Austria, ha conservado esa morosa diplomacia que, según un dicho popular, se anda con pies de plomo. El comercio con las Indias le ha legado los inventos grotescos de China y las maravillas del Japón. No obstante, pese a su paciencia en amasarlo todo, en no devolver nada, en soportarlo todo, Flandes tan solo podía ser considerado como el almacén general de Europa hasta el momento en que el descubrimiento del tabaco soldó con el humo los diseminados rasgos de su fisonomía nacional. Desde entonces, a pesar de las particiones de su territorio, el pueblo flamenco existió en virtud de la pipa y la cerveza.
Tras haber asimilado, por la constante economía de su conducta, las riquezas e ideas de sus señores o vecinos, este país, de natural tan apagado y carente de poesía, se creó una vida original y unas costumbres peculiares, sin, al parecer, pecar de servilismo. El Arte se despojó de todo idealismo para reproducir únicamente la forma. No le pidáis, pues, a esa patria de la poesía plástica ni la inspirada locuacidad de la comedia, ni la acción dramática, ni las inflamadas audacias de la epopeya o de la oda, ni el genio musical; en cambio, es fértil en descubrimientos, en discusiones doctorales que requieren tiempo y lámpara. Todo aparece marcado con el sello del goce temporal. Allí el hombre ve exclusivamente lo que es, su pensamiento se inclina tan escrupulosamente a servir las necesidades de la vida que en obra alguna se ha lanzado más allá del mundo real. La única idea de futuro concebida por ese pueblo fue una suerte de economía en política, su fuerza revolucionaria arrancó del deseo doméstico de tener campo libre en la mesa y de pasar agradables ratos bajo el alero de sus steedes. La conciencia del bienestar y el espíritu de independencia que inspira la fortuna engendraron, allí antes que en lugar alguno, ese afán de libertad que más adelante fermentó en Europa. Y así, la constancia en sus ideas y la tenacidad que transmite la educación a los flamencos los convirtió antaño en hombres de armas tomar en la defensa de sus derechos. Nada, pues, en ese pueblo se ejecuta a medias, ni las casas, ni los muebles, ni el dique, ni la cultura, ni la revolución. Y así, conserva el monopolio de cuanto emprende. La fabricación del encaje, obra de paciente agricultura y de más paciente industria, la de su tela son hereditarias como sus fortunas patrimoniales. Si hubiese que describir la constancia bajo su forma humana más pura, acaso atinásemos tomando el retrato de un buen burgomaestre de los Países Bajos, capaz, como tantos casos se han dado, de morir burguesamente y sin pena ni gloria por los intereses de su hansa. Pero las entrañables poesías de esa vida patriarcal aparecerán espontáneamente en la descripción de una de las últimas casas que, en los tiempos en que comienza esta historia, conservaban aún su carácter en Douai.
De todas las ciudades del departamento del Norte, Douai es, por desgracia, la que más se moderniza, donde el sentimiento innovador ha hecho más rápidas conquistas, donde más ha prendido el amor al progreso social. Día a día, desaparecen las vetustas construcciones, se desvanecen las viejas costumbres. En Douai reinan el tono, las modas, las maneras de París; y de la antigua vida flamenca, los douaisienses muy pronto solo conservarán la cordialidad de los cuidados hospitalarios, la cortesía española, la riqueza y la limpieza de Holanda. Los palacios de piedra blanca habrán sustituido a las casas de ladrillo. La opulencia de las formas bátavas habrá cedido ante la cambiante elegancia de las novedades francesas.
La casa en donde se desarrollaron los acontecimientos de esta historia se halla hacia la mitad de la calle de París y, desde hace más de doscientos años, ostenta en Douai el nombre de Casa Claës. Los Van Claës fueron en otro tiempo una de las más famosas familias de artesanos a las que los Países Bajos debieron, en varios productos, una supremacía comercial que han conservado. Durante mucho tiempo los Claës fueron en la ciudad de Gante, de padres a hijos, los jefes del poderoso gremio de Tejedores. A raíz de la sublevación de esta gran ciudad contra Carlos V, quien quería abolir sus privilegios, el más rico de los Claës se comprometió hasta tal punto que, previendo una catástrofe y obligado a compartir la suerte de sus compañeros, mandó secretamente bajo protección de Francia a su mujer, hijos y riquezas, antes de que invadiesen la ciudad las tropas del emperador. Las previsiones del síndico de los tejedores resultaron acertadas. Al igual que muchos otros burgueses, fue excluido de la capitulación y colgado como rebelde, cuando era en realidad el defensor de la independencia gantesa. La muerte de Claës y sus acompañantes dio sus frutos. Tiempo después, aquellos inútiles suplicios costaron al rey de las Españas la mayor parte de sus posesiones en los Países Bajos. De todas las semillas confiadas a la tierra, la sangre derramada es la que proporciona más pronta cosecha. Cuando Felipe II, que castigó la revuelta hasta la segunda generación, extendió sobre Douai su férreo cetro, los Claës conservaron sus cuantiosos bienes aliándose con la nobilísima familia de los Molina, cuya rama primogénita, pobre a la sazón, pasó a ser lo bastante rica como para comprar el condado de Nourho que poseía solo titularmente en el reino de León.
A comienzos del siglo diecinueve, tras una serie de vicisitudes cuya exposición carecería de interés, la familia Claës estaba representada, en la rama establecida en Douai, por la persona de Balthazar Claës-Molina, conde de Nourho, quien prefería ser llamado sencillamente Balthazar Claës. De la inmensa fortuna amasada por sus antepasados que daban quehacer a un millar de oficios, conservaba Balthazar unas quince mil libras de renta en bienes raíces en el distrito de Douai, así como la casa de la calle de París cuyo mobiliario valía por lo demás una fortuna. Por lo que atañe a las posesiones del reino de León, habían sido objeto de un litigio entre los Molina de Flandes y la rama de dicha familia que había permanecido en España. Los Molina de León obtuvieron las posesiones y tomaron el título de condes de Nourho, si bien solo tenían derecho a ostentarlo los Claës; pero la vanidad de la burguesía belga superaba a la altivez castellana. Y así, cuando se instauró el Estado civil, Balthazar Claës dejó a un lado los harapos de su nobleza española en pro de su gran ilustración gantesa. Tan arraigado está el sentimiento patriótico en las familias exiliadas que hasta los últimos días del siglo dieciocho permanecieron fieles los Claës a sus tradiciones, costumbres y usanzas. Tan solo emparentaban con familias de la más pura burguesía; exigían un cierto número de regidores y de burgomaestres por parte de la novia, para admitirla en su familia. Incluso iban a reclutar a sus mujeres a Brujas o a Gante, a Lieja o a Holanda, a fin de perpetuar las costumbres de su hogar doméstico. En las postrimerías del siglo pasado, su sociedad, cada vez más restringida, se limitaba a siete u ocho familias de la nobleza parlamentaria cuyas costumbres, cuya toga de anchos pliegues, cuya magistral gravedad en parte española, se avenían con sus hábitos. Los habitantes de la ciudad profesaban una suerte de religioso respeto a aquella familia, que constituía para ellos como un prejuicio. La constante integridad, la lealtad sin tacha de los Claës, su inconmovible decoro, los convertían en una superstición tan inveterada como la de la fiesta de Gayant,[1] y bien expresada por ese nombre de Casa Claës. Se respiraba por entero el espíritu del antiguo Flandes en aquella mansión, que brindaba a los aficionados a las antigüedades burguesas el prototipo de las modestas casas que se construyó la rica burguesía durante la Edad Media.
El principal ornamento de la fachada lo constituía una puerta con dos batientes de roble guarnecidos de clavos dispuestos al tresbolillo, en cuyo centro los Claës habían mandado esculpir por orgullo dos lanzaderas acopladas. El vano de dicha puerta, edificado con piedra arenisca, terminaba en una cintra puntiaguda que soportaba una pequeña linterna rematada por una cruz en la que se veía una estatuilla de santa Genoveva hilando en su rueca. Pese a haber depositado el tiempo su pátina en las delicadas labores de aquella puerta y de la linterna, el exquisito celo con que las cuidaban los moradores de la casa permitía a los viandantes captar todos su detalles. Y así, el marco, compuesto de columnillas ensambladas, conservaba un color gris oscuro y brillaba como si estuviese barnizado. A ambos lados de la puerta, en la planta baja, se abrían dos ventanas semejantes a todas las de la casa. Su marco de piedra blanca aparecía rematado bajo el antepecho por una concha profusamente adornada, y arriba por dos arcos separados por el montante de la cruz que dividía la vidriera en cuatro partes desiguales, ya que el travesaño, dispuesto a la altura precisa para formar una cruz, daba a los dos lados inferiores de la ventana una dimensión casi doble que las de las partes superiores redondeadas po...

Índice

  1. Portada
  2. Biografía
  3. Créditos
  4. PRESENTACIÓN por Carlos Pujol
  5. LA BÚSQUEDA DEL ABSOLUTO
  6. Contraportada